24

El martes por la mañana, exactamente dos días después de que Sandy no se presentase, Jack, que no hacía mucho había regresado a su casa con el expediente de Donal, salió a la fresca mañana de julio y cerró la puerta de la casita sin hacer ruido. Por todo el pueblo se veían los preparativos del inminente Irish Coffee Festival. Había pancartas enrolladas junto a los postes telegráficos, listas para ser colgadas, y la parte trasera de un camión había sido abierta a modo de escenario provisional para las actuaciones al aire libre de bandas tradicionales. Ahora, sin embargo, reinaba el silencio en el pueblo, pues todo el mundo seguía cómodamente en la cama soñando con otros mundos. Jack puso en marcha el motor —el ruido era suficiente para despertar a todo el vecindario de la tranquila plaza— y se dirigió a la ciudad de Limerick, donde con suerte encontraría a Sandy en casa de Alan, el amigo de Donal. También quería visitar a su hermana Judith.

Judith era la hermana a quien más unido estaba. Casada y con cinco hijos, hizo de madre desde el momento en que llegó a este mundo entre berridos y pataleos. Ocho años mayor que Jack, había practicado sus aptitudes para enseñar modales y disciplina con cada muñeca y cada niño que viviera en las cercanías. La broma habitual en la calle era que no había una muñeca en toda la ciudad que no se irguiera en la silla y se callara cuando Judith andaba cerca. En cuanto Jack nació, volvió su atención hacia él: era un bebé de verdad al que podía mimar e incluso asfixiar.

Y lo hizo desde aquel día y hasta la fecha. A ella era a quien Jack recurría en busca de consejo y su hermana siempre encontraba tiempo para escucharle entre idas y venidas al colegio, cambios de pañales y turnos para dar de mamar.

Cuando detuvo el coche ante la casa pareada, la puerta principal se abrió y el gemido de mil banshees

[4] le taladró los oídos, casi revolviéndole el pelo.

—Daaa-diii —chilló una banshee.

El padre de la banshee apareció en la puerta con una camisa arrugada color hueso; llevaba el botón de arriba desabrochado y el nudo de la corbata aflojado. En una mano sostenía un tazón al que se aferraba desesperadamente dándole tragos con los ojos fuera de las órbitas. Su otra mano agarraba un maletín destrozado mientras la banshee de pelo rubio casi blanco, pijama de los Power Rangers y zapatillas de la rana Gustavo se colgaba de su pierna.

—Noooo, no te vayaaaaas —chillaba, enroscando sus miembros a la pierna de su padre como si le fuera la vida en ello.

—Tengo que irme, corazón. Papá tiene que trabajar. —Nooooooo.

Un brazo surgió de la puerta y tendió bruscamente una tostada hacia Willie.

—Come —dijo la voz de Judith por encima de más gemidos procedentes de otra parte.

Willie engulló un bocado, bebió otro trago de café y apartó con cuidado a Katie de su pierna. Después su cabeza desapareció en el umbral, besó a la propietaria del brazo, gritó «¡Adiós, niños!» y cerró de un portazo. Los gritos aún eran audibles, pero Willie no dejó de sonreír. Eran las ocho en punto y ya había pasado por dos horas de lo que Jack hubiera considerado una tortura. Sin embargo, él sonreía.

—Hola, Jack —saludó con una radiante cara redonda.

—Buenos días, Willie —dijo Jack sin poder dejar de fijarse en los botones de la camisa, a punto de saltarse en la parte de la barriga, la mancha de café en el bolsillo y la de dentífrico en la corbata con estampado de cachemira.

—Lo siento. No puedo hablar. Estoy huyendo —se rio.

Después de darle unas palmaditas a Jack en la espalda se metió en su coche. El tubo de escape soltó una detonación y salió zumbando.

Jack echó un vistazo al conjunto de viviendas de protección oficial y comprobó que en cada puerta se desarrollaba una escena semejante.

Abrió la puerta cautelosamente, con la esperanza de que aquel manicomio no se lo tragara. Entró y vio a Nathan, de quince meses, corriendo por el vestíbulo con un biberón colgado de la boca y vestido únicamente con un abultado pañal. Jack le siguió. Katie, de cuatro años, que hacía sólo unos segundos se aferraba a su padre como si el mundo fuera a terminarse, estaba sentada en el suelo con las piernas cruzadas, a un palmo del televisor, completamente cautivada por unos bichos que bailaban en la jungla, y derramaba parte de su cuenco de cereales sobre la alfombra ya manchada.

—¡Nathan! —gritó Judith desde la cocina, de buen talante—. Tengo que cambiarte el pañal. ¡Vuelve aquí, por favor!

Tenía la paciencia de una santa y no se inmutaba aunque a su alrededor reinara el caos más absoluto. Juguetes desordenados por todas partes, garabatos y dibujos pegados a las paredes o pintados directamente en ellas. Cestas de ropa sucia, cestas de ropa limpia, tendederos arrimados a las paredes con ropa puesta a secar. La televisión a todo volumen, un bebé gimoteando, cazos y sartenes aporreados como tambores. Era un zoo humano: tres niñas y dos niños, de diez, ocho y cuatro años, y quince y tres meses de edad, todos ellos desmadrados y reclamando atención mientras la cara de Judith, sentada a la mesa de la cocina, en bata, despeinada y sin asear, con cosas por todas partes, en todas las superficies, era la viva imagen de la serenidad.

—Hola, Jack. —Le miró sorprendida—. ¿Cómo has entrado?

—La puerta estaba abierta y tu portero me ha invitado a pasar. —Señaló con la cabeza a Nathan, que había ocupado su sitio en el suelo, pañal apestoso incluido, y volvía a aporrear los cacharros con una cuchara de madera. Rachel, de tres meses, estaba en silencio, pasmada, con los ojos como platos y los labios abiertos, listos para soltar burbujas.

—No te levantes —dijo Jack mientras se inclinaba sobre la cuna de Rachel para besar a Judith.

—Nathan, cariño, te tengo dicho que no abras la puerta sin que mamá te lo pida —explicó Judith con calma—. No hace más que abrir el cerrojo —se dirigió a Jack.

Nathan dejó de aporrear y la miró con sus grandes ojos azules. Las babas le chorreaban barbilla abajo.

—Dada —gorjeó a modo de respuesta.

—Sí, te pareces mucho a papá —contestó Judith poniéndose de pie—. ¿Puedo ofrecerte algo, Jack? ¿Una taza de té, café, tostadas, tapones para los oídos?

—Té y una tostada, por favor. Ya he tomado bastante café —contestó Jack, y se frotó la cara con gesto de cansancio mientras el concierto de sartenes se volvía casi insoportable.

—Nathan, para-dijo Judith con firmeza. Luego pulsó el interruptor de la hervidora eléctrica—. Venga, vamos a cambiar ese pañal.

Lo subió al cambiador que tenía montado en la cocina y se puso manos a la obra, no sin darle a Nathan las llaves de la casa para que se distrajera.

Jack apartó la vista. Ya no tenía apetito. —¿Cómo es que no has ido a trabajar? —preguntó Judith mientras agarraba dos piernas regordetas por los tobillos como si se dispusiera a rellenar un pavo. —Me he tomado el día libre. —¿Otra vez?

Jack no contestó.

—Ayer hablé con Gloria. Me dijo que te habías tomado el día libre —explicó Judith. —¿Cómo lo sabía?

Judith sacó una toallita húmeda de una caja.

—Ahora no es momento de empezar a pensar que tu inteligente novia desde hace ocho años sea tonta. Uy, ¿qué estoy oyendo? —Se llevó la mano a la oreja y miró a lo lejos. Nathan dejó de hacer sonar las llaves y la observó—. Pues no, ya no las oigo, pero hasta hace poco sonaban campanas de boda y pasitos de niño.

Nathan se rio y siguió haciendo sonar las llaves. Judith volvió a dejar al niño en el suelo. El ruido de sus pies sobre las baldosas parecía el de un pato pisando charcos.

—Caray, Jack, te has quedado espantosamente callado —añadió con sarcasmo, mientras se lavaba las manos en el fregadero lleno de platos y tazas sucias.

—No es momento —dijo Jack, y finalmente le quitó la cuchara de madera a Nathan, que se puso a chillar. Al instante, Katie subió el volumen del televisor en el salón—. Además, este sitio me resulta todo él un anticonceptivo.

—Sí, bueno, cuando te casas con un hombre que se llama Willie sabes bastante bien a qué te expones.

En menos de un minuto Judith tendría un momento de calma. Tras servir una taza de té y una tostada a Jack, por fin se sentó, cogió a Rachel de la cuna, retiró la bata hacia un lado y se puso a darle de mamar. La pequeña abría y cerraba sus deditos en el aire como si tocara un arpa invisible con los ojos cerrados.

—Me he tomado la semana libre en el trabajo —explicó Jack—. Esta mañana, de camino, lo he arreglado.

—¿Que has hecho qué? —Judith tomó un sorbo de té—. ¿Te han dado más tiempo de permiso?

—Con un poco de persuasión.

—Eso está bien. Gloria y tú necesitáis pasar más tiempo juntos —dijo, pero enseguida vio en su semblante que no era ésa su intención—. ¿Qué está pasando, Jack?

Suspiró. Tenía muchas ganas de contárselo todo, pero le daba miedo hacerlo.

—Cuéntame, Jack —insistió Judith con ternura.

—He encontrado a alguien-comenzó—. Una agencia.

—¿Aja? —Su voz fue grave e inquisitiva, como solía serlo cuando Jack llegaba a casa del colegio tras haberse metido en líos y se veía obligado a explicar, por ejemplo, por qué habían atado desnudo a Tommy McGovern al poste de una portería del campo de fútbol.

—Es una agencia de personas desaparecidas.

—Oh, Jack —susurró Judith, y se llevó una mano a la boca.

—Oye, ¿qué mal puede hacer, Jude? ¿Qué tiene de malo que otra persona investigue?

—Lo malo, Jack, es que tú pidas una semana de permiso en el trabajo, que Gloria me llame buscándote.

—¿Te llamó?

—A las diez de la noche.

—Vaya.

—Bueno, sigue, cuéntame lo de esa agencia. —No. —Se recostó en el respaldo de la silla, frustrado—. No, ahora no me apetece.

—Jack, no seas tan chiquillo y cuéntamelo. Esperó a calmarse antes de seguir hablando: —Encontré el anuncio en las Páginas Amarillas y llamé. —¿A quién?

—A Sandy Shortt. Le expliqué el caso y me dijo que había resuelto casos parecidos. La semana pasada hablamos por teléfono cada noche hasta tarde. Antes era garda y tuvo acceso a informes que no hemos visto nunca.

Judith enarcó las cejas.

—No me pidió ni un céntimo, Judith, y creí en su palabra. Creí que quería ayudar y creí que podría encontrar a Donal. Era de fiar, de eso no hay duda.

—¿Por qué hablas de ella como si estuviera muerta? —preguntó con una sonrisa, y de pronto cambió de expresión, alarmada—: ¿no está muerta, verdad?

—No —Jack sacudió la cabeza—, pero no sé dónde está. Quedamos en vernos el domingo por la mañana en Glin. Nos cruzamos en una gasolinera, pero no supe que era ella hasta después. Judith arrugó la frente.

—Sólo habíamos hablado por teléfono, ¿entiendes?

—¿Cómo sabes que era ella?

—Encontré su coche en el estuario.

Judith se quedó aún más desconcertada.

—Verás, teníamos una cita, y la noche antes me dejó un mensaje de voz diciendo que estaba de camino desde Dublín, pero no apareció. Así que la busqué por el pueblo, pregunté en todas las pensiones y, al no lograr dar con ella, me fui a dar un paseo por la orilla del estuario. Entonces fue cuando encontré el coche.

—¿Cómo estás tan seguro de que era su coche?

Jack abrió la bolsa que llevaba consigo.

—Porque esto estaba en el salpicadero —y dejó la carpeta encima de la mesa—. Igual que esto —dejó la agenda—, y esto —el teléfono móvil cargado—. Lo etiqueta todo, absolutamente todo. Registré su equipaje: toda la ropa, todos los calcetines, todo etiquetado. Es como si tuviera miedo de perder las cosas.

Judith guardó silencio.

—¿Registraste su equipaje? —Meneó la cabeza, confusa—. ¿Pero cómo se te ocurre llevarte todo esto? A lo mejor sólo estaba paseando, Jack. ¿ Y si vuelve a su coche y ve que le han robado todo? ¿Estás loco?

—Si es así tendré mucho de que disculparme, pero han pasado dos días enteros. Eso es mucho pasear.

Silencio mientras ambos recordaban cómo se había desesperado su madre después de dos días sin noticias de Donal.

—Llamé a Graham Turnen

—¿Qué te dijo? —preguntó Judith, y se tapó la cara con las manos. Volvía a empezar el mismo guión.

—Que como sólo habían pasado veinticuatro horas y aquello encajaba con su conducta habitual, que no pensaba que hubiera motivos para preocuparse.

—¿Por qué? ¿Cuál es su conducta habitual?

—Pues que entra y sale a su antojo, es muy reservada y no dice a nadie adonde va —resumió Jack con cansancio.

—Vaya. —Judith pareció aliviarse.

—Pero eso no significa que aparques tu coche en medio de los árboles de la orilla del estuario y lo dejes totalmente abandonado dos días. Eso es ligeramente distinto de ir y venir a tu antojo.

—A ver si lo he entendido —dijo Judith despacio—. ¿ La persona de las personas desaparecidas ha desaparecido?

Hubo un silencio.

Judith dejó que esta idea le diera unas cuantas vueltas por la cabeza mientras se acomodaba, hasta que la idea encontró un lugar donde se estableció a gusto. Luego adoptó un aire pensativo cuando movió la mandíbula de un lado para otro.

Entonces resopló y se echó a reír.

Jack se apoyó en el respaldo y cruzó los brazos. Se sentía ofendido, porque Judith se estaba partiendo de risa incontroladamente delante de sus narices. Rachel dejó de mamar y miró a su agitada madre, que ahora se enjugaba las lágrimas. Nathan dejó de jugar y se levantó para observar a su madre. Enseñó las encías y empezó a reírse, dando palmas con sus manos regordetas y sacudiendo el cuerpo con regocijo de las rodillas hacia arriba. Finalmente Jack notó que le cosquilleaban las comisuras de los labios y se sumó a ellos: se rio como un poseso ante lo ridículo de la situación y sintió un gran alivio al poder soltar se después de tanto tiempo, aunque sólo fuese momentáneamente. Una vez se hubieron calmado, Judith empezó a acariciar suavemente la espalda de Rachel con un ademán tan tranquilizador que hizo que a Jack le pesaran los párpados.

—Oye, Judith, a lo mejor Graham tiene razón. Quizá sí que se largó sin más. Igual pensó: al infierno con todo, y abandonó su coche, su teléfono, su agenda, su vida y renunció. A lo mejor está así de loca y es una lunática que hace cosas de este tipo cada dos por tres con la intención de regresar al cabo de un tiempo. Quizá se haya marchado para siempre, pero yo voy a encontrarla, ella va a encontrar a Donal y luego, si quiere, que renuncie. Después dejaré que se marche.

—¿De verdad piensas que esa mujer podría encontrar a Donal? —preguntó Judith, pensativa.

—Ella lo creía así.

—¿Y tú qué piensas?

Jack asintió en silencio.

—De modo que si la encuentras, estarás ayudando a encontrar a Donal. —Seguía sumida en sus pensamientos—. ¿Sabes?, anoche Willie y yo estuvimos mirando el álbum de fotos con los niños y Katie señaló a Donal y preguntó quién era. —Los ojos se le llenaron de lágrimas—. Ni Katie ni Nathan se acuerdan de él; nunca tendrán un recuerdo de él, y Rachel —miró al bebé que tenía en brazos—, Rachel ni siquiera sabe que existió. La vida sigue adelante sin Donal y él se está perdiendo todo esto. —Judith sacudió la cabeza.

Jack no sabía qué decir. En realidad, no creía que hubiera nada que decir. Los mismos pensamientos acudían a su mente cada segundo de cada día.

—¿Qué te hace estar tan seguro de que una mujer a quien ni siquiera conoces, una mujer de quien no sabes nada, sea capaz de encontrar a Donal?

—Fe ciega —dijo Jack sonriendo.

—¿Desde cuándo la tienes?

—Desde que hablé con Sandy por teléfono —contestó muy serio.

—¿No habría nada...? —Hizo una pausa y decidió preguntarlo igualmente—: ¿No habría nada entre vosotros, verdad?

—Había algo, pero no era nada.

—¿Desde cuándo algo es nada?

Jack suspiró y optó por obviar la pregunta.

—Gloria no sabe nada sobre Sandy. No es que haya algo que saber, pero no quiero que ella ni el resto de la familia sepan lo de la agencia.

Judith no estaba contenta.

—Por favor, Jude. —Le cogió la mano—. No quiero que todos pasen por esto otra vez. Sólo quiero probar por mi cuenta. Necesito hacerlo.

—Vale, vale. —Liberó la mano y se puso a la defensiva—. ¿Y qué vas a hacer ahora?

—Muy simple. —Metió la carpeta, la agenda y el teléfono en la bolsa—: Voy a ponerme a buscarla.