37

Jack durmió en el minúsculo cuarto de Bobby aquella noche, rodeado de carteles de coches deportivos y rubias semidesnudas. En el techo había miniaturas de estrellas y naves espaciales que tiempo atrás habían brillado en la oscuridad, pero que ahora, igual que la presencia de Bobby, apenas emitían un ligero resplandor. Había adhesivos pegados a la puerta y el papel pintado descolorido había sido arrancado: He-Man se había quedado sin espada, Bobby Duke sin sombrero de vaquero y Darth Vader sin casco. El edredón azul marino ofrecía una panorámica del sistema solar, con todos los planetas y lugares del universo a la vista excepto aquél donde se encontraba Bobby.

En el escritorio había montones de compactos, un reproductor de música, auriculares y revistas que contenían aún más coches y mujeres. Unos pocos libros escolares ocupaban un rincón; estaba claro el poco interés que suscitaban en su propietario. Encima del escritorio, estantes a reventar con más compactos, DVD, revistas, medallas y trofeos de fútbol. Jack pensó que era imposible que nada hubiese cambiado en aquel cuarto desde que Bobby saliera de allí para nunca regresar. Jack tocó tan pocas cosas como pudo y caminó de puntillas por la alfombra con la intención de no dejar pisadas. Todo lo que había en el cuarto era valiosísimo y sólo existía como material de museo.

Entre los carteles de coches y glamurosas modela desnudas asomaba el papel pintado de motivos infantiles.

Justo debajo de la superficie se hallaba la niñez, separada de la adolescencia tan sólo por una delgada capa de papel impreso. Era el cuarto de alguien que estaba entre la niñez y la edad adulta, en un punto intermedio entre la inocencia y la consciencia, en el camino del descubrimiento.

Jack volvió a tener la impresión de haber estado antes en la casa. Se sentía atrapado en un tiempo que no estaba autorizado a poner en marcha otra vez. La placa de la puerta, que decía «Cuarto de Bobby: No entrar», había sido respetada, y el cuarto estaba cerrado a cal y canto con todo dentro, todos los preciados objetos allí guardados como en una caja fuerte. Jack se preguntó si Bobby estaría ahora en otra parte, viviendo su vida, si habría dejado atrás la imagen a la que Mary se aferraba con tanto empeño o si su viaje habría terminado. ¿Iba a existir para siempre en el tiempo sin ser un niño ni tampoco un hombre, en un lugar intermedio como una persona intermedia, sin haber completado nada, sin haberse desarrollado del todo?

Pensó en su propia negativa a olvidar a Donal, pensó en lo que el doctor Burton le había dicho sobre lo de reemplazar una búsqueda por otra cuando uno está en un callejón sin salida. Supuso que aquella teoría sería cierta, pero estaba convencido de que no se debía a su falta de voluntad o a su incapacidad de seguir adelante. Descartó la idea de que su actitud fuese semejante a la de Mary, que vivía aferrada a los recuerdos y atrapada eternamente en un instante que hacía mucho que había pasado. Se tapó la cabeza con el edredón y se escondió de la galaxia que tenía en cima. Era consciente de que buscar a Sandy no le serviría para encontrar a Donal, pero algo en su corazón, algo en su mente le empujaba adelante.

Al día siguiente ya era viernes, y si Sandy no reanudaba su vida, llevaría seis días desaparecida. Ahora Jack debía decidir si había llegado el momento de echarse atrás, abrir la puerta de su vida y dejar que el tiempo atrapado y los recuerdos escapasen, para así seguir adelante y recuperar todo lo que había desatendido y abandonado; o podía continuar la búsqueda a toda máquina, por más extraña y fuera de lo normal que pareciese. Pensó en Gloria sola en casa, en su ausencia de sentimientos hacia ella, su vida en común y su futuro, y decidió que él, igual que el Bobby que todavía habitaba en aquel cuarto, se estaba embarcando en un viaje de descubrimiento. Oyó a Mary apagar el televisor y desenchufar aparatos en la cocina. Una abertura de la cortina dejó pasar un súbito rayo de luz, que entró en la habitación y dibujó una raya amarilla sobre la imagen de un Ferrari. Al caer en la cuenta de que era la luz del porche, a Jack le invadió una indescriptible sensación de calma y se quedó mirando la luz de la pared hasta que los párpados le pesaron.

Se despertó a las nueve menos cuarto de la mañana siguiente con el sonido de su teléfono.

—¿Diga? —contestó con voz ronca mientras miraba alrededor. Por un instante creyó que había retrocedido en el tiempo hasta la adolescencia y que se estaba despertando en casa de su madre. Su madre... Sintió una punzada por su ausencia.

—¿Qué demonios estás haciendo? —preguntó muy enojada su hermana Judith. De fondo se oían bebés que lloraban y ladridos.

Jack gruñó:

—Despertarme.

—¿Sí? —dijo Judith sarcástica—. ¿Al lado de quién?

Jack se giró hacia la derecha y miró a la rubia que lucía poco más que un sombrero de vaquero y un par de botas.

—Candy, de Houston, Tejas. Le gusta montar a caballo, la limonada casera y sacar a su perro Charlie a pasear.

—¿Qué? —chilló Judith, y un bebé lloró aún más fuerte.

Jack se echó a reír.

—Relájate, Judith. Estoy en el cuarto de un chaval de dieciséis años. No hay de qué preocuparse.

—¿Que estás dónde? A Jack le pareció oír disparos.

—¡¡James, baja el volumen de la tele!!

—Aahh... —Jack se apartó el teléfono de la oreja.

—Lo siento, ¿te ha molestado este ruido a cientos ele kilómetros? —vociferó Judith, subrayando la última parte de la frase.

—Judith, ¿por qué estás tan irritable hoy?

Judith suspiró.

—Pensaba que sólo ibas a Dublín a ver al médico.

—Y así era, pero se me ocurrió hacer unas cuantas preguntas antes de volver a casa.

—¿Esto tiene que ver con la mujer de la agencia de personas desaparecidas?

—Sandy Shortt, sí.

—¿Qué estás haciendo, Jack? —preguntó en voz baja.

Jack apoyó la cabeza contra las intimidades de Babs, de Australia.

—Estoy reconstruyendo mi vida —contestó.

—¿Y tienes que destrozarla primero?

—¿Te acuerdas de cuando hacíamos juntos el puzle de Humpty Dumpty cada Navidad?

—Ay, por Dios, has perdido la cabeza —dijo Judith

—Sígueme la corriente. ¿Te acuerdas?

—¿Cómo voy a olvidarlo? El primer año no lo terminamos hasta marzo, y todo porque mamá lo recogió de la mesa del salón de invitados presa del pánico cuando el padre Keogh nos hizo una de sus visitas sorpresa.

Se rieron.

—Cuando el padre Keogh se marchó, papá vino a ayudarnos a empezar otra vez, ¿recuerdas? Nos enseñó a separar todas las piezas, a ponerlas primero con la cara hacia arriba para luego empezar a juntarlas.

—Y decían: «Todos los caballos del rey y todos los hombres del rey» —suspiró—. Así que estás juntando tus piezas.

—Exacto.

—Mi hermano pequeño, de repente tan filosófico. ¿ Que fue de las salidas al pub y de los chistes de pedos? Jack se rio.

—Siguen en alguna parte dentro de mí. Judith se puso sería.

—Entiendo lo que estás pasando y entiendo lo que estás haciendo, pero ¿tienes que hacerlo por tu cuenta sin decir nada a nadie? ¿No podrías al menos venir para el festival de este fin de semana? Esta noche voy a ir con Willie y los niños. Hay un concierto al aire libre y juegos para los críos y la habitual exhibición de fuegos artificiales el domingo por la noche. Nunca te los has perdido.

—Intentaré llegar a tiempo —mintió Jack.

—No sé de dónde saca la paciencia Gloria. Parecía tan de acuerdo con que te quedaras en Dublín... Pero no me cabe duda de que la estás poniendo a prueba. ¿La estás apartando de ti deliberadamente?

Jack estuvo a punto de lanzarse a otra defensa de sí mismo, pero se detuvo y, para variar, pensó en ello.

—No lo sé —suspiró—. Quizá. No lo sé.

—Buenos días. —Mary estaba llamando a la puerta.

—Adelante —contestó Jack, y rápidamente se tapó con el edredón.

Se oyeron unos golpecitos y un tintineo mientras el picaporte giraba y Mary abría la puerta con un desayuno servido en bandeja.

—Caramba —dijo Jack mirando la comida con gran apetito.

Mary puso la bandeja encima del escritorio, en el borde. No movió ninguna revista ni ningún compacto; prefería dejar la bandeja allí, aunque fuera en dudoso equilibrio. No había que tocar nada. Jack se sorprendió de que le hubiese permitido dormir en aquella cama.

—Gracias, Mary, tiene un aspecto delicioso.

—No hay de qué. De vez en cuando me encantaba darle a Bobby el capricho de desayunar en la cama. —Contempló la habitación mientras se retorcía las manos—. ¿Has dormido bien?

—Sí, gracias —contestó Jack cortésmente.

—Mentiroso —dijo Mary de camino a la puerta—. No he dormido una sola noche entera desde que Bobby desapareció. Apuesto a que te sucede lo mismo.

Jack se limitó a sonreír, agradecido al oír que no era el único.

—Ahora tengo que ir a abrir la tienda, pero no te des prisa. Te he dejado una toalla en el cuarto de baño. —Son rió, echó una última mirada angustiada al cuarto y se fue

Jack se alegró de haber anotado todas las citas futuras de Sandy antes de entregar su agenda al doctor Burton. Para hoy había escrito: «YMCA Aungier Street. 12 mediodía — Sala 4.» No mencionaba para nada de qué se trataba, pero Jack había observado que Sandy iba allí —o al menos lo apuntaba— una vez cada mes. Resolvió que lo mejor sería presentarse allí directamente.

Entró en el edificio a las doce y diez por culpa del desesperante tráfico de Dublín, ya que aún no se había acostumbrado a tenerlo en cuenta al calcular el tiempo de sus desplazamientos por la ciudad. Detrás del mostrador de recepción no había nadie. Se inclinó sobre el escritorio, miró a derecha e izquierda y llamó, pero fue inútil. Había varias puertas con carteles que anunciaban clases de musculación, puericultura, informática, terapias y programas ocupacionales para jóvenes. Se preguntó qué habría tras la puerta número cuatro. Tenía serias dudas de que se tratara de otro servicio de orientación psicológica, pero fuese lo que fuese esperó no encontrarse con una sala de musculación; los ordenadores eran mejor opción, no le importaría aprender un poco de informática. Llamó suavemente a la puerta mientras buscaba algún indicio de lo que se hacía en aquella sala. Deseaba con todas sus fuerzas que Sandy estuviera allí.

La puerta se abrió y apareció una señora muy afable:

—Hola. —Sonrió; su voz fue casi un susurro.

—Lamento interrumpir —dijo Jack en voz baja. Fuese lo que fuese lo que estuvieran haciendo detrás de la puerta, estaba claro que lo hacían en silencio. Yoga. Esperó que no fuese yoga.

—No te preocupes, todo el mundo es bienvenido a la hora que sea. ¿Por qué no te quedas?

—Pues... sí. En realidad estoy buscando a Sandy Shortt.

—Ah, ya veo. ¿Te lo ha recomendado ella?

—Sí —asintió Jack con un gesto exagerado.

La señora abrió más la puerta y un círculo de personas se volvió a mirar. Nada de colchonetas, pensó con alivio, no era yoga. El corazón le palpitaba mientras buscaba a Sandy; se preguntaba si ella le vería antes de que él la localizara. Y si ahora mismo le estaba mirando, ¿le reconocería? ¿Se enfadaría con él por haberla encontrado escondida en su madriguera o le estaría agradecida, aliviada de que alguien hubiese notado su ausencia?

—Bienvenido, pasa y toma asiento.

La señora extendió el brazo hacia dentro mientras alguien cogía una silla de un rincón y la colocaba en el círculo. Jack caminó hacia ellos mirando una cara tras otra en busca de Sandy. El círculo se agrandó a medida que se acercaba, con un movimiento como el de un paraguas que se abre lentamente. Se sentó, aturdido. Sandy no estaba allí.

—Es una lástima, pero Sandy no ha venido hoy, como puedes ver.

—Sí, ya lo veo.

Le rechinaron los dientes y el consabido dolor empezó a palpitarle en la parte de atrás de la boca.

—Me llamo Tracey —dijo la señora, sonriente.

—Hola. —Jack carraspeó nerviosamente mientras todos los presentes se volvían para mirarlo, evaluarlo, estudiarlo, analizar cada uno de sus torpes movimientos—. Me llamo Jack.

—Hola, Jack —respondieron todos al unísono. Jack se quedó paralizado. Abrió los ojos estupefacto ante el tono hipnótico de sus voces. Se produjo un largo silencio mientras se revolvía en la silla, incómodo, sin saber qué se suponía que tenía que hacer.

—Jack, ¿prefieres que hoy los demás hablen primero v quizá la semana próxima nos podrás contar tu historia?

¿Su historia? Miró a los demás; algunos tenían cuadernos y bolígrafos en el regazo. A un lado de la sala había una pizarra donde habían escrito «Trabajo de redacción» dentro de un círculo. De ese círculo salían las palabras «sentimientos», «pensamientos», «preocupaciones», «ideas», «lenguaje», «expresión», «tono», entre muchas otras que no llegó a leer. Finalmente, concluyó que era muy probable que se tratara de un taller de escritura creativa.

—Claro —contestó aliviado—. Me gustaría escuchar a los demás primero.

—Vale. Richard, podrías empezar tú contándonos cómo te ha ido este mes.

—Toma, creo que te será útil —susurró una mujer al lado de Jack mientras le daba un folleto.

—Gracias.

Lo dejó en su regazo y decidió esperar a que Richard acabara su relato antes de leerlo. La historia de Richard era un cuento bastante absurdo sobre un tipo nada simpático y su miedo constante a actuar empujado por impulsos violentos. Sin abandonar el tono aburrido, pasó a recitar la historia exasperante y lamentable de cómo aquel hombre igualmente exasperante y lamentable sentía una responsabilidad excesiva por la seguridad del prójimo, hasta el punto de que le daba miedo conducir por temor a atropellar a alguien. De vez en cuando Jack meneaba la cabeza y se reía con ganas; daba por sentado que se trataba de una comedia, aunque de un humor truculento, pero no tardo en dejar de hacerlo al ver las numerosas miradas de extrañeza que le lanzaba el grupo.

Minutos más tarde —parecieron horas—, la sala seguía reverberando con la incesante perorata de Richard. Cada palabra retumbaba aún en la cabeza de Jack, como si no se hubiese aburrido bastante al oírlas por primera vez. A medida que el relato adquiría un tono de absoluta de presión, con la conducta del protagonista como causa de la pérdida de su esposa e hijo, Jack por fin desconectó y empezó a leer el folleto que estrujaba con las manos pegajosas.

Su cuerpo relajado se puso rígido cuando se fijó en la cubierta satinada del delgado folleto. En cuestión de segundos, calientes oleadas de color se extendieron desde su cuello hasta lo más alto de su cabeza rubia rojiza al leer «Bienvenidos a Obsesivos Compulsivos Anónimos».

Jack estuvo callado el resto de la reunión. Se sentía avergonzado por el mero hecho de estar allí y, más en particular, por su conducta de antes, durante el relato de Richard. Cuando acabó la sesión, salió de la habitación con la cabeza gacha, mezclándose entre el resto de asistentes.

—¡Jack! —gritó Tracey, y se quedó paralizado. Dejó que los demás se marcharan mientras observaba sus caras: se disponían a abandonar la zona de seguridad para enfrentarse a solas con los demonios del mundo. También vio al doctor Burton, que esperaba fuera de la sala con los brazos cruzados y cara de pocos amigos. Jack retrocedió unos pasos hacia Tracey.

Tracey le alcanzó y le tendió la mano para estrechársela.

—Gracias por haber venido hoy. —Sonrió—. Es el primer paso para empezar a curarte. Será un viaje tortuoso, te resultará difícil, pero, por favor, ten presente que todos estamos aquí para echarte una mano. —Jack oyó al doctor Burton reírse con amargura—. Los doce pasos que hemos mencionado antes, creados por Alcohólicos Anónimos y adaptados para OCA, pueden aliviarte. He comprobado que pueden reducir e incluso eliminar nuestras obsesiones y compulsiones, así que ven el próximo mes.

Tracey le dio unas palmadas de aliento en el brazo.

—Gracias —dijo Jack. Se aclaró la garganta con incomodidad: se sentía un impostor.

—¿Conoces bien a Sandy? —preguntó Tracey.

Jack hizo una mueca. Le fastidió que le hiciera aquella pregunta en presencia del doctor Burton.

—Más o menos —carraspeó otra vez.

—Si la ves, dile que vuelva a las reuniones. Es muy raro que se haya saltado la de hoy.

Jack asintió con un gesto y esta vez se alegró de que el doctor Burton estuviera allí.

—Así lo haré —le dijo a Tracey—. ¿Lo ha oído? —se dirigió al doctor Burton en cuanto ella se hubo alejado lo suficiente—. Dice que es muy raro que Sandy no haya venido. Me pregunto dónde estará.