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Bobby no estaba de humor para comentar la llegada de su risa a la atmósfera de Aquí la noche anterior, pero no fue preciso que dijera palabra; estaba claro que su espíritu vigoroso había perdido todo el aire, y lo único que quedaba era un armazón desinflado. Me partía el corazón verle así, ver un pájaro que podía volar tan alto y ahora yacía vencido en el suelo, con un ala rota que le impedía volar. Las pocas veces que había intentado sacar el tema sólo había conseguido que Bobby se hundiera aún más. No oí ni un lamento, no vi ni una lágrima; era su silencio el que gritaba las palabras que no podía ni quería pronunciar. Al parecer iba a concentrarse en mis problemas hasta que se sintiera preparado para hacer frente a los suyos, una manera de afrontar la vida que no me era del todo ajena.

—¿Por qué dejas siempre tu bolsa al lado de la puerta? —preguntó. Acabábamos de entrar en su tienda y hablaba por primera vez. Seguí la mirada de Bobby hasta mi bolsa o, mejor dicho, la bolsa de Bárbara Langley, que había dejado distraídamente junto a la puerta. Igual que cuando un vaquero en una película del oeste ata su caballo ante la puerta del bar, la bolsa me esperaba allí por si había que salir por piernas; la dejaba allí para poder soportar la claustrofobia que sentía en casa y en compañía de personas con quienes no estaba del todo a mis anchas, mis padres incluidos. Gregory incluido. Mi propia casa incluida. Pocos eran los lugares en los que guardaba mi bolsa conmigo. Miraba a la puerta, veía mi bolsa y me sentía segura al saber que había una vía de escape y que, como prueba, mil pertenencias no estaban lejos de la salida hacia la libertad

Me encogí de hombros mientras contestaba:

—Pura costumbre.

Fue curioso comprobar que todas las complicaciones de mi vida y mi compleja naturaleza podían reducirse a un gesto y dos palabras. Qué vanas podían ser las palabras

Bobby no estaba de humor para seguir preguntando, así que fuimos al almacén donde guardaba mis cajas.

—Bien —rompí el silencio y miré a Bobby, que tenia la vista perdida, como si nunca hubiese estado en aquel cuarto—, ¿qué hemos venido a hacer aquí? —pregunte

—Vamos a vaciar tus cajas.

—¿Por qué?

No contestó; pero no porque me hubiese ignorado, sino porque al parecer no me oyó. Ahora tenía otras cosas que oír. Empezó a vaciar la caja de arriba, y Mr. Pobbs fue el primer objeto que dejó en el suelo, con mucho cuidado. Colocó todos los demás en una hilera de pared a pared; luego pasó a la caja siguiente e hizo lo mismo. Le eché una mano, aunque no entendía qué estábamos haciendo. Al cabo de veinte minutos mis pertenencias de Aquí estaban perfectamente alineadas en seis filas sobre el suelo de nogal. Miré cada cosa y no pude evitar sonreír. Cada una de ellas, desde la impersonal grapadora hasta el personalísimo Mr. Pobbs, abría una puerta a recuerdos hasta entonces guardados bajo llave.

Bobby me estaba mirando.

—¿Qué pasa? —pregunté.

—¿No notas nada?

Volví a recorrer las filas con la vista: Mr. Pobbs, la grapadora, una camiseta, veinte calcetines desparejados, la pluma grabada, el expediente que tantos problemas me causó cuando lo perdí... ¿Estaba pasando algo por alto? Me volví hacia él y le miré inquisitivamente.

—¿Y el pasaporte? —Su voz sonó apagada.

Miré de nuevo, ya con una sonrisa en la cara. Cuando tenía quince años mis padres organizaron unas vacaciones en las montañas de Austria, pero la noche antes de irnos no encontramos mi pasaporte por ninguna parte. Aquel viaje no me apetecía lo más mínimo. Durante meses no había hecho otra cosa que protestar. Una semana fuera significaba perderse dos sesiones con el señor Burton, pero no sólo eso: ocurre que cualquier miedo, cualquier fobia irracional, tiende a afectar a la vida cotidiana. Hacía tiempo que no disfrutaba viajando debido a mi miedo a perder cosas, ya que si perdía algo en un lugar como Austria, lugar en el que nunca había estado y al que con toda probabilidad no volvería jamás, bueno, ¿cómo demonios iba a encontrarlo? La noche en que perdí mi pasaporte experimenté un repentino cambio de opinión. Quería encontrar el pasaporte y quería ir de viaje. Cualquier cosa con tal de no perder otra de mis pertenencias.

El viaje fue cancelado, puesto que era demasiado tarde para cambiar las fechas o para sacarme un pasaporte provisional. Sin embargo, por una vez, mis padres se quedaron tan cortados como yo después de haberlo buscado con un empeño comparable al mío. Encontrarlo aquí al cabo de tanto tiempo, hecho trizas y con una deslucida foto de cuando tenía once años, había sido un acontecimiento memorable. Pero a medida que miraba el suelo la sonrisa se me fue desdibujando. Ya no estaba allí.

Pasé por encima de las hileras de cosas y no pude evitar golpear alguna; tenía prisa por alcanzar el resto de cajas de cartón, que al instante registré como una posesa. Bobby salió del cuarto para dejarme sitio, o eso pensé, pero regresó con una cámara Polaroid. Me hizo señas para que me apartara. Le obedecí. Apuntó con la cámara al suelo y disparó; a continuación retiró la foto cuadrada, la sacudió, la examinó y la metió en una carpeta de plástico.

—Encontré esta cámara hace años —explicó con tristeza—. Es difícil conseguir los carretes. Ni siquiera sé si los siguen fabricando, aunque de vez en cuando me tropiezo con cajas llenas de carretes que funcionan bien. Debo ser cuidadoso con las fotos que saco; no puedo desperdiciarlas. No me importa ir con cuidado, pero resulta difícil saber qué instante de toda una vida de instantes es muy especial. A menudo, cuando te das cuenta de lo valiosos que son esos segundos es demasiado tarde para capturarlos, porque el momento ya ha pasado. Casi siempre nos damos cuenta demasiado tarde. —Se quedó callado un momento, sumido en sus pensamientos, paralizado como si se hubiese quedado sin pilas. Le toqué el brazo y levantó la vista, sorprendido de verme en el cuarto. Bajó la mirada a la cámara que tenía en las manos y también le sorprendió verla. Entonces reaccionó, sus ojos recobraron vida y pro siguió—: El carrete se coloca así. A partir de ahora saca fotos cada mañana de lo que hay en el suelo. —Me pasó el aparato y antes de marcharse agregó—: Y luego te sugiero que empieces a sacar las otras fotos.

—¿Qué otras fotos?

Se detuvo en el umbral y de pronto pareció más joven de lo que era, como un niño perdido.

—No sé muy bien qué está pasando aquí, Sandy. No sé por qué estamos todos aquí, cómo llegamos ni qué se supone que estamos haciendo aquí. En realidad, tampoco lo sabía cuando estaba en casa con mi madre. —Sonrió—. Pero por lo que veo, tú seguiste a tus cosas hasta aquí, y ahora, día tras día, están desapareciendo. No sé adónde están yendo, pero sea donde sea, te sugiero que cuando aparezcas allí tengas pruebas de que has estado aquí. Pruebas de que existimos. —Su sonrisa vaciló—. Ahora estoy muy cansado, Sandy. Voy a acostarme. Nos veremos a las siete para ir a la reunión del consejo.