10

Cuando tenía catorce años, mis padres me convencieron para que fuera a un terapeuta cada lunes después de clase. No tuvieron que insistir mucho. En cuanto me dijeron que podría hacerle cuantas preguntas quisiera y que esa persona estaba cualificada para responderme, casi no hizo falta que me llevaran a la escuela.

Sabía que pensaban que me habían fallado. Podía deducirlo de sus expresiones cuando me sentaban a la mesa de la cocina con la leche y las galletas en medio y la lavadora sonando de fondo como distracción habitual. Mamá apretaba entre las manos un pañuelo de papel retorcido, como si lo hubiese usado poco antes para enjugarse las lágrimas. Era lo que solía ocurrir con mis padres: jamás me dejaban ver sus flaquezas, pero al mismo tiempo se olvidaban de deshacerse de las pruebas que las revelaban. No vi las lágrimas de mamá, pero sí el pañuelo. No oí la frustración de mi padre por no haber sabido ayudarme, pero la vi en sus ojos.

—¿Va todo bien? —Miré alternativamente sus caras. Tenían una expresión dura. Sólo cuando ha ocurrido algo malo es cuando la gente puede mostrarse tan segura de sí misma, como si pudiera enfrentarse a cualquier cosa—. ¿Ha ocurrido algo malo?

Papá sonrió:

—No, cariño, no te preocupes, no ha ocurrido nada malo.

Mamá enarcó una ceja al oír aquello, y tuve claro que no estaba de acuerdo. Entendí que papá tampoco estaba de acuerdo con lo que había dicho, pero aun así lo acababa de decir. No tenía nada de malo enviarme a un terapeuta, nada en absoluto, pero supe que habrían preferido ayudarme ellos mismos. Habrían deseado que sus respuestas fueran suficientes. Yo había oído a escondidas sus interminables discusiones sobre el modo correcto de tratar mi conducta. Habían hecho cuanto habían podido por ayudarme y ahora notaba que estaban decepcionados consigo mismos; me odiaba por hacerlos sentir así.

—Como siempre tienes tantas preguntas que hacer... ¿verdad, cielo? —empezó papá.

Asentí en silencio.

—Bien, pues tu mamá y yo... —la miró en busca de apoyo y ella le correspondió con dulzura—, bueno, tu mamá y yo hemos encontrado a una persona con quien podrás hablar de todas esas dudas.

—¿Esa persona podrá contestar mis preguntas? —dije. Notaba que mis ojos estaban abiertos como platos y que el pulso se me aceleraba, como si todos los misterios de la vida fueran a serme revelados.

—Eso espero, cielo —contestó mamá—. Espero que al hablar con él dejes de tener esas dudas que te inquietan. Seguro que sabe mucho más que nosotros acerca de las cosas que te preocupan.

Entonces desplegué mi arsenal de preguntas:

—¿Quién es?

—El señor Burton —dijo papá. —¿Cuál es su nombre de pila? —Gregory —contestó mamá. —¿Dónde trabaja? —En el colegio —dijo mamá. —¿Cuándo le veré?

—Los lunes después de clase. Durante una hora —explicó mamá. Los arsenales de preguntas se le daban mejor que a papá. Había tenido que soportarlas sola: papá estaba todo el día en el trabajo.

—Es un psiquiatra, ¿verdad?

Nunca me mentían. —Sí, cariño —dijo papá.

Creo que fue en aquel momento cuando empecé a odiar el verme reflejada en sus ojos. Por desgracia, desde entonces no me gusta estar en su compañía.

El despacho del señor Burton estaba en una habitación del tamaño de un armario, lo justo para dos silloncitos. Decidí sentarme en el de sucio terciopelo verde oliva y brazos de madera oscura en lugar de hacerlo en el de terciopelo marrón, que estaba manchado. Ambos parecían remontarse a los años cuarenta y probablemente no los habían lavado ni sacado del pequeño cuarto desde entonces. En la pared del fondo había un ventanuco tan alto que lo único que llegaba a ver era el cielo. El día que conocí al señor Burton estaba azul claro. De vez en cuando pasaba una nube que llenaba la ventana entera de blanco antes de seguir avanzando.

En las paredes, varios carteles mostraban a escolares felices que proclamaban ante la habitación cómo habían dicho «no» a las drogas, denunciado el acoso, superado el estrés de los exámenes, vencido trastornos alimenticios y superado la aflicción; proclamaban también que habían sido lo bastante listos como para evitar un embarazo en la adolescencia porque no habían tenido relaciones sexuales. Y, por si acaso las habían tenido, otro cartel con la misma chica y el mismo chico decía que ellos usaban preservativo. Unos santos, en resumen. El ambiente era tan positivo que pensé que iba a salir despedida del sillón como un cohete. El señor Burton el Magnífico les había ayudado a todos.

Esperaba que el señor Burton fuera un anciano sabio con una mata de pelo gris alborotado, un monóculo en el ojo, un chaleco con un reloj de bolsillo sujeto con una cadena y un cerebro rebosante de conocimientos tras años de investigar a fondo la mente humana. Esperaba al Yoda del inundo occidental, envuelto en un manto de sabiduría, hablando en clave e intentando convencerme de que la fuerza en mí era poderosa.

Cuando el señor Burton real entró en la habitación tuve sentimientos encontrados. Mi capacidad de averiguar se llevó un chasco, pero la niña de catorce años quedó totalmente encantada. Era más un Gregory que un señor Burton. Era joven y apuesto, sexy, muy guapo. Parecía que hubiese acabado la universidad ese mismo día, con sus tejanos, su camiseta y su corte de pelo moderno. Como de costumbre, hice mis cálculos: tal vez me doblaba la edad. Al cabo de pocos años sería mayor de edad y habría acabado la escuela. Mi vida entera estaba planeada antes de que hubiese cerrado la puerta tras de sí.

—Hola, Sandy.

Su voz era clara y alegre. Me estrechó la mano y juré lamérmela cuando llegara a casa y no volver a lavármela jamás. Se sentó delante de mí, en el silloncito de terciopelo marrón. Estaba segura de que las chicas de los carteles se inventaban todos aquellos problemas sólo para venir a su despacho.

—Espero que estés cómoda en nuestros sillones de diseño de alta gama —dijo.

Arrugó la nariz con disgusto al acomodarse en su asiento, que se había reventado por un lado y dejaba ver la espuma de dentro.

Me reí. Vaya, era muy enrollado.

—Sí, gracias. Me preguntaba qué pensaría usted sobre que yo haya elegido este sillón. ¿Eso dice algo de mí?

—Bueno —sonrió—, una de dos.

Yo escuchaba atentamente.

—Puede que no te guste el marrón, o puede que te guste el verde.

—Ni lo uno ni lo otro —contesté también con una sonrisa—. Sólo quería estar de cara a la ventana.

— Aja. —Ahora sonreía de oreja a oreja—. Eres lo que en el laboratorio llamamos una «miraventanas».

—Vaya, así que soy una de «ésas».

Me miró un instante con simpatía. Luego puso un bolígrafo y un cuaderno en su regazo y una grabadora en el brazo del sillón.

—¿Te importa que grabe esto?

—¿Por qué?

—Para poder recordar todo lo que digas. A veces no capto algunas cosas hasta que vuelvo a escuchar la conversación.

—Vale. ¿Para qué boli y cuaderno, entonces? —Para hacer garabatos. Por si me aburro escuchándote.

Pulsó el botón de grabar y dijo la fecha y la hora. —Me siento como en una comisaría a punto de ser interrogada.

—¿Te ha ocurrido alguna vez? Asentí.

—Cuando Jenny-May Butler desapareció nos pidieron que diéramos al colegio cualquier información que tuviéramos.

Qué deprisa había derivado la charla hacia ella. Esta-i la encantada con tanta atención.

—Ya —dijo—. Jenny-May era amiga tuya, ¿no? Lo pensé un poco. Miré los carteles contra el acoso y me pregunté qué debía contestar. No quería parecer insensible ante aquel hombre tan guapo diciendo que no, pero la verdad es que no era mi amiga. Jenny-May me odiaba. Pero había desaparecido, y seguramente no debía hablar mal de ella porque, al fin y al cabo, todo el mundo pensaba que era un ángel. El señor Burton creyó que mi silencio era disgusto, lo cual resultó embarazoso, y al formular pregunta siguiente lo hizo con tanta delicadeza que por poco me echo a reír.

—¿La echas de menos?

También me paré a pensar. ¿Podía echarse de menos una bofetada diaria? Tuve ganas de preguntárselo. Una vez más, no quería que pensara que era insensible si le decía que no. hinca se enamoraría de mí ni me sacaría de Leitrim.

Se inclinó hacia delante en su asiento. Ay, sus ojos eran tan azules...

—Tus papas me dijeron que quieres encontrar a Jenny-May. ¿Es verdad?

Vaya. Para que luego dijeran que los psicólogos lo entendían todo. Puse los ojos en blanco. Está bien, basta de tonterías.

—Señor Burton, no quiero parecer grosera o insensible, sé que Jenny-May ha desaparecido y que todo el mundo está triste, pero... —Me callé.

—Continúa —me animó a seguir, y me entraron ganas de saltarle encima y darle un beso.

—Bueno, Jenny-May y yo nunca fuimos amigas. Ella me odiaba. La echo de menos porque me doy cuenta de que se ha ido, no porque quiera que vuelva. Y no quiero que vuelva ni tampoco encontrarla. Con saber dónde está tendría más que suficiente.

Enarcó las cejas. Continué:

—Veamos, sé que seguramente ha pensado que como Jenny-May era amiga mía y desapareció, cada vez que pierdo algo, como un calcetín, y trato de encontrarlo, es como una manera de buscar a Jenny-May para traerla de vuelta.

Abrió ligeramente la boca.

—Bueno, supongo que es razonable, señor Burton, pero no encaja conmigo. En realidad no soy tan complicada. Lo único que me molesta es no saber adónde van las cosas cuando desaparecen. El celo, por ejemplo. Anoche mamá estaba envolviendo un regalo para el cumpleaños de la tía Deirdre y no encontraba el celo. Bien, siempre lo dejamos en el segundo cajón, debajo del cajón de los cubiertos. Siempre está ahí, nunca lo ponemos en ningún otro sitio y mi madre y mi padre saben cómo soy con esas cosas, de manera que siempre lo ponen todo en su sitio. Nuestra casa está muy ordenada, en serio, así que no es que las cosas se vayan perdiendo continuamente por culpa del desorden. Bueno, el sábado usé el celo para hacer los deberes de plástica, por los que hoy me han puesto un miserable aprobado, por cierto, aunque Tracey Tinsleton sacó un sobresaliente por dibujar lo que parecía una mosca aplastada contra un parabrisas, y eso se considera «arte verdadero». Pero prometo que devolví el celo al cajón. Papá no lo usó, mamá no lo usó y estoy casi segura de que nadie entró en casa a robar un rollo de celo. Así que estuve buscándolo toda la noche y no lo encontré. ¿Dónde está?

El señor Burton guardó silencio y lentamente volvió a acomodarse en su asiento.

—A ver si lo he entendido bien —dijo despacio—. No echas de menos a Jenny-May Butler.

Nos echamos a reír y por primera vez no me sentí mal por hacerlo.

—¿Por qué crees que estás aquí? —preguntó el señor Burton, poniéndose serio tras el ataque de risa. —Porque necesito respuestas. —Como por ejemplo... Pensé en ello.

—¿Dónde está el celo que no encontramos anoche? ¿Dónde está Jenny-May Butler? ¿Por qué uno de mis calcetines siempre desaparece de la lavadora?

—¿Piensas que yo puedo decirte dónde están todas esas cosas? —preguntó.

—No hace falta que especifique, señor Burton, pero una indicación general me vendría muy bien.

Me sonrió.

—¿Por qué no dejas que por un momento haga yo las preguntas? Quizás a través de tus respuestas encontremos las respuestas que deseas.

—Vale. Si piensa que va a funcionar... —dije, no muy convencida. Yo sí que era rarita.

—¿Por qué sientes la necesidad de saber dónde están esas cosas?

—Tengo que saberlo.

—¿Por qué crees que tienes que saberlo?

—¿Por qué cree que tiene que hacerme preguntas?

El señor Burton pestañeó y permaneció callado un segundo más de lo que hubiese querido; me di cuenta enseguida.

—Es mi trabajo y me pagan por hacerlo.

—Le pagan por hacerlo. —Hice una mueca de incredulidad

—. Señor Burton, usted podría, como yo, trabajar los sábados apilando rollos de papel higiénico y también le pagarían por ello, pero prefirió estudiar durante ¿cuánto?, ¿diez millones de años?, para obtener todos esos pergaminos que ha colgado en las paredes. —Eché un vistazo a sus diplomas enmarcados—. Yo diría que pasó por todos esos estudios, todos esos exámenes y hace todas estas preguntas por más motivos que el de que le pagan.

Esbozó una sonrisa y me observó. Me pareció que no sabía qué decir. De manera que estuvimos un par de minutos en silencio mientras pensaba. Finalmente soltó el boli y el papel y se inclinó hacia mí, apoyando los codos en las rodillas.

—Me gusta conversar con la gente, siempre me ha gustado. Creo que la gente, cuando habla de sí misma, descubre cosas que antes no sabía. Es una especie de autocuración. Hago preguntas porque me gusta ayudar a la gente.

—A mí también.

—¿Piensas que haciendo preguntas sobre Jenny-May la estás ayudando a ella o quizás a sus padres? Trató de disimular la confusión de su mirada. —No, me ayudo a mí misma.

—¿De qué manera te ayudas? ¿Acaso no obtener las respuestas que buscas no te frustra todavía más?

—A veces encuentro cosas, señor Burton. Encuentro las cosas que uno no sabe dónde ha puesto.

—¿Y perder algo no es siempre no saber dónde lo has dejado?

—No saber dónde está una cosa es perderla momentáneamente, porque no recuerdas dónde la dejaste. Yo siempre recuerdo dónde dejo las cosas. Son las cosas que sé dónde dejé y desaparecen las que intento encontrar; son las cosas a las que les crecen patas y se marchan por su cuenta las que me inquietan.

—¿Te parece posible que otra persona, aparte de ti, cambie de sitio esas cosas?

—¿Como quién?

—Te lo estoy preguntando.

—Bueno, en el caso del celo está claro que la respuesta es que no. En el caso de los calcetines, a no ser que alguien abra la lavadora y saque mis calcetines, la respuesta es que no. Señor Burton, mis padres quieren ayudarme. No creo que vayan cambiando las cosas de sitio y que cada vez se olviden de dónde las han dejado. En todo caso, son muy conscientes de dónde dejan las cosas.

—Siendo así, ¿qué es lo que supones? ¿Dónde crees que están esas cosas?

—Señor Burton, si tuviera una teoría no estaría aquí ahora mismo.

—¿No tienes ninguna idea, entonces? ¿Ni siquiera en tus sueños más delirantes, en las ocasiones en que más te has desesperado al buscar algo concienzudamente a primera hora de la mañana y no encontrarlo, ni siquiera entonces se te ocurre nada sobre dónde pueden estar las cosas desaparecidas?

Vaya, estaba claro que mis padres le habían hablado de mí más de lo que yo pensaba, pero tuve miedo de que contestar a esa pregunta con sinceridad significase que nunca se enamoraría de mí. Aun así respiré profundamente y le dije la verdad:

—A veces juraría que están en el lugar al que van las cosas cuando desaparecen.

No se inmutó.

—¿Piensas que Jenny-May está allí?

—Por Dios. —Resoplé con impaciencia—. Si alguien la mató, señor Burton, la mató y punto. No intento crear un mundo imaginario para sentirme mejor.

Se esforzó mucho por no mover un solo músculo de la cara.

—Pero tanto si está viva como si no, ¿por qué la Gardaí no ha sido capaz de encontrarla? —pregunté.

—¿Te sentirías mejor si aceptaras simplemente que a veces existen misterios?

—Usted no lo acepta, ¿por qué debería hacerlo yo?

—¿Qué te hace pensar que no lo acepto?

—Usted es terapeuta. Cree que cada acción tiene una reacción y todas esas cosas. He leído un poco sobre el tema antes de venir aquí. Todo lo que hago ahora es por algo que ha ocurrido, algo que alguien ha dicho o ha hecho. Usted cree que hay respuestas para todo y soluciones para todo.

—Eso no es del todo cierto. Hay cosas que no puedo arreglar, Sandy.

—¿A mí puede arreglarme?

—Tú no estás estropeada.

—¿Esa es su opinión médica?

—No soy médico.

—¿No es usted un «médico de la cabeza»? —Levanté los dedos y dibujé unas comillas en el aire. Lo acompañé de un gesto de desaprobación.

Se hizo el silencio.

—¿Cómo te sientes cuando buscas sin parar pero ni así logras encontrar eso que estás buscando?

Pensé que aquella era la conversación más extraña que había mantenido en mi vida.

—¿Tiene novia, señor Burton?

Arrugó la frente.

—Sandy, me parece que eso no es relevante. —Al ver que yo no contestaba, suspiró—: No, no tengo. —¿Le gustaría tener? Se paró a pensar.

—¿Estás diciendo que la sensación de buscar un calcetín desaparecido es como buscar el amor? —Procuró formular la pregunta sin hacerme parecer idiota, pero fracasó rotundamente.

Volví a levantar los ojos en una mueca de incomprensión. Por su culpa estaba haciendo eso demasiadas veces.

—No, es la sensación de saber que falta algo en tu vida y que eres incapaz de encontrarlo por más que te empeñes en buscarlo —respondí.

Carraspeó un tanto incómodo, cogió bolígrafo y papel y fingió escribir algo. Hora de hacer garabatos.

—¿Le aburro?

Se rio y la tensión desapareció. Traté de explicarme de nuevo:

—Tal vez habría sido más fácil si hubiese dicho que no ser capaz de encontrar algo es como de repente no recordar la letra de tu canción favorita, que te sabías de memoria. Es como de pronto haber olvidado el nombre de alguien a quien conoces muy bien y ves cada día, o el nombre de un grupo que canta una canción famosa. Es algo muy frustrante, que repites mentalmente una y otra vez porque sabes que hay una respuesta, pero que nadie te la puede decir. Me fastidia muchísimo, y no me quedo tranquila hasta que sé la respuesta.

—Entiendo —dijo en voz baja.

—Bien, pues multiplique esa sensación por cien. Se quedó pensativo.

—Eres muy madura para tu edad, Sandy.

—Qué gracia, yo esperaba que con la suya usted supiera muchas más cosas.

Se rio hasta que se nos acabó el tiempo.

Esa noche, mientras cenábamos, papá me preguntó qué tal me había ido.

—No pudo contestar mis preguntas —respondí mientras sorbía la sopa.

Pareció que a papá se le fuera a partir el corazón:

—Entonces me figuro que no querrás volver.

—¡No! —repuse enseguida, y mi madre trató de disimular la risa bebiendo un poco de agua.

Papá nos miró alternativamente, con expresión inquisitiva.

—Tiene los ojos bonitos —solté a modo de explicación. Volví a sorber.

Papá enarcó las cejas y miró a mamá, que sonreía de oreja a oreja y tenía las mejillas coloradas.

—Es verdad, Harold. Tiene unos ojos preciosos.

—¡Ah, bueno! —Levantó los brazos—. Si el tío tiene los ojos bonitos, ¿quién soy yo para discutirlo?

Más tarde, me tumbé en la cama y pensé en mi conversación de esa tarde con el señor Burton. Quizá no hubiese tenido respuestas para mí, pero sin duda me había curado de buscar una cosa.