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Nací y me crié en el condado de Leitrim, en Irlanda, el condado más pequeño del país, con unos 25.000 habitantes. Antaño capital del condado, Leitrim conserva los restos de un castillo y algunos edificios antiguos, pero ha perdido la importancia que tuvo y se ha convertido en un pueblo. El paisaje es variado: colinas marrones cubiertas de matorral, montañas majestuosas con amplios valles e infinidad de lagos pintorescos. Leitrim no tiene salida al mar; limita al oeste con Sligo y Roscommon, al sur con Roscommon y Longford, al este con Cavan y Fermanagh y al norte con Donegal. Cuando estoy allí, siento una repentina claustrofobia y un irresistible deseo de pisar tierra firme.

Hay un dicho en Leitrim que afirma que lo mejor que sale de allí es la carretera de Dublín. Terminé la escuela a los diecisiete años, solicité una plaza en los Guards y finalmente tomé la carretera de Dublín. Desde entonces, pocas veces he hecho el trayecto de regreso. Cada dos meses iba a visitar a mis padres a su casa adosaba de tres habitaciones, en aquella callecita sin salida y con doce casas donde crecí. En principio, mi intención era pasar allí el fin de semana, pero casi siempre me marchaba el primer día, sirviéndome de una emergencia en el trabajo como excusa para recoger la bolsa sin deshacer que había dejado en la entrada y conducir, conducir, conducir a toda velocidad por la mejor cosa que sale de Leitrim.

No tenía una mala relación con mis padres. Siempre me dieron todo su apoyo; estaban dispuestos a esquivar balas, a adentrarse en incendios y a escalar montañas si eso servía para hacerme feliz. La verdad es que su actitud me incomodaba. En su mirada me reconocía, y eso no me gustaba. Me veía reflejada en sus expresiones mejor que en ningún espejo. Hay personas que tienen ese don: te miran y su cara te hace saber con toda exactitud cómo te estás comportando. Supongo que era porque me querían, pero a mime resultaba imposible pasar mucho tiempo con personas que me querían por culpa de esos ojos, por culpa de ese reflejo.

Desde que cumplí diez años se habían andado con pies de plomo conmigo, me habían observado con cautela. Habían fingido conversaciones y risas falsas que resonaban por toda la casa. Intentaban distraerme, crear una atmósfera de relajada normalidad, pero yo sabía lo que estaban haciendo y por qué, y sólo servía para que fuera consciente de que algo iba mal.

Me apoyaban mucho, me querían mucho, y cada vez que había que poner la casa patas arriba para emprender una nueva búsqueda infructuosa, nunca daban su brazo a torcer sin antes resistirse amablemente. Leche y galletas sobre la mesa de la cocina, la radio sonando de fondo y la lavadora en marcha, todo ello para romper el incómodo silencio que inevitablemente se nos venía encima después.

Mamá me miraba con aquella sonrisa que no abarcaba sus ojos, aquella sonrisa que hacía que le rechinaran los dientes cuando creía que no la miraba. Con falsa naturalidad en la voz y con aquella expresión forzada de felicidad, ladeaba la cabeza, procuraba que no notase que me estaba estudiando con detenimiento y decía:

—¿Por qué quieres volver a registrar la casa, cielo?

Siempre me llamaba «cielo», como si supiera tan bien como yo que así como Jenny-May Butler no era un ángel, yo ya no era Sandy Shortt.

Por más acción y ruido que hubiese en la cocina para llenar el incómodo silencio, la cosa no parecía dar resultado. El silencio lo ahogaba todo.

—Porque no lo encuentro, mamá —contesté.

—¿De qué par se trata? —Con una sencilla sonrisa, fingía que aquello era una conversación despreocupada y no un intento desesperado de interrogarme para averiguar cómo funcionaba mi mente.

—Los azules con rayas blancas. —Prefería los calcetines de colores vivos e identificables para que fuese fácil encontrarlos.

—Bueno, quizá no metiste los dos en la cesta de la ropa sucia, cielo. A lo mejor el que andas buscando está en algún rincón de tu habitación.

Sonrió procurando no titubear, no tragar saliva. Yo sacudí la cabeza:

—Metí los dos en la cesta, te vi meterlos en la lavadora y luego sólo salió uno. No está en la lavadora y tampoco en la cesta.

Lo de tener la lavadora en marcha como distracción no tuvo éxito, y el electrodoméstico se convirtió en el centro de atención. Mi madre se esforzaba por no perder aquella plácida sonrisa mientras revisaba el contenido de la canasta en el suelo de la cocina: toda la ropa que había doblado estaba ahora esparcida y desordenada. Por un instante dejó caer su máscara. Podría no haberme fijado si hubiese pestañeado, pero vi su mirada. Era miedo. No por el calcetín desaparecido, sino por mí. Pero enseguida volvió a encajarse la sonrisa, encogiéndose de hombros como si la cosa no tuviera importancia:

—A lo mejor se lo ha llevado el viento. La puerta del patio estaba abierta.

Negué con la cabeza.

—O puede que se haya caído de la cesta mientras la traía aquí-dijo.

Volví a negarlo. Tragó saliva y su sonrisa se tensó: —Quizás esté entre las sábanas. Esas sábanas son muy grandes; es muy difícil ver un calcetín tan pequeño si está ahí.

—Ya lo he comprobado.

Cogió una galleta del centro de la mesa y la mordió con fuerza: hacía lo que fuera para borrar la sonrisa de su expresión afligida. Masticó un rato para fingir que no pensaba, que escuchaba la radio, mientras tarareaba la melodía de una canción que ni siquiera conocía. Cualquier cosa con tal de hacerme creer que no había ningún motivo de preocupación.

—Cielo —sonrió—, a veces las cosas se pierden sin más.

—¿Y adonde van cuando se pierden?

—No van a ninguna parte. —Volvió a sonreír—. Siempre están ahí, donde las dejamos o las olvidamos. Lo que pasa es que no miramos en el sitio correcto cuando las buscamos.

—Pero he mirado en todas partes, mamá. Siempre lo hago.

Lo había hecho, siempre lo hacía. Lo ponía todo patas arriba; no había un solo sitio en toda la casa que se hubiese librado de mis registros.

—Un calcetín no puede echarse a caminar si no tiene un pie dentro —dijo mamá, riendo con falsedad.

¿Lo ven? Igual que mamá se rindió al llegar ahí, casi todo el mundo deja de hacerse preguntas y de preocuparse cuando está en ese punto: algo se ha perdido, uno sabe que tiene que estar en algún lado y aunque lo ha buscado por todas partes sigue sin haber rastro. Así que lo atribuye a su locura, se culpa por haberlo perdido y acaba por olvidarlo. Yo era incapaz de hacer eso.

Recuerdo que mi padre volvió del trabajo aquella tarde y encontró una casa que literalmente estaba patas arriba.

—¿Has perdido algo, cielo? —me preguntó.

—Un calcetín azul con rayas blancas —fue mi respuesta, que llegó apagada desde debajo del sofá.

—¿Sólo uno otra vez?

Dije que sí con la cabeza.

—¿El izquierdo o el derecho?

—El izquierdo.

—Vale, miraré arriba.

Colgó el abrigo y el paraguas en el perchero de la entrada, dio a su confundida esposa un beso en la mejilla y una palmadita de ánimo en la espalda y subió las escaleras. Estuvo dos horas buscando en la habitación de mis padres, pero no le oía moverse. Un vistazo por el ojo de la cerradura me enseñó a un hombre tendido boca arriba en la cama con una toallita sobre los ojos.

Durante mis visitas posteriores me harían las mismas preguntas casuales que no pretendían ser impertinentes, pero que para alguien que estaba a la defensiva parecía que lo fuesen:

—¿Algún caso interesante en el trabajo? —¿Cómo van las cosas por Dublín? —¿Qué tal el piso? —¿Nada de novios?

Nunca había ningún novio; no quería otro par de ojos tan elocuentes como los de mis padres escrutándome día y noche. Había tenido amantes, novios, amigos y ligues de una noche. Había probado lo suficiente como para saber que todo fracasaría a la larga. Era incapaz de tener una relación profunda: no me importaba lo suficiente, no daba ni deseaba lo suficiente. No me interesaba lo que aquellos hombres me ofrecían y ellos no entendían lo que yo necesitaba, así que todo eran sonrisas tensas mientras les decía a mis padres que el trabajo iba bien, que en Dublín había mucho ajetreo, que el piso era fantástico y que no, no tenía novio.

Siempre que me despedía de ellos, incluso cuando abreviaba mis visitas, papá proclamaba con orgullo que yo era lo mejor que jamás había salido de Leitrim.

La culpa no fue de Leitrim, pero tampoco de mis padres. Siempre me apoyaron y sólo ahora me doy cuenta. Cada día que pasa descubro que constatar eso es mucho más frustrante que no encontrar lo que uno busca.