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Con el tiempo, he descubierto que muchos desequilibrios de nuestra vida individual tienen como resultado un mayor equilibrio del entorno. Lo que quiero decir es que no importa lo injusto que algo me parezca: basta con que eche un vistazo al panorama general para que, en cierto modo, vea cómo encaja. Mi padre tenía razón cuando dijo que no existe la comida gratis: todo tiene un coste para los demás y, casi siempre, también para nosotros mismos. Porque cada vez que se obtiene algo, tiene que sacarse de otro lugar; cuando algo se pierde, llega a otra parte. Luego vienen las típicas preguntas filosóficas: ¿por qué les ocurren cosas malas a personas buenas? Dentro de cada cosa mala veo una parte buena, y al revés, cada cosa buena trae consigo algo malo, por más imposible que resulte entenderlo cuando sucede. Como seres humanos, somos la personificación de la vida, y en la vida siempre existe el equilibrio. Vida y muerte, macho y hembra, bien y mal, bonito y feo, victoria y derrota, amor y odio. Perdido y hallado.

Aparte del pavo de Navidad que le tocó en el concurso del pub Leitrim Arms cuando yo tenía cinco años, mi padre no había ganado nada en la vida. El día que Jenny-May Butler desapareció fue el mismo en que mi padre ganó quinientas libras en la lotería del «rasca-rasca». Tal vez era su recompensa por una buena obra.

Era un día de verano. Sólo quedaba una semana para volver al colegio y me daba miedo incluso pensarlo. Pero es que además de la inquietud por el fin de las vacaciones después de un par de meses largos sin tener que levantarme cada mañana para ir al colegio había perdido la noción del tiempo. Los días laborables eran iguales a los del fin de semana. Durante esos meses, las temidas tardes de domingo eran semejantes a las tardes de los viernes y los sábados. Aquélla era una tarde de domingo, sí, pero aun tratándose de esa época del año, era una tarde temida. Eran las siete menos veinte, todavía no había oscurecido, la calle sin salida estaba llena de niños que, como yo, jugaban ajenos al día que era: sabían que fuese el que fuese sin duda era un gran día, porque el siguiente sería exactamente igual. Mi madre y mis abuelos estaban en el jardín delantero aprovechando el calor de los últimos rayos de sol. Sentada a la mesa de la cocina, esperaba ansiosamente a que sonara el timbre de la puerta. Bebía un vaso de leche mientras contemplaba la ropa que daba vueltas y más vueltas dentro de la lavadora; para mantener la mente ocupada, trataba de identificar cada prenda que pasaba junto al cristal.

Mi padre me miraba con recelo en sus paseos del cuarto de la tele a la cocina, aunque se suponía que no debía picotear mientras seguía su último régimen. Yo no sabía si intentaba adivinar qué me pasaba o simplemente me controlaba para ver si me había dado cuenta de que es taba robando comida. En cualquier caso, ya me había preguntado tres veces qué ocurría, y yo me había limitado a encoger los hombros y a decirle que no pasaba nada. Era una de esas ocasiones en las que contárselo a alguien no iba a mejorar las cosas. A cada tanto se asomaba des de la cocina para observarme, y en una de ésas pudo ver mi sobresalto cuando sonó el timbre —pero sólo era mi madre, que se había olvidado de cerrar la puerta con llave—. Me estuvo haciendo unas cuantas muecas para hacerme reír; incluso se metió un montón de galletas en la boca para fingir que me pretendía entretener a mí y no a su estómago. Sonreí para seguirle la corriente, pareció darse por satisfecho con mi reacción y volvió a irse al cuarto de la tele, esta vez con un jaffa

[8] escondido en la manga.

Pues bien, estaba esperando a que Jenny-May viniera a buscarme.

Me había retado a una partida de rey-reina. Era un juego que solíamos practicar en la calle con una pelota de tenis.

Cada jugador ocupaba un cuadrado dibujado con tiza en el asfalto, y se trataba de hacer botar la pelota primero en tu cuadrado y luego en el de otro jugador. Todos tenían que hacer lo mismo; quien fallaba —cuando la pelota no botaba dentro del propio cuadrado o del cuadrado de otro jugador— quedaba eliminado. El objetivo era llegar al cuadrado más alto, la casilla del rey, que era donde Jenny-May permanecía mientras duraba el juego. Todo el mundo decía siempre lo maravillosamente bien que jugaba, lo increíble, brillante, habilidosa, rápida y precisa que era jugando y lo bien que... ¡puaj!, me hacía vomitar. Mi amigo Emer y yo solíamos mirar los partidos sentados en el muro. Nunca nos dejaban jugar porque Jenny-May no quería que jugásemos. Un buen día le comenté a Emer que una de las razones por las que Jenny-May siempre ganaba era que siempre empezaba en la casilla del rey. Eso significaba que no tenía que ir avanzando jugada tras jugada, como todos los demás.

Pues bien, alguien oyó algo en alguna parte y lo que yo había dicho llegó a oídos de Jenny-May. Así que al día siguiente, mientras Emer y yo estábamos sentados en el muro golpeando los talones contra los ladrillos y lanzando mariquitas desde los pilares para ver hasta dónde llegaban, Jenny-May se acercó a nosotros hecha una furia, con los brazos en jarras y rodeada de su pandilla, y me exigió que me explicara, cosa que hice. Roja como un tomate y aturdida por mi respuesta, me desafió a una partida de rey reina. Como he dicho, yo no había jugado nunca y sabía de sobra que Jenny-May era muy buena. Lo único que había querido decir era que no jugaba tan requetebién como creía la gente. Jenny-May tenía la virtud de hacer que todos la vieran mejor de lo que realmente era. Me he topado con varias personas así a lo largo de mi vida y siempre me han hecho pensar en ella.

Pero era muy lista. Se aseguró de que todo el mundo supiera que si no me presentaba se convertiría automáticamente en la campeona, y de repente deseé que la horrible visita a casa de mi tía Lila fuese un día antes.

Corrió la voz y la calle entera se enteró de que Jenny May me había retado a una partida. Iba a venir todo el mundo a sentarse en el bordillo para vernos jugar, incluí do Colin Fitzpatrick, que era demasiado enrollado como para dejarse ver por nuestra calle. Solía ir por ahí en monopatín con los de la vuelta de la esquina, un grupo que nadie más tenía el privilegio de frecuentar. Se rumoreaba que la pandilla del monopatín entera vendría a vernos jugar.

Apenas pegué ojo la noche anterior. Salté de la cama, me puse las bambas y salí en camisón a practicar rey-reina contra el muro trasero del jardín. No me fue de gran ayuda, porque la pelota rebotaba contra la pared rugosa y salía despedida en todas direcciones. Además, estaba tan oscuro que casi no la veía. Al cabo de un rato, la señora Smith, la vecina, abrió la ventana de su dormitorio, asomó su cabeza cubierta de rulos —cosa que me extrañó, porque a la mañana siguiente tenía el pelo liso— y medio dormida me pidió que parase. Volví a la cama, pero no dormí gran cosa, y cuando lo hice soñé que una muchedumbre llevaba a hombros a una Jenny-May Butler con corona mientras Stephen Spencer, que iba en monopatín, me señalaba con el dedo (tenía la uña pintada) y se reía. Ah, y yo estaba desnuda.

Fue el desafío de Jenny-May Butler lo que alertó a sus padres de su ausencia. Durante los meses de verano gozábamos de absoluta libertad. Pasábamos el día entero jugando fuera y a menudo comíamos en casa de los amigos, así que no culpo a sus padres por no haberse dado cuenta de que Jenny-May no había aparecido por casa en todo el día. Nadie los culpó. En el fondo, todos sabían que también podía haberles ocurrido a ellos, que ese día le podía haber tocado a su hijo lo de que nadie le echase en falta durante unas horas.

La casa de Jenny-May estaba frente a la mía. Mi madre y mis abuelos habían vuelto a entrar ahora que el sol ya se había ocultado detrás de la casa de los Butler. Yo sabía que las aceras se estaban llenando de gente que esperaba a que Jenny-May y yo saliéramos de nuestras casas para encontrarnos en el medio de la calle. Vi que mi padre miraba por la ventana y luego me miraba a mí. Me parece que en aquel momento comprendió por fin lo que ocurría, porque me sonrió. Entonces puso las galletas en la mesa y se sentó conmigo sin parar de comer.

Al cabo de un rato, al dar las siete, los de fuera empezaron a llamarnos a voces. Algunos gritaban mi nombre, pero quedaban ahogadas por las que llamaban a Jenny-May. Tal vez me equivoque, pero a mí me pareció que sólo oía su nombre. Toda mi vida su nombre ha sonado más fuerte que el mío. De pronto se oyeron gritos y aplausos y supuse que Jenny-May había salido de su casa. Pero la bulla cesó al instante; pude oír un parloteo que fue bajando de volumen hasta que se impuso el silencio. Mi padre me miró y se encogió de hombros. Sonó el timbre de la puerta. Esta vez no me sobresalté, ya que notaba que algo no acababa de ir bien. Papá me dio unas palmaditas en la mano. Oí que mamá abría la puerta, su voz tan simpática y alegre como siempre. Entonces oí la de la señora Butler, menos simpática y nada alegre. Papá se dio cuenta; se levantó y fue hacia la entrada. Las voces tenían un tono de preocupación.

No sé por qué, pero no podía levantarme de la mesa. Me quedé allí sentada, pensando estratagemas para librarme del reto, aunque tenía la extraña sensación de que no iba a necesitar una excusa. La atmósfera había cambiado para peor y, sin embargo, sentía un alivio semejante al de llegar al colegio y encontrarte con que la maestra está enferma y ni por un instante te preocupas por ella. Poco después se abrió la puerta de la cocina y entraron papá, mamá y la señora Butler.

—Cielo —dijo mi madre en voz baja—, ¿por casu.ili dad sabes dónde está Jenny-May?

Fruncí el ceño, confundida por la pregunta pese a que era bien sencilla. Los miré uno por uno a la cara. Papá me observaba con preocupación, mamá asentía para infundirme ánimo y la señora Butler parecía que fuera a echarse a llorar. Daba la impresión de que su vida entera dependiera de mi respuesta. Pero supongo que en cierto motín era así.

Como yo no contestaba, la señora Butler habló atropelladamente:

—Los chicos de ahí fuera no la han visto en todo el día. He pensado que a lo mejor estaría contigo.

La cosa no era así, pero me entraron ganas de reír ante la idea de que Jenny-May hubiese pasado el día conmigo. Negué con un gesto. La señora Butler recorrió todo el vecindario preguntando si alguien había visto a su hija. A medida que llamaba a las puertas, veía que su mirada pasaba de la vergüenza a la determinación más férrea y finalmente al miedo.

He visto las caras de muchas madres en los centros comerciales cuando se dan la vuelta y se percatan de que sus hijos no están allí. Si he estudiado sus caras con tanto detenimiento, completamente fascinada por ellas, es porque no recuerdo haber visto esa misma expresión en mi madre ni una sola vez. No porque mi madre no me quiera, claro está, sino porque siempre he sido tan alta que ha resulta do imposible que me perdiera. Recuerdo que intentaba perderme sólo para ver la cara que ponía. Cerraba los ojos, daba vueltas sobre mí misma y elegía una dirección. Otras veces esperaba deliberadamente a que doblara la esquina de un pasillo en el supermercado. Me quedaba tiritando junto a la comida congelada y contaba hasta veinte con la esperanza de que se hubiese alejado bastante, pero casi siempre doblaba la esquina y me la encontraba allí, revisando el contenido calórico de los envases sin haber sospechado siquiera que yo no estaba. Si alguna vez se daba cuenta de que no iba detrás de ella arrastrando los pies, en menos de cinco minutos me había localizado. Sólo tenía que levantar la vista hasta divisar mi cabeza por encima de las hileras de perchas o agacharse un poco para ver mis zapatones tras una estantería.

Al observar a las demás madres, he visto cómo la primera mirada casual por encima del hombro da paso al pánico, he visto cómo se aceleran sus movimientos, cómo la cabeza, los ojos, las extremidades se disparan en todas direcciones. Y luego, el abandono de los carritos de comida en busca de lo único que realmente les alimenta el alma. Miedo, pánico, pavor, instinto. Dicen que una madre tiene la fuerza suficiente para levantar un coche si eso significa salvar a su hijo. Creo que aquella semana la señora Butler podría haber levantado un autobús con tal de encontrar a Jenny-May. Pero después de un mes daba la impresión de apenas poder levantar la vista del suelo. Jenny-May se había llevado consigo un buen pedazo de ella.

Resultó que yo era la última que la había visto. Cuando aquel día mis abuelos llegaron a media mañana, fui a abrirles la puerta y Jenny-May pasó en bicicleta. Se volvió hacia mí y me lanzó una mirada, una de aquellas miradas suyas que yo tanto odiaba; una mirada capaz de achicarte en el acto, una mirada que decía soy mejor que tú y hoy vas a perder a rey-reina y así Stephen Spencer sabrá que eres una larguirucha idiota e incompetente. Miré por encima del hombro de mi abuela al abrazarla y observé que Jenny-May pedaleaba por la calle con la cabeza muy erguida, la barbilla y la nariz en alto y la melena rubia tan larga como su espalda. Hice lo que cualquiera en mi situación habría hecho: deseé que desapareciera.

Ese día mi padre había ganado quinientas libras en la lotería del «rasca-rasca». Estaba encantado. Se sentó a la mesa de la cocina conmigo y procuró ocultar su alegría, pero vi que torcía las comisuras de los labios hacia arriba. La señora Butler estaba llorando en la habitación de al lado, con mi madre, y la podíamos oír. Papá puso su mano sobre la mía y supe que en ese preciso momento estaba pensando que era un hombre con suerte, un padre afortunado por haber ganado en la lotería y por conservar a su hija cuando personas como los señores Butler estaban su tanto. Yo, por mi parte, estaba encantada de no haber desaparecido, y debido a la no comparecencia de Jenny-May sería proclamada campeona indiscutible de rey-reina. También bien haría amigos nuevos, ya que Jenny-May no podría ordenarles que me hicieran el vacío. A mi familia las cosas le iban de fábula y la vida no podía ser peor para los señores Butler. Mis padres se acostaron tarde aquellas noches. Se quedaban hablando y dando gracias a Dios por su buena suerte.

Pero en mi fuero interno algo había cambiado. La última mirada de Jenny-May se había llevado consigo parte de mí. Aquel día, los señores Butler no fueron los únicos padres que perdieron una hija.

Como he dicho, siempre hay un equilibrio.