21

Desperté sin saber muy bien cuántas horas había dormido y encontré a mi lado, sobre el brazo del sofá, a una niña de pelo negro crespo y alborotado, observándome con los mismos ojos penetrantes de su abuelo.

Me sobresalté. Ella sonrió. Dos hoyuelos se hundieron en su piel amarilla y sus ojos se aclararon hasta un marrón oscuro.

—Hola —dijo alegremente.

Eché un vistazo a la habitación, ahora completamente oscura salvo por la luz naranja que se colaba por debajo de la puerta de la cocina e iluminaba el suelo lo justo para distinguir los objetos y a la niña que tenía ante mí. Al otro lado de la ventana del fregadero, el cielo era negro, estrellas, las mismas a las que nunca prestaba la más mínima atención cuando estaba en casa, colgaban en lo alto como luces de Navidad en un pueblo de juguete.

—Bueno, ¿no piensas decirme hola? —preguntó alegremente la vocecita.

Suspiré; nunca había tenido tiempo para los niños. Incluso había detestado ser niña de pequeña.

—Hola —dije con desinterés.

—¿Ves? No ha sido tan duro, ¿verdad?

—Insoportable.

Bostecé y me desperecé. La niña saltó del brazo del sofá y cayó en la otra punta, aplastándome los pies al hacerlo.

—¡Au! —me quejé, y doblé las piernas.

—No he podido hacerte daño —dijo. Bajó la cabeza y me miró dubitativa.

—¿Cuántos años tienes, ciento noventa? —pregunté, mientras me abrigaba con la manta como si ésta fuese a protegerme de ella.

—Si tuviera ciento noventa estaría muerta —contestó con cara de fastidio.

—Eso sí que sería una lástima.

—No te caigo bien, ¿verdad? —preguntó.

Lo medité un instante.

—No mucho.

—¿Por qué no?

—Porque te has sentado en mis pies. —Ya no te caía bien antes de que me sentara en tus pies.

—Cierto.

—Casi todos piensan que soy mona —suspiró. —¿En serio? —pregunté con fingida sorpresa—. Yo no tengo esa impresión. —¿Por qué no?

No dio muestras de sentirse ofendida, sólo más interesada.

—Porque mides un metro y te faltan los dientes de delante.

Cerré los ojos deseando que se marchara y apoyé la cabeza contra el respaldo del sofá. El punzante dolor de cabeza se había disipado, pero el parloteo del otro extremo del sofá sin duda lo haría regresar con renovada fuerza.

—No voy a ser así siempre, ¿sabes? —dijo, tratando de gustarme.

—Eso espero, por tu bien.

—Yo también —suspiró, y apoyó la cabeza en el respaldo del sofá, imitándome.

La contemplé en silencio, a la espera de que pillase la indirecta y se marchase. Me sonrió.

—La impresión que doy a casi todo el mundo es que nunca tengo ganas de hablar-insinué.

—¿De verdad? A mí no me das esa impresión —repitió mis palabras, aunque pronunciaba con dificultad por culpa de los dientes que le faltaban.

Me reí.

—¿Qué edad tienes?

Levantó una mano y mostró cuatro dedos y un pulgar. —¿Cuatro dedos y un pulgar? —pregunté. Frunció el ceño y se miró la mano; movía los labios al contar.

—¿Hay un colegio especial al que vayan los niños para aprender a hacer eso? —ironicé—. ¿No puedes limitarte a decir «cinco»?

—Puedo decir «cinco».

—¿Y entonces? ¿Crees que levantar la mano es más mono?

Se encogió de hombros.

—¿Dónde están todos? —pregunté.

—Durmiendo. ¿Tenías televisión? Aquí tenemos televisiones, pero no funcionan.

—Qué latazo.

—Sí, un latazo —suspiró afectadamente, aunque no creo que le importase—. Mi abuela dice que hago muchas preguntas, pero me parece que tú haces más.

—¿Te gusta hacer preguntas? —De repente me mostré interesada—. ¿Qué clase de preguntas?

Se encogió de hombros.

—Preguntas normales.

—¿Sobre qué?

—Sobre todo.

—Sigue haciendo preguntas, Wanda, y quizás un día consigas salir de aquí. —Vale.

Nos quedamos en silencio. —¿Por qué voy a querer irme de aquí? Al parecer no eran preguntas tan normales, después de todo.

—¿Te gusta estar aquí?

Echó un vistazo a la habitación.

—Prefiero mi habitación.

—No, me refiero a este pueblo —señalé hacia la ventana—, el lugar donde vives. Dijo que sí con un gesto. —¿Qué haces durante el día? —Jugar. —Qué cansado. Volvió a asentir.

—A veces. Aunque pronto empezaré a ir al colegio. —¿Hay colegio aquí?

—Aquí no. —Wanda no lograba ir más allá de aquella habitación.

—¿Qué hacen tus padres durante el día?

—Mamá trabaja con el abuelo.

—¿Es carpintera también?

Sacudió la cabeza.

—No tenemos coche.

—¿Qué hace tu padre?

Se encogió de hombros.

—Mamá y papá dejaron de gustarse. ¿Tienes novio? —No.

—¿Has tenido?

—He tenido más de uno.

—¿A la vez?

No contesté.

—¿Por qué no estás con ninguno de ellos ahora? —Porque dejaron de gustarme. —¿Todos ellos? —Casi todos.

—Vaya, eso no está muy bien. —No... —Mi mente divagó—. Supongo que no. —¿Eso te pone triste? Mamá se pone triste. —No, no me pone triste.

Reí forzadamente, incómoda por su mirada y su indiscreción.

—Pareces triste —dijo.

—¿Cómo voy a parecer triste si me estoy riendo? Volvió a encogerse de hombros. Por eso detestaba a los niños; en sus mentes había muchos espacios vacíos y no las suficientes respuestas. Y ése era el motivo exacto por el que había odiado mi propia niñez. Siempre había lagunas de conocimiento en lo que ocurría, y rara vez tropezaba con un adulto capaz de darme explicaciones.

—Wanda, para ser una persona que hace tantas preguntas sabes muy pocas respuestas.

—Hago preguntas diferentes a las tuyas. —Frunció el ceño—. Sé un montón de respuestas.

—¿Como cuáles?

—Como... —rebuscó en su mente—, la razón por la que nuestro vecino, el señor Ngambao, no trabaja en los campos es porque tiene dolor de espalda.

—¿Dónde están los campos?

Señaló hacia la ventana.

—Por ahí. Allí es donde crece nuestra comida y luego todo el mundo va al comedor tres veces al día a comérsela.

—¿Todo el pueblo come junto? Asintió.

—La mamá de Petra trabaja allí pero yo no quiero trabajar allí cuando sea mayor, y tampoco en los campos. Yo quiero trabajar con Bobby —dijo en tono soñador—. El papá de mi amiga Lacey trabaja en la biblioteca.

Busqué la importancia de su frase, pero no supe hallarla.

—¿Alguien se ha planteado alguna vez dedicarse a algo más provechoso, como intentar largarse de aquí? —pregunté con agudeza, más bien a mí misma.

—Hay gente que intenta marcharse —dijo—, pero no puede. No hay salida, pero como aquí estoy a gusto no me importa. —Bostezó—. Estoy cansada. Me voy a la cama. Buenas noches. —Bajó del sofá y se dirigió a la puerta arrastrando una manta—. ¿Esto es tuyo? —Se detuvo y se agachó para recoger algo del suelo. Lo sostuvo en alto y lo vi brillar con la luz que se filtraba por debajo de la puerta.

—Sí-suspiré, mientras cogía mi reloj de sus manos.

La puerta se abrió y la habitación se llenó de luz naranja, lo que me obligó a cerrar los ojos. Luego oí cómo se cerraba otra vez y me quedé sola en la oscuridad, con las palabras de una niña de cinco años resonando en mis oídos: «Hay gente que intenta marcharse, pero no puede. No hay salida...»

Esa era la otra cosa que detestaba de los niños: siempre decían exactamente aquello que en el fondo ya sabías, nunca admitirías y casi seguro no querrías oír.