35

Bobby se plantó en la puerta del almacén con los brazos cruzados sobre el pecho y el ceño fruncido.

—¿Cómo dices? —Me puse de pie apresuradamente y me erguí en toda mi estatura. No pareció tan seguro de sí mismo cuando hube alzado mis casi dos metros delante de él. Dejó caer las manos a los costados y tuvo que levantar la vista para mirarme.

—¿No te llamas Bobby Stanley?

—No, para toda la gente de aquí me llamo Bobby Duke —dijo a la defensiva, en tono acusador, infantil.

—¿Bobby Duke? —Me froté el rostro con frustración—. ¿Cómo? —repetí—. ¿Igual que el tipo de la película de vaqueros? ¿Por qué?

—El porqué es lo de menos. —Se puso colorado—. Me parece que ahora lo más importante es que tú eres la única persona que sabe mi nombre verdadero. ¿ Cómo lo sabes?

—Conozco a tu madre, Bobby —dije en voz baja—. No es ningún misterio. Es así de simple.

Los últimos días habían estado llenos de secretos, misterios y mentiras piadosas. Pero había llegado el momento de dejar de fingir, al menos por ahora. Lo único que quería era conocer a las personas que había estado buscando, decirles lo que sabía y llevarlas a casa. Eso es lo que iba a hacer. De pronto, mientras lo pensaba, me di cuenta de que Bobby se había quedado mudo y estaba un poco pálido.

—¿Bobby?

No contestó, sólo se retiró un poco de la puerta. —Bobby, ¿te encuentras bien? —pregunté con más amabilidad.

—Sí-dijo con aspecto de no encontrarse nada bien. —¿Seguro?

—Ya me lo imaginaba. —Habló en voz baja. —¿Qué?

—Es como si ya supiera que conocías a mi madre. No ha sido cuando he abierto la puerta de la tienda esta mañana y me has llamado señor Stanley, ni cuando todos los que fueron a las pruebas me dijeron que sabías tantas cosas; lo supe cuando vi que no paraba de encontrar cosas tuyas. —Miró hacia el suelo, miró mi vida pasada allí esparcida—. Cuando estás solo, buscas señales. Unas veces te las inventas, otras son de verdad, pero casi nunca consigues ver la diferencia. En esta señal creía como en ninguna.

Sonreí.

—Eres exactamente como dijo tu madre.

El labio inferior le temblaba y trató de disimularlo.

—¿Está bien?

—Aparte de extrañarte como una loca, está bien.

—Desde que mi padre nos abandonó siempre fuimos sólo ella y yo. No soporto que esté sola.

La voz le cambiaba de tono, aunque intentaba controlarse.

—Nunca está sola, Bobby; tiene a tus tíos, tus tías y tus abuelos. Además, invita a casa a cualquiera que tenga ganas de escuchar y le muestra los álbumes de fotos y los vídeos caseros. Creo que no hay una sola persona en todo Baldoyle que no te haya visto marcar el gol en la final contra el St. Kevin.

Sonrió.

—Pudimos haber ganado el partido de no haber sido por... —Se calló. Proseguí por él:

—De no haber sido por la lesión de Gerald Fitzwilliam en el segundo tiempo.

Levantó la cabeza y me miró con ojos brillantes.

—Fue culpa de Adam McCabe. —Chasqueó la lengua y sacudió la cabeza.

—No tendrían que haberle puesto de centrocampista —dije, y se rio. Y lo hizo con aquellas carcajadas que tantas veces había oído en los videos caseros, la risa de la que su familia tanto hablaba. Un sonido agudo, divertido y contagioso que al instante me hizo reír.

—Vaya, la conoces muy bien.

—Bobby, puedes creerme, no es preciso conocer muy bien a tu madre para saber eso.

Jack estaba en casa de Mary Stanley. Tomaban café y veían videos caseros de su hijo Bobby.

—Mire este trozo. —Mary se adelantó hasta el borde del sillón, pero se le derramó café por el borde del tazón y se manchó los pantalones vaqueros—. ¡Ay! —Saltó hacia atrás haciendo una mueca y Jack se irguió: pensaba que se había quemado—. Aquí es donde todo salió mal —dijo enojada.

Jack se dio cuenta de que se refería al televisor y se recostó en el sofá.

—¿Lo ve? —Señaló el televisor y volvió a derramársele café.

—Tenga cuidado —le advirtió Jack.

—No pasa nada. —Se frotó la pierna sin mirar—. Aquí es cuando todo se echó a perder. Podríamos haber ganado ese partido de no haber sido por él —señaló otra vez—, Gerald Fitzwilliam, que se lesionó en el segundo tiempo.

—Hummm —contestó Jack mientras bebía un sorbo de café y miraba la temblorosa imagen del partido. La mayor parte del tiempo lo único que lograba ver era una mancha verde borrosa seguida de unos cuantos primeros planos de la cabeza de Bobby.

—Fue culpa de Adam McCabe. —Chasqueó la lengua y sacudió la cabeza—. No tendrían que haberle puesto de centrocampista.

Bobby me condujo por una empinada escalera de caracol hasta su casa, que estaba encima de la tienda. Le esperé en la sala de estar sentada en un impresionante sofá de cuero que imaginé que alguien había esperado con impaciencia más de las seis semanas de plazo aproximado de entrega. Me trajo un vaso de zumo de naranja y un cruasán y mi hambriento estómago gorjeó agradecido.

—Pensaba que todo el mundo comía en el comedor —dije antes de atacar el cruasán recién hecho, que se deshacía entre mis dedos.

—Digamos que la jefa de cocina siente cierta debilidad por mí. Tiene un hijo de mi edad en Tokio. Me pasa comida de vez en cuando y, a cambio, le tomo el pelo, la fastidio y hago otras cosas típicas de un hijo.

—Encantador —murmuré con la cara cubierta de migajas.

Bobby me miraba fijamente; no había tocado la comida de su plato.

—Quiero saber más —dijo con gravedad.

Miré con tristeza lo que quedaba de mi cruasán en el plato. Tenía muchas ganas de terminármelo, pero la mirada de Bobby me dijo que su madre se merecía que se lo contara todo cuanto antes.

—¿Quieres saber cosas sobre tu madre? —pregunté, y bebí un sorbo de zumo de naranja para arrastrar los restos de cruasán.

—No, quiero saberlo todo sobre ti.

Y se acomodó en el sofá mientras yo le observaba con la boca abierta, vagamente desorientada.

—Me han dicho que diriges una agencia de actores. ¿Fue a través de la agencia como te hiciste amiga de mi madre?

—La verdad es que no.

—Ya me lo figuraba.

—¿Qué quieres decir?

—Tú no tienes ninguna agencia de actores, ¿verdad? No pareces ese tipo de persona.

Abrí la boca y me sentí extrañamente ofendida.

—¿Por qué, qué tipo de persona suele dirigir una agencia de actores?

—Personas que no son como tú. —Sonrió—. ¿A qué te dedicas en realidad?

—Busco —sonreí—. Voy a la caza.

—¿De talento?

—De personas.

—¿De personas con talento?

—Supongo que todas las personas que busco tienen alguna clase de talento, aunque contigo no estoy tan segura. —Bobby pareció confundido, así que decidí dejar las bromas inoportunas y confiar en él—. Tengo una agencia de personas desaparecidas, Bobby.

Al principio se quedó atónito. Luego, a medida que lo asimilaba, se le empezó a dibujar una sonrisa que enseguida creció hasta las orejas, se convirtió en pura risa y la risa en aquellas carcajadas tan contagiosas que ya conocía bien, así que yo también me puse a reír.

De repente se detuvo.

—¿Has venido para llevarnos de vuelta a casa o sólo de visita?

Miré su cara esperanzada y me sentí triste.

—Ni lo uno ni lo otro. Yo también estoy atrapada aquí, por desgracia.

En los peores momentos de la vida se pueden hacer dos cosas: desmoronarse, perder la esperanza y negarse a seguir adelante y tumbarse boca abajo a aporrear el suelo y patalear, o reírse. Bobby y yo hicimos lo segundo.

—Está bien. Lo que tienes que hacer es no contarle nada de esto a nadie —dijo Bobby.

—No lo he hecho. Aparte de Joseph y Helena, no lo sabe nadie más.

—Bien. Podemos confiar en ellos. ¿La idea de la obra fue de Helena?

Asentí.

—Una maniobra inteligente. —Los ojos le chispearon con picardía—. Sandy, de verdad que tienes que ir con mucho cuidado. Esta mañana la gente hablaba en el comedor.

—¿Qué tiene de raro hablar en el comedor? —bromeé, y me zampé el resto del cruasán.

—Venga, que esto es serio. Hablaban sobre ti. Los aspirantes seguramente habrán hablado con sus amigos y familiares sobre lo que les contaste, éstos se lo habrán contado a otras personas y ahora todo el mundo habla de lo mismo.

—¿Tan malo es que lo sepan? Es decir, ¿qué daño puede hacer que todos sepan que me dedicaba a buscar personas desaparecidas?

Bobby abrió mucho los ojos.

—¿Estás loca? Casi todas las personas de aquí ya se han establecido y no volverían a su vida anterior aunque les pagasen. Y no sólo porque aquí el dinero no sirva de nada. Pero hay muchos que aún no tienen los pies en la tierra y siguen tratando de hallar el modo de marcharse de aquí. Esas personas se pegarán a ti día y noche, sin descanso, y desearás no haber abierto la boca.

—Helena me dijo lo mismo. ¿Ya ha ocurrido antes?

—¡Dios mío, que si ha ocurrido antes! Bueno, las circunstancias no eran exactamente las mismas. —Hizo un ademán evasivo y abandonó el tono teatral—: Unos años antes de que yo llegara aquí, un anciano afirmaba que las cosas se le perdían continuamente. Si quieres saber mi opinión, lo que estaba perdiendo era la cabeza. Bueno, pues en cuanto la gente se enteró, no podía ir ni al lavabo sin que alguien le acompañara. Le seguían absolutamente a todas partes. Cuando iba al comedor, la gente acudía en multitud a su mesa; le seguían a las tiendas y hasta montaban guardia delante de su casa. Fue una locura. Finalmente tuvo que dejar el trabajo, porque siempre había unos cuantos que le respiraban en la nuca.

—¿En qué trabajaba?

—Era cartero.

—¿Cartero? ¿Aquí? —Hice una mueca.

—¿Qué tiene de raro? Aquí necesitamos carteros más que en ninguna otra parte. La gente necesita enviar cartas, mensajes y paquetes a los pueblos de los alrededores, pues aunque tengamos teléfonos, televisores y ordenadores, no están conectados a ninguna red o servicio, sólo emiten electricidad estática. Pero dejemos eso, el caso es que no podía ir en bicicleta a los pueblos con un rebaño de gente tras él. Los habitantes de los pueblos empezaron a hartarse de aquella situación, pero los que le seguían confiaban en que, por obra de un milagro, les enseñaría la manera de marcharse de aquí.

—¿Y qué sucedió? —pregunté, sentada en el borde del sofá.

—Entre todos lo volvieron loco, más loco de lo que ya estaba. No tenía un instante de intimidad. —¿Dónde está ahora?

—No lo sé. —De repente Bobby parecía aburrido de la historia—. Desapareció. Lo más probable es que esté a unos cuantos pueblos de aquí. Joseph lo sabrá porque eran muy amigos. Pregúntale a él.

Me estremecí.

—¿Tienes frío? —preguntó Bobby sorprendido—. Siempre hace mucho calor aquí arriba. Estoy sudando a mares.

Recogió los platos y los vasos. Actuaba con aparente serenidad, pero me di cuenta. Con el rabillo del ojo vi que me observaba un buen rato antes de irse de la habitación. Quería comprobar si su semilla estaba bien plantada. Pero no tenía que preocuparse. Lo estaba.