17
Jack se impacientaba junto al Ford Fiesta. Caminaba de aquí para allá, con una mezcla de frustración e inquietud. De vez en cuando se paraba, miraba fijamente la ventanilla del pasajero e intentaba abrir la puerta para poder coger la carpeta y devorar con avidez la información que contenía. Luego se calmaba y seguía caminando. Inspeccionaba los alrededores, pero no quería alejarse demasiado del coche por si Sandy Shortt regresaba y se marchaba sin él.
Le costaba trabajo creer que Sandy Shortt fuese la mujer de la gasolinera. Se habían cruzado como dos perfectos desconocidos, pero igual que cuando hablaba por teléfono con ella, había sentido algo al verla, un vínculo que los unía. Entonces había pensado que aquello se explicaba porque eran las dos únicas personas que había allí tan temprano, pero ahora sabía que esa conexión era algo más. Y ahora, de nuevo, se tropezaba con ella en un lugar apartado. Algo le estaba arrastrando hacia ella. Habría dado cualquier cosa por retroceder a ese momento y poder hablar de Donal con ella. Había venido a Glin, después de todo. Sabía que no iba a fallarle, y había conducido toda la noche tal como le prometió. Encontrar su coche en aquel rincón desolado sólo suscitaba más preguntas de las que ya tenía. Si estaba en Glin, ¿dónde estuvo el domingo a la hora en que se habían citado?
Miró el reloj. Habían transcurrido tres horas desde que había encontrado el coche y ni rastro de ella. Una sospecha se asomó a su cabeza: ¿dónde estaba Sandy Shortt ahora?
Se sentó en el ruinoso bordillo al lado del coche e hizo lo que se había acostumbrado a hacer a lo largo del último año. Esperó. Y no iba a moverse un centímetro hasta que Sandy Shortt regresara a su coche.
Seguí al grupo a través de los árboles. Mi corazón latía tan fuerte que apenas podía oír el incesante parloteo de Bernard sobre sus años de experiencia como actor. De cuando en cuando decía que sí con la cabeza al notar sus ojos clavados en mí. Lamentablemente, nadie reaccionó ante la mención del nombre de Donal; sólo hombros encogidos y murmullos de «no le conozco». Pero en cuanto Helena pronunció su nombre ante los demás, en mi fuero interno se produjo una reacción, porque oírlo hizo que todo se volviera real para mí. Iba a ver a personas a las que había estado buscando durante años.
Sentí como si todo el trabajo de mi vida me hubiera conducido a aquel momento. Las noches en vela, mi distanciamiento de posibles amigos y de mis afectuosos padres me habían llevado a tener una vida solitaria con la que estaba contenta; pero era una vida poblada de amistades y relaciones con personas a las que no conocía. Lo sabía todo de ellas: sus colores favoritos, los nombres de sus mejores amigos, y sentía que a cada paso que daba estaba más cerca de encontrarme con mis amigos de antes, con mis añorados padres, tíos, tías y demás parientes. Reconocer estas emociones me hizo ser consciente de que me había convertido en una isla. Ninguna de aquellas personas desaparecidas en las que pensaba con tanto cariño había llegado a conocerme jamás. Cuando sus ojos se detuviesen en mí verían a una desconocida y, por contra, los míos verían cualquier cosa menos eso. Aunque no nos habíamos visto nunca, las fotos de familia de anteriores Navidades, cumpleaños y bodas, de primeros días de colegio y de puestas de largo, estaban grabadas con fuego en mi me-moría. Me había sentado con padres llorosos que me habían mostrado un álbum de fotos tras otro y, sin embargo, no recordaba un solo día en que me hubiese sentado en el sofá con mi propia familia para hacer lo mismo. La gente para la que vivía ni siquiera sabía de mi existencia y me había negado a aceptar la de las personas que vivían para mí.
Vi que faltaba poco para que terminaran los árboles. La quietud del bosque se iba disipando y se adivinaba movimiento, ruido y color: mucha gente. Dejé de caminar con el grupo y alargué una mano temblorosa para agarrarme al tronco de un pino.
— Sandy, ¿estás bien? —preguntó Bernard al detenerse a mi lado.
El grupo se paró y todos se volvieron hacia mí. Ni siquiera podía sonreír. No podía fingir que todo iba bien. La experta en mentir estaba atrapada en una red de mentiras que había tejido ella misma. Helena se abrió camino desde el principio de la fila y corrió hacia mí.
— Vosotros seguid. Os alcanzaremos dentro de un rato —ordenó a los demás; y, al ver que no se movían, añadió—: ¡Andando!
Lentamente dieron media vuelta y a regañadientes salieron de las sombras en dirección a la luz.
— Sandy —Helena me puso una mano en el hombro—, estás temblando. —Me rodeó los hombros con el brazo y me estrechó—. Tranquila, no hay nada que temer aquí. Estás fuera de peligro.
No era la peligrosidad del lugar lo que hacía que me temblara todo el cuerpo. Era el hecho de que nunca había sentido que perteneciera a ningún lugar. Me había pasado la vida separándome de amigos y amantes porque nunca contestaban a mis preguntas ni toleraban o entendían mis búsquedas. Me hacían creer que estaba equivocada y, sin saberlo, quizás incluso un poco loca, pero yo tenía la pasión de buscar. Encontrar aquel sitio era como una gran respuesta a la pregunta de toda una vida, que me había empujado a sacrificarlo todo. Había hecho daño a muchas personas que me amaban para ayudar a quienes no podía ver, y ahora estaba a punto de verlos y también me daba miedo abrirles la puerta. Solía pensar que era una santa, como Jenny-May Butler en las noticias de las nueve; me veía como una especie de Madre Teresa con un archivo de personas desaparecidas, haciendo sacrificios para ayudar al prójimo. Pero en realidad no había sacrificado nada. Mi conducta me venía bien a mí y sólo a mí.
Me había aferrado a las personas de aquel lugar. Cuando agarraba la bolsa en la entrada de casa de mis padres en Leitrim lo hacía por esas personas. Cuando ponía punto final a mis relaciones y rechazaba las invitaciones a salir de noche era por esas personas.
Y ahora que las había encontrado, no tenía ni idea de qué hacer.