38

Iba a las reuniones de OCA todos los meses. Cada mes que iba era para mí otro mes que merecía estar con Gregory.

—¡Sandy!

Gregory me llamaba. Yo estaba en la planta baja de su casa, medio desnuda, a las dos y diez de la madrugada, revolviendo mi bolsa de fin de semana, que había dejado, como de costumbre, junto a la puerta de entrada.

—¡Sandy! —insistió.

Se oyó un golpe sordo y las tablas del suelo de arriba crujieron cuando saltó de la cama y cruzó la habitación. El pulso se me aceleró y mi búsqueda fue más frenética. Presionada porque Gregory venía hacia mí, di la vuelta a la bolsa y desparramé el contenido por el suelo. Cogí algunas prendas, las sacudí, revisé los bolsillos, las extendí en el suelo y las recorrí con la palma de la mano tratando de hallar el bulto escondido.

—¿Qué estás haciendo?

Su voz sonó detrás de mí y me sobresalté. El corazón me latía con fuerza, la adrenalina me ahogaba como si me hubiesen pillado in fraganti, como si estuviese haciendo algo ilegal, como robar, o inmoral, como engañarlo. Detestaba que me hiciera sentir que lo que hacía estaba mal. Su expresión era la misma que me había hecho huir de otros, la misma mirada que, curiosamente, todavía no me había impulsado a escapar de él. No del todo, al menos, aunque ya había salido corriendo unas cuantas veces.

La loción para después del afeitado que le compré cada una de las seis Navidades que habíamos pasado juntos lie naba la habitación. No le contesté. Me limité a extender mi uniforme azul marino de garda en el suelo y a palpar lo en busca de bultos inusuales.

—Hola —insistió—. Te estaba llamando.

—No te he oído —respondí.

—¿Qué estás haciendo?

—¿A ti qué te parece? —contesté con calma mientras pasaba la mano a lo largo de una pernera azul marino di' nailon.

—Yo diría que le estás dando un buen masaje a tu ropa. —Noté que caminaba por la sala de estar y que se sentaba delante de mí en el sofá, envuelto en el batín que le había regalado la última Navidad y calzado con las zapatillas de cuadros escoceses que le había regalado la anterior—. Estoy bastante celoso —murmuró. Yo seguía palpando los bolsillos.

—No encuentro mi cepillo de dientes —expliqué mientras vaciaba el neceser en el suelo. —Ya.

Me observaba en silencio, sentado, pero aun así me incomodé. Sus ojos acusadores me hacían sentir como si estuviese metiéndome drogas y no haciendo algo tan simple como buscar una cosa. Transcurrieron unos minutos y mi búsqueda no dio resultado.

—¿Sabes que tienes un cepillo de dientes en el cuarto de baño de arriba?

—Hoy he comprado uno nuevo.

—¿No te sirve el viejo?

—Las cerdas están muy blandas.

—Pensé que te gustaban las cerdas blandas. —Se pasó la mano por la barba.

Le sonreí. Siguió observándome un rato.

—Voy a preparar té. ¿Te apetece una taza?

Empleaba el mismo método que mis padres: ellos también solían mantener un tono distendido para fingir que todo iba bien, para evitar que captara vibraciones negativas y me entrara el pánico por haber perdido algo. Hace años eso pensaba yo. Ahora que era mayor había aprendido de Gregory que no era por mí por quien trataba de aligerar el ambiente, sino por sí mismo. Dejé de buscar y le observé moverse por la cocina como si tuviese la costumbre de preparar té cada madrugada a las dos. Le veía jugar a las casitas y fingir que era perfectamente normal y correcto que su novia intermitente estuviera sentada medio desnuda en la moqueta mientras vaciaba su bolsa en busca de un cepillo de dientes que tenía en el vaso del cuarto de baño de arriba. Le observé fingir para sí mismo y me enamoré de otro defecto que no sabía que tenía.

—A lo mejor se me cayó en el coche —pensé en voz alta.

—Está lloviendo, Sandy. No irás a salir ahora, ¿no?

No le hacía falta preguntarlo: sabía la respuesta, pero seguía interpretando el papel que le exigía su juego. Fingir que su novia eternamente leal iba a correr el riesgo de aventurarse en la noche lluviosa para buscar una cosa. Qué inusual, qué espantosamente raro, qué majadería tan ocurrente. Qué divertido.

Busqué por la sala de estar una chaqueta o una manta con la que cubrirme. No había ninguna. (Cuando me hallo en ese estado, aunque aparento serenidad, por dentro voy de un lado a otro corriendo y gritando, ansiosa por marcharme, marcharme, marcharme.) Subir al dormitorio y ponerme algo de ropa me llevaría demasiado tiempo, retrasaría el hallazgo unos minutos preciosos. Miré a Gregory, que servía agua hirviendo en un tazón muy original que le había regalado la Navidad anterior. Obviamente, se fijó en la desesperada búsqueda de mis ojos, en mi silenciosa petición de ayuda. Reaccionó con su acostumbrada naturalidad:

—Vale, vale —levantó las manos rindiéndose—, te presto el batín.

En realidad yo no había pensado en su batín.

—Gracias. —Me puse de pie y corrí hasta la cocina.

Se aflojó el cinturón, se quitó el batín y me lo alcanzó: las únicas prendas que vestía eran las zapatillas de cuadros escoceses y la cadena de plata que le había regala do por su cuarenta cumpleaños el año anterior. Me reí y cogí el batín, pero él no lo soltó. Lo sujetó con fuerza, y se puso serio.

—Por favor, Sandy, no salgas.

—Gregory, no... —farfullé sin dejar de tirar del batín. No quería volver a tener la discusión de siempre, no que ría pasar por todo aquello otra vez, hablar sin llegar a ninguna parte, no resolver nada y al final disculparse por los insultos lanzados entre las cuestiones importantes.

Arrugó la cara.

—Por favor, Sandy, te lo ruego. ¿No podemos volver a la cama? Me tengo que levantar dentro de cuatro horas.

Dejé de tirar del batín y le miré. Estaba desnudo delante de mí, pero tenía una expresión muy elocuente pintada en la cara. Fuese lo que fuese lo que decía su expresión, su manera de mirarme, la manera en que ansiaba que no le abandonara, algo en mi interior dejó de luchar.

Solté el batín.

—De acuerdo. —Me di por vencida—. De acuerdo —repetí, más para mí esta vez—. Vamos a la cama.

Gregory mostró sorpresa, alivio y confusión en una misma mirada, pero no forzó la situación ni cuestionó nada. No deseaba arruinar aquel momento, no pretendía estropear el sueño y volver a espantarme. En lugar de eso me cogió de la mano y subimos al dormitorio sin preocuparnos por mi ropa y mi neceser, esparcidos por el suelo junto a la puerta. Por primera vez di la espalda a la situación y miré en otra dirección. Era apropiado que, en aquel momento, fuese Gregory quien me llevara de la mano.

Ya en la cama, apoyé la cabeza sobre su cálido pecho; notaba los latidos de su corazón bajo mi mejilla y su aliento en lo alto de mi cabeza. Me sentí amada y segura, y pensé que mi vida no podía ser más perfecta y maravillosa. Antes de dormirnos, me susurró que recordara aquella sensación. Por un momento pensé que se refería a que estábamos juntos, pero a medida que la noche fue avanzando y me volví a inquietar, entendí que había querido decir que recordara la sensación de abandonar una búsqueda y el motivo que había dictado aquella decisión. Tenía que aferrarme a eso, guardarlo en mi memoria y apelar a ello cada vez que el impulso asomara a su cabeza.

Estaba inquieta aquella noche. Sólo tenía intención de volver a bajar y recoger mis cosas. Y una vez lo hube hecho, sólo deseé salir a la noche lluviosa para registrar mi coche. Pero al ver que el cepillo no estaba allí, olvidé la sensación a la que había intentado aferrarme cuando estaba entre los brazos de Gregory en la cama de Gregory.

Aquella mañana se despertó solo. Me duele imaginar lo que pensó cuando alargó el brazo y su mano se apoyó en las sábanas frías. Entretanto, mientras Gregory dormía, fingiendo en sus sueños que yo estaba a su lado en la cama, yo había regresado a un frío estudio para encontrar mi cepillo de dientes. Allí estaba, encima de la mesa, en su tunda. Por una vez no me consoló hallar lo que buscaba. Me sentí más vacía que antes. Parecía que cuantas más cosas encontraba cuando estaba con Gregory, más cosas perdía en mi fuero interno. Estaba sola en la cama a las cinco de la madrugada tras haber abandonado el cálido lecho de un hombre al que amaba y que me correspondía. Un hombre que, de resultas de mi comportamiento, dejó de contestar a mis llamadas. Un hombre que, después de trece años de desear aprender cuanto hubiese que aprender acerca de mí, finalmente había tirado la toalla y ya no quiso saber nada más.

También yo renuncié a él por un tiempo, hasta que me sentí demasiado sola, demasiado cansada, y el corazón me dolía demasiado de fingir que prefería una sucesión de nadas con nadie que un único episodio de algo con alguien. Aquella mañana rae dije que me aferraría a esa sensación, que recordaría la insensatez de renunciar a la calidez para caminar sola en el frío, la ridícula soledad de abandonar algo a cambio de nada.

Aceptó reanudar la relación con una condición: que admitiera mis problemas y asistiera a una reunión mensual que se llamaba OCA. La primera cosa que aprendes en OCA es que no puedes estar allí por otra persona: tienes que hacerlo por ti. Fue una mentira desde el mismísimo comienzo. Cada mes que acudía a la reunión era un mes más que pasaba con Gregory, con un Gregory más feliz, feliz de saber que iba dando los pasos, doce en concreto, para recuperarme. Se engañaba a sí mismo otra vez, ya que para todos era evidente que mi comportamiento no había cambiado en absoluto. En el fondo de mi corazón yo sabía que no era como los demás asistentes. Me parecía absurdo que pensara que yo tuviese algo que ver con personas que antes de acostarse se lavaban y frotaban durante horas hasta casi sangrar y que por la mañana repetían la misma operación antes de irse a trabajar. O que tuviera algo en común con la mujer que se hacía diminutos cortes en los brazos con una cuchilla de afeitar, o con el hombre que tocaba, contaba, ordenaba y acumulaba cuantas cosas aparecían en su camino. Yo no era como ellos. Mi dedicación no era una obsesión. Había una diferencia. Yo era diferente.

Después de años y más años de asistir a las reuniones seguía siendo igual que cuando, a los veintiún años, me sentaba cada semana en los escalones de cemento delante del edificio de la consulta del doctor Burton, con los codos en las rodillas y el mentón apoyado en las manos, y miraba la vida pasar mientras esperaba para cruzar la calle.

Gregory siempre cruzaba la calle y se sentaba a mi lado. Ahora me doy cuenta de que ni una sola vez nos encontramos a medio camino. Y creo recordar que nunca le di las gracias.

Pero ahora le diría que lo siento. Y lo grito mil veces al día desde este sitio al que sus oídos no llegan. Digo gracias y perdón y lo grito entre los árboles, en lo alto de los montes, derramo mi amor en los lagos y lanzo besos al viento con la esperanza de que lleguen hasta él.

Iba a las reuniones de OCA todos los meses. Cada mes que iba era para mí otro mes que merecía estar con Gregory.

Aquel mes no fui.