13

Helena echó otro tronco al fuego moribundo, del que se levantó un remolino de brasas volátiles en torno a la columna de humo. Las llamas despertaron de las ascuas y perezosamente comenzaron a trepar por el tronco, irradiando calor hacia donde estábamos.

Había estado hablando durante horas, refiriéndole con todo detalle lo que conocía sobre la vida de su familia. Un sentimiento insólito me invadió en cuanto comprendí con quién estaba. Me asaltaba en oleadas, y cada oleada me serenaba, haciendo que los párpados me pesaran un poco más, provocando que mi mente funcionara un poquito más despacio y que la tensión de mis músculos se relajara. Sólo era un poquito, sí, pero ya era algo.

Durante toda mi vida la gente había insistido en que mis preguntas eran irrelevantes, y mi excesivo interés por los casos de personas desaparecidas, innecesario. Pero aquí, en medio del bosque, cada una de las preguntas absurdas, embarazosas, irrelevantes e innecesarias que alguna vez había formulado sobre Helena Dickens tenían suma importancia para ella. Entendí que había existido un motivo para mis interminables búsquedas, para el continuo interrogatorio a mí misma y a los demás. Y lo más increíble de todo era que no había sólo un motivo: tumbados junto a mí, alrededor de la hoguera, había otros cuatro.

Buf, qué alivio. Ese era el sentimiento. La primera sensación de alivio que mi mente registraba desde que tenía diez años.

Empezaba a clarear. Las puntas de los árboles, que habían sido quemadas por el sol durante el día, se habían enfriado durante la noche y ahora pintaban el cielo de un refrescante azul. Los pájaros habían guardado silencio en las horas de oscuridad y ahora calentaban sus cuerdas vocales, con esa característica interpretación de orquesta que afina antes de un concierto. Bernard, Derek, Marcus y Joan dormían en sus sacos de dormir, tapados con mantas, con el mismo aspecto que debieron de tener la noche de la acampada escolar. Si hubieran dormido como troncos toda la noche en vez de aventurarse por el bosque, ¿habrían regresado a sus hogares? ¿O acaso la puerta secreta a este mundo les habría dado la bienvenida igualmente? No sabía qué pensar.

¿Era casualidad que todos nosotros estuviésemos aquí? ¿ Habíamos tropezado con un accidente en la creación de la Tierra, un agujero negro en la superficie, o era tan sólo una parte de la vida que nadie había mencionado a lo largo de los siglos? ¿Estábamos perdidos de forma inexplicable? ¿O era éste el lugar que verdaderamente nos correspondía y nuestras vidas «normales» eran el error original? ¿Acaso se trataba de un sitio donde aquellos que se sentían intrusos en la vida finalmente podían respirar aliviados? A pesar de mi propio alivio, las preguntas seguían surgiendo. El mundo que me rodeaba había cambiado, pero algunas cosas seguían siendo iguales.

—¿Eras feliz? —dije, mirando a los que dormían—. ¿Erais felices?

Helena sonrió tiernamente.

—Nos hemos preguntado mil veces el porqué, pero no hay respuesta, que nosotros sepamos. Sí, éramos felices. Todos estábamos muy contentos con nuestras vidas. —Hizo una pausa—. Sandy —dijo, y me observó con aquella expresión divertida, como si gozara con un chiste que sólo ella entendía—, lo creas o no, aquí también somos muy felices. Llevamos más años viviendo aquí que en cualquier otra parte. Para nosotros, el pasado es un recuerdo agradable pero remoto.

Eché un vistazo al campamento. No tenían nada. Nada aparte de unas mochilas de viaje que contenían bolsitas de té, superfluas piezas de porcelana y galletas, mantas y sacos de dormir, chales y jerséis para abrigarse. Y todo aquello sin duda lo habían recuperado de los montones de objetos personales esparcidos por todas partes. Aquellas cinco personas habían dormido al raso, envueltas en mantas, con el sol y una fogata como únicas fuentes de luz y calor. Durante cuarenta años. ¿Cómo podían ser realmente felices? ¿Cómo era posible que no estuvieran luchando por abrirse camino de vuelta a la existencia, de vuelta a las comodidades materiales, a la compañía de otros seres humanos?

Sacudí la cabeza mientras contemplaba la escena.

—¿Por qué mueves la cabeza?

—Perdona. —Me avergonzó que Helena me sorprendiera compadeciéndome de una vida con la que parecían conformes—. Es que cuarenta años es mucho tiempo viviendo —recorrí el claro con la mirada—, bueno... aquí.

Helena puso cara de sorpresa.

—Oh, qué torpe soy —dije, algo arrepentida—. No tenía intención de ofenderte...

—Sandy, Sandy —me interrumpió Helena—, esto no es todo nuestro mundo.

—Ya lo sé, ya lo sé. Os tenéis los unos a los otros y...

—No. —Helena se empezó a reír y arrugó la frente, un tanto confusa—. Lo siento, creía que sabías que esto no era permanente. Salimos juntos de acampada una vez al año para conmemorar el aniversario de nuestra desaparición. Pensaba que habías reconocido la fecha. Este claro es el primer sitio al que llegamos hace cuarenta años; bueno, el primer sitio en que nos dimos cuenta de que ya no estábamos en casa. Nos mantenemos en contacto durante todo el año, pero llevamos vidas más o menos independientes.

—¿Qué? —exclamé desconcertada.

—La gente desaparece sin parar, lo sabes de sobra. Y allí donde se juntan personas empieza la vida, surge la civilización. Sandy, a un cuarto de hora de aquí el bosque se acaba y empieza toda una nueva vida.

Me quedé anonadada. Abría y cerraba la boca sin poder articular palabra.

—Resulta interesante que hayas llegado aquí precisamente hoy —dijo Helena pensativa.

Me puse en pie de un salto.

—Venga, vayamos ahora mismo. Enséñame ese sitio del que hablas. No despertaremos a los demás.

—No —repuso Helena con firmeza, y su sonrisa se desvaneció. Levantó la mano y me agarró el brazo. Me estremecí y traté de liberarme, porque me molestó el contacto físico, pero eso no la apartó. No podía moverme; me agarraba con mucha fuerza. Su expresión era gélida—. Nadie se larga así, sin los otros, nadie desaparece sin más. Esperaremos aquí hasta que se despierten.

Me soltó el brazo y se abrigó con la pashmina, recobrando la compostura de mujer precavida que había mostrado al principio de la noche. Vigilaba a sus amigos con suma atención, como si estuviera de guardia, y entonces caí en la cuenta de que no había sido sólo yo lo que la había mantenido despierta toda la noche. Simplemente, era su turno.

—Nos quedamos hasta que se despierten —repitió con firmeza.

Jack estaba sentado en un extremo de la cama y observaba a Gloria, que dormía plácidamente. Era lunes a primera hora de la mañana y acababa de regresar a casa. Después de que Sandy Shortt no apareciera se había pasado el día entero comprobando si se había registrado en alguna de las pensiones y hoteles de las poblaciones próximas. Había muchas cosas que podían haberle impedido llegar al café; se convenció de que el no haberse presentado aquella mañana no significaba el fin de su búsqueda. Quizá se había dormido y le había faltado tiempo para llegar a la cita o la habían retenido en Dublín y no había podido salir hacia Limerick aquella noche. Tal vez había muerto un familiar, tal vez una pista imprevista de otro caso la había alejado de Limerick. A lo mejor ahora estaba de camino, habiendo conducido toda la noche para llegar a Glin. Se le habían ocurrido infinitas teorías, pero ninguna contemplaba la posibilidad de que pudiera haberle dado plantón deliberadamente.

Alguien había cometido un error, nada más. Volvería a Glin a la hora de comer para ver si había llegado. Había estado toda la semana esperando aquel encuentro y ahora no iba a darse por vencido. Sandy le había dado más esperanzas en una semana con unas cuantas conversaciones telefónicas de las que ninguna otra persona hubiese logrado infundirle en un año entero. Después del tono de sus charlas sabía que no le fallaría.

Iba a decírselo a Gloria, de verdad que sí. Alargó el brazo para tocarle el hombro y sacudirla suavemente, pero su mano se detuvo a medio camino. Quizá fuese mejor postergarlo hasta que volviera a ponerse en contacto con Sandy. Gloria suspiró soñolienta, estiró el cuerpo y se dio la vuelta.

Finalmente se acomodó de lado, de espaldas a Jack y a su mano tendida.