31
Llevaba tres años sin ver al señor Burton. De lejos podía decir que el tiempo le había sentado bien. De lejos parecía que el tiempo no nos hubiese envejecido a ninguno de los dos. De lejos todo era perfecto y nada había cambiado.
Me había cambiado seis veces de ropa antes de salir de mi estudio. Muy poco satisfecha con mi aspecto, me dirigí a Leeson Street por cuarta vez aquel mes. Había bailado en el pasillo al recibir su tarjeta de visita. Había bajado las escaleras saltando, como hacía los lunes por la mañana cuando tenía catorce años y sabía qué y quién me esperaban ese día. Había corrido de Harold's Cross a Leeson Street, había subido las escaleras de dos en dos hasta la gran puerta georgiana, me había quedado paralizada con el dedo vacilante sobre el botón del interfono y había vuelto a bajar las escaleras hasta la calle. Visto de cerca, el panorama era muy diferente.
Yo ya no era la escolar que acudía a él en busca de ayuda. Ahora yo no me conocía y huía de la ayuda. Me sentaría al otro lado de la calle en otras dos ocasiones, incapaz de cruzarla, a observar cómo llegaba por la mañana, cómo se marchaba por la tarde y cuanto ocurría en medio.
En la cuarta visita me senté en los escalones de cemento, los codos sobre las rodillas, los puños bajo el mentón, y me quedé mirando los pies y las piernas que pasaban apresurados por la acera. Un par de zapatos marrones bajo un par de vaqueros cruzaron la calle. Caminaban hacia mí.
Supuse que pasarían junto a mí y entrarían por la puerta que tenía detrás, pero no lo hicieron. Un escalón, dos escalones, tres escalones arriba se detuvieron y su dueño se sentó a mi lado.
—Hola —dijo la voz con ternura.
Me daba miedo levantar la vista, pero tuve valor. Me encontré cara a cara con él, los ojos azules tan brillantes como la primera vez que le puse los míos encima.
—Señor Burton. —Sonreí.
Sacudió la cabeza.
—¿Cuántas veces tendré que decirte que no me llames
así?
Estaba a punto de llamarle Gregory cuando él dijo:
—Ahora soy el doctor Burton.
—Enhorabuena, doctor Burton. —Sonreí. Estudié su mirada en busca de todos los matices.
—¿Crees que esta semana lograrás levantarte de esta escalera y entrar en el edificio? Estoy empezando a cansarme de mirarte de lejos.
—Qué gracia, precisamente estaba pensando que a veces es más fácil ver las cosas de lejos.
—Sí, pero es imposible oírlas.
Me reí.
—Me gusta el nombre del edificio. —Miré hacia la placa metálica con la leyenda «Scathach House» grabada en ella.
—Me tropecé con el anuncio de alquiler en un periódico. Pensé que era perfecto. Un signo de buena suerte, tal vez.
—Tal vez. Supongo que ya no está cerca de aquel puente del que hablamos.
Sonrió y me estudió con la mirada. Me entendió completamente, y sentí un escalofrío.
—Si me permites invitarte a comer algo, podríamos ver dónde estamos. Siempre y cuando a tu novio no le importe.
—¿Novio? —pregunté confundida. —El peludo con mayúsculas que abrió la puerta de tu casa hace unas pocas semanas.
—Ah, él. —Moví la cabeza—. Sólo era... —Hice una pausa, incapaz de recordar su nombre—. Thomas —mentí—. No estamos juntos.
El señor Burton se rio, se levantó y me ofreció la mano para ayudarme a ponerme de pie.
—Querida Sandy, me parece que descubrirás que se llamaba Steve, pero no te preocupes. Cuantos más nombres de hombres olvides, mejor para mí. —Me apoyó levemente una mano en la nuca y sentí una descarga eléctrica que me recorrió el cuerpo entero. Me guió al otro lado de la calle—. ¿Te importa subir un momento a mi despacho? Tengo una cosa que me gustaría darte antes de irnos.
Orgulloso, me presentó a la recepcionista, Carol, y me hizo pasar al despacho. Olía a él, se parecía a él, toda la habitación decía señor Burton, señor Burton, oh, señor Burton. Me sentí envuelta en un abrazo gigantesco, rodeada por sus brazos en cuanto entré y me senté en su sofá.
—Es un poco mejor que el que teníamos, ¿verdad? —Sonrió. Sacó algo de un cajón del escritorio y lo trajo.
—Es precioso. —Miré alrededor y respiré su aroma.
De pronto se puso nervioso. Se sentó delante de mí.
—Iba a regalarte esto el mes pasado cuando fui a verte. Por tu cumpleaños. Espero que te guste.
Deslizó la caja de un extremo a otro de la mesa de cerezo barnizado. Era un estuche alargado de terciopelo rojo. Lo cogí entre mis manos como si fuese la cosa más frágil que jamás hubiese sostenido y acaricié el suave terciopelo. Le miré; estaba nervioso y no le quitaba ojo al estuche. Lo abrí despacio y me quedé sin aliento. Dentro brillaba un reloj de plata.
—Oh, señor Bur... —comencé, y me agarró la mano.
—Por favor, Sandy —me interrumpió—. Ahora soy Gregory, ¿vale?
Ahora soy Gregory. Ahora soy Gregory. Ahora soy Gregory. Un coro de ángeles me cantaba al oído.
Asentí con una sonrisa. Saqué el reloj del estuche y me lo puse en la muñeca izquierda, pero tuve problemas con el cierre. Todavía estaba aturdida por la sorpresa.
—Si lo miras por detrás verás que tiene tu nombre grabado.
Con manos temblorosas me ayudó a darle la vuelta. Allí estaba: «Sandy Shortt. Y que nunca desaparezca.» Sonreímos.
—No lo fuerces —me advirtió al ver cómo intentaba cerrarlo—. Espera, deja que te ayude —dijo, y en ese momento el cierre dio un chasquido entre mis dedos.
Me quedé helada.
—¿Lo he roto?
Se sentó a mi lado en el sofá; trataba de arreglarlo con poca maña. Mientras, su piel rozaba la mía y yo me derretía por dentro. Sí, me derretía.
—No se ha roto, pero el cierre se ha aflojado. Tendré que llevarlo a arreglar —dijo. Procuró evitar que la desilusión se le notara en la voz, pero fracasó totalmente.
—¡No! —Le impedí que me lo quitara—. Me encanta, quiero dejármelo puesto.
—Está demasiado flojo, Sandy. Puede abrirse y caerse.
—No, no lo perderé de vista. No lo perderé.
Parecía indeciso.
—Por lo menos deja que lo lleve hoy. —De acuerdo.
Dejó de toquetearlo y por fin nos quedamos quietos. Nos miramos.
—En realidad te he regalado esto para ayudarte a administrar el tiempo. Queda prohibido que volvamos a pasar tres años sin contacto.
Bajé la vista y di vueltas al reloj en mi muñeca, mientras admiraba los eslabones de la pulsera y la esfera de nácar.
—Gracias, Gregory. —Sonreí, encantada con la sensación que sentía en la boca, en la lengua, al decirlo—. Gregory, Gregory —repetí unas cuantas veces más mientras él se reía y disfrutaba cada instante.
Permití que me invitara a comer para ver dónde estábamos.
Aquello fue todo lo desastroso que podía haber sido.
Tomamos suficiente comida orgánica como para que nos durase el efecto hasta el fin de nuestros días. Si alguno de los dos tuvo la ridícula idea de que aquello sería el principio de algo especial —y con toda certeza ambos la tuvimos— bajamos de las nubes al darnos cuenta de que estábamos otra vez allí, donde lo habíamos dejado. O, muy posiblemente, en el momento en que Jack tenía que caminar entre briznas de hierba afiladas como cuchillas de afeitar. Yo era Scathach y mi corazón estaba en la isla de Scathach, y tanto la una como la otra mostrábamos nuestra versión más feroz. Yo había empeorado con el tiempo.
Sin embargo, nunca, ni un solo día, me quité el reloj. En ocasiones se me caía, pero eso nos ocurre a todos. Volvía a ponerlo en su sitio, donde yo sentía y sabía que estaba en su sitio. Aquel reloj significaba un montón de cosas desagradables. El lado positivo de nuestra comida de aprendizaje fue que confirmó que nos sentíamos inextricablemente vinculados, como si nos uniera un cordón umbilical invisible que nos permitía alimentarnos el uno del otro, darnos vida mutuamente. Y eso nos ayudaba a crecer.
Inevitablemente, aquello también tenía un lado burlón: podíamos tirar del cordón cada vez que quisiéramos, podíamos torcerlo y anudarlo sin importarnos que las torceduras y los nudos tuvieran la capacidad de ahogarnos y asfixiarnos lenta y recíprocamente.
Si de lejos todo era fantástico, de cerca las cosas eran completamente distintas. No podíamos combatir los efectos del tiempo; el tiempo nos cambia, cada año que pasa nos cubre con otra capa, cada día somos un poco más de lo que éramos. Pero por desgracia para mí y para Gregory, saltaba a la vista que yo era mucho menos de lo que había sido una vez.