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—Hola. Espero haber marcado correctamente el número de Mary Stanley —dijo Jack a un contestador—. Me llamo Jack Ruttle. Usted no me conoce, pero he estado tratando de ponerme en contacto con Sandy Shortt, con quien me consta que usted ha hablado hace poco. Sé que esta llamada le parecerá extraña, pero si tiene noticias de ella o sabe adónde ha ido, le ruego tenga la bondad de llamarme al número...
Jack suspiró y probó suerte con otro número. A su alrededor, en aquel soleado día en Dublín, había gente tumbada en la hierba de St. Stephen s Green. Los patos se acercaban a su banco en busca de las migas de pan que habían caído al suelo cuando unos paseantes les daban de comer. Graznaban, picoteaban y volvían a zambullirse en el agua refulgente, y aquellos movimientos distraían momentáneamente a Jack. Después de pasar más de una hora tratando de orientarse en el sistema viario de dirección única de Dublín, donde había quedado atrapado en varios atascos, por fin se las había arreglado para encontrar aparcamiento a la vuelta de la esquina del parque de St. Stephen's Green. Tenía una hora libre antes de su sesión con el doctor Burton, circunstancia que cada vez le estaba poniendo más nervioso. Si a Jack, en el mejor de los casos, no se le daba bien hablar de sus sentimientos con nadie, no diríamos ya una hora entera de indagaciones en su cerebro con un psiquiatra a la caza de falsas preocupaciones, y todo con el único propósito de obtener información acerca de Sandy Shortt. Él no era el detective Colombo, y se estaba empezando a cansar de buscar maneras enrevesadas de conseguir respuestas.
Llevaba toda la mañana llamando a los números de teléfono de la agenda de Sandy. Había dejado mensajes a cuantos habían estado en contacto con ella durante los últimos días y a aquellos con los que se había citado en las semanas recientes. Pero no había conseguido nada. Hasta el momento había dejado seis mensajes de voz, había hablado con dos personas que se mostraron extremadamente reacias a facilitar información y además se había tenido que tragar la larga perorata de su casero, que estaba que echaba chispas, más enojado por no haber cobrado aún el alquiler de aquel mes que preocupado por el paradero de Sandy.
—Permíteme un consejo, hijo, antes de que esa chica te parta el corazón —había mascullado—. A no ser que quieras esperar un día tras otro a que vuelva, te sugiero que cortes con ella ahora mismo. No eres el único, lo sé de buena tinta. —Se rio con ganas—. No te dejes engañar. Se los trae cada dos por tres pensando que no la oímos. Yo estoy justo encima; la oigo entrar y salir. Toma buena nota de lo que te digo: volverá dentro de unos días y se preguntará a qué viene tanto alboroto, seguramente pensará que ha estado fuera dos horas en vez de dos semanas. Lo hace siempre. Pero si la ves antes de eso, dile que me pague cuanto antes o la pondré de patitas en la calle.
Jack suspiró. Si iba a darse por vencido, aquél era el momento para hacerlo. Pero no podía. Allí estaba él, en Dublín, a pocos minutos de reunirse con alguien que teóricamente sabía más sobre lo que ocurría en la cabeza de Sandy que ninguna otra persona. No deseaba abandonarlo todo y emprender el regreso con las manos vacías. La idea que tenía de Sandy estaba cambiando. A través de sus conversaciones por teléfono se había creado una imagen mental de ella: organizada, formal, amante de su trabajo, habladora, afable. Pero cuanto más escarbaba en su vida más se alteraba esa imagen de ella. Seguía siendo todas esas cosas pero se añadían más. Se estaba volviendo más real a sus ojos. No era un fantasma al que tratara de dar caza; era una persona real, compleja, múltiple, no tan sólo la servicial desconocida con quien había hablado por teléfono. Quizás el garda Turner tuviera razón, tal vez se había hartado de todo y se estaba escondiendo del mundo por un tiempo, pero eso era algo que su terapeuta sin duda sabría.
Justo cuando iba a marcar otro número, su teléfono sonó.
—¿Hablo con Jack? —preguntó una mujer en voz baja.
—Sí-contestó él—. ¿Quién es?
—Soy Mary Stanley. Me ha dejado un mensaje acerca de Sandy Shortt.
—Ah, sí, Mary, hola. Muchas gracias por devolverme la llamada. Sé que era un mensaje un tanto peculiar.
—Sí... —Se mostró cautelosa, igual que los demás, indecisa ante aquel desconocido que buscaba a su amiga sin una razón clara.
—Puede confiar en mí, Mary. No tengo intención de hacerle daño a Sandy. No sé hasta qué punto la conoce, si es usted familiar o amiga, pero deje que me explique primero. —Le refirió la historia de cómo se había puesto en contacto con Sandy, cuándo habían acordado encontrarse, de su encuentro fortuito en la gasolinera y de cómo no había vuelto a saber de ella. Omitió el motivo de su reunión con ella, ya que le pareció que era irrelevante—. No quisiera sembrar la alarma —prosiguió Jack—, pero he estado llamando a personas con quienes parece que ha mantenido un estrecho contacto, sólo para saber si la han visto o han tenido noticias de ella últimamente.
—Esta mañana he recibido una llamada del garda Gra-ham Turner —dijo Mary, y Jack no estuvo seguro de si era una pregunta o una afirmación. Seguramente se trataba de ambas cosas.
—Sí, me puse en contacto con él. Estoy preocupado por Sandy.
Jack había llamado al garda Turner aquella misma mañana para contarle que había encontrado el reloj de Sandy. Confiaba en que eso le hiciera reaccionar y, obviamente, había sido así.
—Yo también estoy preocupada —dijo Mary, y Jack aguzó el oído.
—¿Cómo se explica que la llamara? —preguntó Jack, que en realidad quería decir otra cosa: ¿quién es usted y qué relación tiene con Sandy?
—¿Quién más figura en su lista de llamadas? —preguntó pensativa, ignorando su pregunta.
Jack abrió su libreta de notas.
—Peter Dempsey, Clara Keane, Ailish O'Brien, Tony Watts... ¿Quiere que siga?
—No, es suficiente. ¿Ha echado mano de una agenda de Sandy?
—Se dejó el teléfono y la agenda. Eran los únicos cabos de los que tirar para encontrarla —explicó Jack en un intento de no sonar culpable.
—¿Ha desaparecido alguien que usted conoce? —Su tono no fue amable ni áspero, pero Jack se quedó desconcertado ante una pregunta tan directa, como si la gente desapareciera continuamente.
—Sí, mi hermano Donal —contestó, y se le hizo un nudo en la garganta igual que cada vez que mencionaba a su hermano.
—Donal Ruttle; sí, es cierto. Recuerdo haberlo leído en la prensa —dijo Mary, y volvió a guardar silencio—. Todos los nombres que ha mencionado son de personas con algún familiar desaparecido —explicó Mary—, igual que yo. Mi hijo Bobby desapareció hace tres años.
—Lo siento mucho —dijo Jack en voz baja. Pensó que tenía sentido que todas las llamadas recientes de Sandy estuvieran relacionadas con su trabajo; todavía no había tropezado con ningún amigo suyo.
—No se disculpe. No es culpa suya. A ver si lo he entendido bien: ¿nosotros movilizamos a Sandy para que nos ayudara a encontrar a nuestros seres queridos y ahora usted nos está movilizando para que le ayudemos a encontrar a Sandy?
Pese a que estaba al teléfono, Jack se ruborizó.
—Sí, supongo que sí.
—Bien, me da igual si los demás ya le han contestado o no, yo hablaré en su nombre. Puede contar con nosotros. Sandy es muy especial para todos nosotros; haremos cuanto podamos por ayudar a encontrarla. Cuanto antes la encontremos, antes podrá encontrar a mi Bobby.
Era exactamente lo mismo que pensaba Jack.
Incapaz de dormir durante el resto de la noche, estuve cavilando sobre el paradero de mi reloj. Las posibilidades llegaron a marearme, porque si yo había venido a parar aquí, había un sinfín de lugares en los que podía imaginar que estaba mi reloj. Justo cuando empezaba a fantasear con un mundo donde los relojes comían, dormían y se casaban, con relojes de abuelo jefes de estado, relojes de bolsillo intelectuales, relojes sumergibles que vivían en las aguas, relojes de diamantes aristócratas y relojes digitales que eran meros trabajadores, la entrada furtiva de Joseph en la casa me vino a interrumpir. Le había estado observando durante lo que calculé que sería más de una hora; le veía recorrer el camino, con aspecto ingenuo y resuelto, en sus intentos por hallar mi reloj. Ahora sabía qué pinta tenía yo durante mis búsquedas, concentrada en la tarea, completamente ajena al mundo que me rodeaba y, sobre todo, ajena a la persona escondida detrás de un árbol cercano.
Media hora después de haberme metido de nuevo en la cama, Joseph entró silenciosamente —aunque no lo suficiente— en la casa. Pegué mi oreja a la pared para intentar descifrar el murmullo de su voz y la de Helena en la habitación contigua. Noté la calidez de la madera en la mejilla y cerré los ojos un momento, atravesada por la añoranza y el deseo del cálido pecho palpitante sobre el que solía apoyar mi cabeza cuando estaba acostada. Luego se hizo el silencio y decidí salir de la casa antes de que alguien volviera a despertarse. Allí dentro me sentía como un león enjaulado.
En la calle estaban montando los puestos del mercado para otro ajetreado día de trueques y regateos. Las bromas subidas de tono se mezclaban con el canto de los pájaros, las risas y los gritos, mientras por todas partes se abrían y se apilaban cajones y cajas. Cerré los ojos, afectada por mi segundo ataque de nostalgia de ese día, y me imaginé de niña, cogida de la mano de mi madre, paseando entre los puestos de los campesinos en la plaza del mercado de Carrick-on-Shannon; pude percibir el chispeante aroma de las frutas y las verduras, tan maduras y vistosas que atraían a todo el mundo a tocarlas, olerías y probarlas. Abrí los ojos y volví a estar aquí.
Llegué ante el edificio de Objetos Perdidos y me fijé en que la imagen allí tallada era más colorista e ingeniosa: dos calcetines desparejados, uno amarillo con lunares rosas y otro granate con rayas naranjas. Recordé cuando Gregory y yo fuimos al baile de despedida del colegio y me reí. Una cara que me resultó familiar se asomó a la ventana, y de inmediato dejé de reírme: me sentía como si acabara de ver un fantasma. Era joven, calculé que tendría unos diecinueve años. Me sonrió con picardía, me saludó con la mano y se esfumó de la ventana para aparecer enseguida por la puerta, ahora abierta, como la sonrisa del gato de Cheshire. Así que éste era el Bobby de Objetos Perdidos que Wanda y Helena habían mencionado.
—Hola. —Apoyó un hombro contra el marco de la puerta, cruzó una pierna sobre la otra y me tendió ambas manos—. Bienvenida a Objetos Perdidos.
Me reí.
—Hola, señor Stanley.
Me miró intrigado al ver que sabía su nombre, pero no dejó de sonreír. —¿Y tú eres?
—Sandy —contesté. Me habían dicho que era todo un personaje, que siempre estaba de broma. Había visto infinidad de vídeos domésticos en los que aparecía él actuando ante la cámara, desde los seis a los dieciséis años, justo antes de su desaparición—. Estabas en mi lista-expliqué—, para las pruebas de ayer, y no te presentaste.
—¡Ah! —Pese a la aclaración me siguió estudiando con curiosidad—. Me han hablado de ti.
Dejó de apoyarse contra el marco de la puerta y bajó las escaleras tan campante, con las manos en los bolsillos. Se detuvo justo delante de mí, cruzó los brazos, se llevó una mano al mentón y empezó a caminar a mi alrededor, lentamente.
Me reí.
—¿Qué te han dicho de mí?
Giré el tronco hacia él, ya que se había detenido detrás de mí.
—Dicen que sabes cosas. —¿Eso dicen?
—Eso dicen —repitió, y siguió caminando a mi alrededor. Cuando hubo completado el círculo se paró y volvió a cruzar los brazos. Sus ojos azules brillaban. Era tal como su madre lo había descrito, orgullosa—. Dicen que eres la adivina de Aquí.
—¿Quiénes lo dicen? —pregunté.
—Los... —miró alrededor para asegurarse de que no hubiese nadie escuchando; bajó la voz hasta que no fue más que un susurro—... aspirantes.
—Ah —asentí con una sonrisa—. Ellos.
—Sí, ellos. Tenemos mucho en común —dijo misteriosamente.
—¿En serio?
—En serio —repitió—. Dicen, y cuando digo «dicen» me refiero a —volvió a mirar a derecha e izquierda antes de susurrar— los aspirantes, dicen que eres la persona a quien acudir si quieres saber ciertas cosas.
Me encogí de hombros.
—A lo mejor sé ciertas cosas.
—Bien, pues yo soy la persona a quien acudir si quieres obtener ciertas cosas.
—Bien, por eso estoy aquí. —Sonreí.
Se puso serio, o eso me pareció.
—¿Para qué? ¿Has venido para obtener algo o para hacerme saber algo?
Medité la respuesta, pero no la dije en voz alta.
—¿No piensas invitarme a entrar? —pregunté.
—Por supuesto. —Sonrió y dejó de actuar—. Soy Bobby —me tendió la mano—, aunque eso ya lo sabes.
—En efecto —sonreí—. Soy Sandy Shortt.
Le estreché la mano. La noté blanda y, al levantar la vista, vi que se había puesto muy pálido.
—¿Sandy Shortt? —preguntó de nuevo.
—Sí. —El corazón empezó a palpitarme—. ¿Por qué, qué tiene de malo?
—¿Sandy Shortt de Leitrim, Irlanda?
Solté su mano fláccida y tragué saliva. No contesté. Me pareció que no era necesario. Bobby me cogió del brazo y me condujo hacia la escalera.
—Te he estado esperando.
Miró por encima del hombro una última vez para asegurarse de que nadie estuviera observando. Luego me arrastró al interior y cerró la oficina de Objetos Perdidos.