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Fui a ver al señor Burton cada semana mientras estudié en la Escuela de Secundaria St. Mary's. Nos reunimos incluso durante los meses de vacaciones, momento en que la escuela permanecía abierta al resto de la población para actividades de verano. La última vez que fui a verle allí fue cuando acababa de cumplir los dieciocho. Había obtenido el título el curso pasado y aquella mañana había sabido que me habían admitido en la Gardaí Síochána. Iba a mudarme a Cork para estudiar unos meses en Templemore.

—Hola, señor Burton —saludé al entrar en el pequeño despacho, que no había cambiado en nada desde el primer día en que nos reunimos. El seguía siendo joven y apuesto y yo amaba cada centímetro de su piel.

—Sandy, por enésima vez, deja de llamarme señor Burton. Haces que parezca un viejo.

—Es que eres un viejo —bromeé.

—Lo que te convierte a ti en una vieja —replicó a la ligera, y el silencio se hizo entre nosotros—. Bien —adoptó un aire profesional—, ¿qué tienes en la cabeza esta semana?

—Hoy me han admitido en la Gardaí.

Abrió mucho los ojos. ¿Felicidad? ¿Tristeza?

—Caramba, Sandy, enhorabuena. ¡Lo has conseguido! —Se acercó y me dio un abrazo. Nos quedamos abrazados un segundo más de lo debido.

—¿Qué opinan tus padres?

—Todavía no lo saben.

—Les dará pena saber que te marchas.

—Es lo mejor para todos —dije, y aparté la vista.

—No vas a dejar todos tus problemas en Leitrim, lo sabes de sobra —me habló con ternura.

—No, pero dejaré a las personas que los conocen.

—¿Has hecho planes para venir de visita?

Le miré directamente a los ojos. ¿Seguíamos hablando de mis padres?

—Vendré tanto como pueda —contesté.

—¿Y eso cuánto será?

Me encogí de hombros.

—Siempre te han apoyado, Sandy.

—No puedo ser quien querrían que fuese, señor Burton. Les incomodo.

Hizo una mueca de impaciencia por haberle llamado así, por mis deliberados intentos de levantar un muro entre ambos.

—Lo único que desean es que seas tú misma, y lo sabes. No te avergüences de ser como eres. Ellos te quieren tal como eres.

Su manera de mirarme hizo que yo volviera a preguntarme si realmente estábamos hablando de mis padres. Eché un vistazo al despacho. Él lo sabía todo sobre mí, absolutamente todo, y yo lo intuía todo sobre él. Aún era soltero y vivía solo a pesar de que todas las chicas de Leitrim le estuvieran intentando cazar sin piedad. Semana tras semana trataba de convencerme para que aceptara las cosas tal como eran y siguiera adelante con mi vida, pero si había un hombre que había puesto su vida en suspenso a la espera de algo o alguien, ese hombre era él.

Carraspeó para aclararse la voz.

—Me he enterado de que has salido con Andy McCarthy este fin de semana.

—¿Y?

Se frotó la cara cansinamente y dejó que el silencio se instalara entre nosotros. A los dos se nos daba muy bien hacer eso. Cuatro años de terapia, cuatro años desnudando mi alma, y cada nueva palabra nos alejaba un poco más del único asunto que consumía mis pensamientos casi todos los momentos de casi todos los días.

—Vamos, cuéntame —dijo en voz baja.

Nuestra última sesión y no me venía nada a la cabeza. Seguía sin tener respuestas para mí.

—¿Vas a ir a la fiesta de disfraces del viernes? —preguntó, en un intento de animar un poco el ambiente.

—Sí. —Sonreí—. No se me ocurre una forma mejor de decir adiós a este sitio que irme disfrazada.

—¿De qué te vas a disfrazar?

—De calcetín.

Se rio a carcajadas.

—¿Andy no va a ir contigo?

—¿Acaso mis calcetines van en pares?

Levantó las cejas: quería más información.

—No comprendió por qué puse el piso patas arriba cuando no encontré la invitación —dije.

—¿Dónde piensas que está?

—Con todo lo demás. Con mi cabeza.

Me restregué los ojos.

—No has perdido la cabeza, Sandy. Así que vas a ser garda... —Mostró una sonrisa temblorosa.

—¿Preocupado por el futuro del país?

—No. —Sonrió—. Al menos sé que estaremos en buenas manos. Interrogarás a los criminales hasta acabar con ellos.

—He aprendido del mejor —añadí, y me obligué a sonreír.

El señor Burton apareció en la fiesta de disfraces del viernes por la noche. Lo hizo disfrazado de calcetín y me reí muchísimo. Luego me acompañó a casa en coche y nos miramos un rato, en silencio. Después de tantos años hablando, ninguno de los dos sabía qué decir. Delante de mi casa, se acercó y me besó ávidamente en la boca. Un beso largo y firme. Fue como decirse hola y adiós a la vez.

—Lástima que no seamos de la misma talla, Gregory. Habríamos sido una buena pareja-dije apenada.

Deseaba que me dijera que habríamos sido la extraña pareja más perfecta del mundo, pero creo que estuvo de acuerdo con mis palabras, porque me quedé viendo cómo se alejaba en el coche.

Cuantos más novios he tenido, más me he dado cuenta de que Gregory y yo éramos la mejor pareja que he conocido. Pero en mi búsqueda de respuestas a las complejas preguntas de mi vida pasé por alto las más obvias, las que tuve delante de las narices.