EPÍLOGO.
Día ciento uno
—Y con esto espero haber puesto fin a ciertos rumores perniciosos —les dijo Ashravan a los árbitros reunidos de las ochenta facciones—. Las exageraciones sobre mi enfermedad eran, obviamente, maledicentes. Todavía tenemos que descubrir quién envió a los asesinos, pero la muerte de la emperatriz no es algo que vaya a quedar impune. —Miró a los árbitros—. Ni sin respuesta.
Frava cruzó los brazos, contemplando la copia con satisfacción, pero también con incomodidad. «¿Qué puertas traseras pusiste en su mente, pequeña ladrona? —se preguntó—. Las encontraremos».
Nyen estaba ya inspeccionando copias de los sellos. El falsificador decía que podía descifrarlos retroactivamente, aunque requeriría tiempo. Quizá años. Con todo, Frava acabaría por saber cómo controlar al emperador.
Destruir las notas había sido astuto por parte de la muchacha. ¿Había adivinado que Frava no estaba en realidad haciendo copias? Frava sacudió la cabeza y se acercó a Gaotona, que ocupaba su asiento en el palco del Teatro de Autoridades. Se sentó a su lado y le habló en voz baja:
—Lo están aceptando.
Gaotona asintió, con la mirada puesta en el falso emperador.
—No hay ni el más mínimo atisbo de sospecha. Lo que hicimos… no fue solo audaz, más bien se presumía imposible.
—Esa muchacha podría ponernos un cuchillo en la garganta —advirtió Frava con alivio—. La prueba de lo que hicimos está enterrada dentro del cuerpo del emperador. Tendremos que andar con mucho cuidado en los años venideros.
Gaotona asintió, distraído. Días encendidos, cómo deseaba Frava poder eliminarlo de su puesto. Él era el único de los árbitros que le oponía resistencia. Justo antes de su asesinato, Ashravan había estado a punto de hacerlo, instigado por ella.
Esas reuniones habían sido privadas. Shai no podía conocerlas, así que la falsificación tampoco. Frava tendría que empezar de nuevo el proceso, a menos que encontrara un modo de controlar a ese Ashravan duplicado. Ambas opciones la frustraban.
—Una parte de mí no puede creer que lo lográramos —dijo Gaotona en voz baja mientras el falso emperador pasaba a la siguiente parte de su discurso, una llamada a la unidad.
Frava hizo una mueca.
—El plan era bueno.
—Shai escapó.
—La encontraremos.
—Lo dudo —repuso él—. Tuvimos suerte de atraparla una vez. Por fortuna, no creo que tengamos que preocuparnos mucho de ella.
—Intentará chantajearnos —adujo Frava. «O tratará de encontrar un modo de controlar el trono».
—No —respondió Gaotona—. No, está satisfecha.
—¿Satisfecha por haber escapado con vida?
—Satisfecha por haber sentado en el trono a una de sus creaciones. Una vez, se atrevió a intentar engañar a miles, pero ahora tiene la oportunidad de engañar a millones. A un imperio entero. A sus ojos, revelar lo que ha hecho estropearía su majestuosidad.
¿Lo creía de verdad el viejo necio? Su ingenuidad a menudo ofrecía oportunidades a Frava: había pensado permitirle conservar su puesto simplemente por ese motivo.
El falso emperador continuó su discurso. A Ashravan le gustaba oírse hablar. La falsificadora lo había hecho bien.
—Está usando el asesinato como medio para fortalecer nuestra facción —comentó Gaotona—. ¿Lo oyes? Las implicaciones de que tenemos que unirnos, remar juntos en la misma dirección, recordar la fuerza de nuestra herencia… Y los rumores, los que la Facción Gloria difundió diciendo que había muerto… al mencionarlos, debilitan a esa facción. Apostaron a que no regresaría, y ahora que lo ha hecho, quedan como unos idiotas.
—Cierto —dijo Frava—. ¿Le aconsejaste tú eso?
—No —respondió Gaotona—. Se negó a permitir que lo aconsejara en su discurso. Sin embargo, este gesto parece algo que el antiguo Ashravan habría hecho, el Ashravan de hace una década.
—Entonces, la copia no es perfecta. Será preciso que recordemos eso.
—Sí —dijo Gaotona mientras sujetaba algo en la mano, un cuaderno pequeño y grueso que Frava no reconoció.
Hubo un rumor en la parte trasera del palco, y una criada con el símbolo de Frava entró y pasó ante los árbitros Stivient y Ushnaka. La joven mensajera se acercó a Frava y se inclinó.
Frava le dirigió a la muchacha una mirada de fastidio.
—¿Qué puede ser tan importante para interrumpirme?
—Lo siento, excelencia —susurró la mujer—. Pero me pediste que ordenara tus oficinas en palacio para las reuniones de la tarde.
—¿Y bien? —preguntó Frava.
—¿Entraste en las habitaciones ayer, mi señora?
—No. Con todo ese asunto del sellador de sangre desaparecido, y las exigencias del emperador, y… —Frava frunció el ceño aún más—. ¿Qué ocurre?
Shai se volvió para mirar la Sede Imperial. La ciudad se extendía sobre siete grandes colinas; la mansión de una facción principal coronaba cada una de las seis exteriores, mientras que el palacio dominaba la colina central.
El caballo que esperaba a su lado se parecía poco al que había robado del palacio. Le faltaban dientes y caminaba con la cabeza gacha y el lomo doblado. Parecía que no lo habían cepillado desde hacía años, y la criatura estaba tan desnutrida que las costillas se le marcaban como si fueran las tablillas del respaldo de una silla.
Shai se había pasado los días anteriores sin llamar la atención, usando su Marca de Esencia de mendiga para ocultarse en los bajos fondos de la Sede Imperial. Con ese disfraz, y con otro para el caballo, había escapado de la ciudad con facilidad. Sin embargo, una vez se alejó lo suficiente, se quitó la marca; pensar como la mendiga era… incómodo.
Shai aflojó la silla de montar, luego palpó debajo y rozó con la uña el brillante sello situado allí. Rascó el borde del sello con un poco de esfuerzo, rompiendo la falsificación. El caballo se transformó al instante; el lomo se le enderezó, alzó la cabeza, los costados se hincharon. Cabrioló nervioso, agitando la cabeza de un lado a otro, tirando contra las riendas. El caballo de batalla de Zu era un bello animal, más valioso que una casita en algunas partes del imperio.
Oculto entre las provisiones que llevaba a la espalda estaba el lienzo que Shai había robado, una vez más, de la oficina de Frava, la decana de los árbitros. Una falsificación. Shai nunca había tenido motivos para robar una de sus propias obras antes. Resultaba… divertido. Había dejado el gran marco vacío y detrás, en medio de la pared, había tallado una runa reo. No tenía un significado muy agradable.
Acarició al caballo en el cuello. Considerando las cosas, no era mal botín. Un bonito caballo y un lienzo que, aunque falso, era tan realista que incluso su propietaria había creído que se trataba del original.
«Él está pronunciando su discurso ahora mismo —pensó Shai—. Me gustaría escucharlo».
Su joya, su obra magna, llevaba el manto del poder imperial. Eso la inquietaba, pero la inquietud la había impulsado a continuar. Devolverlo a la vida no había sido la causa de su frenético trabajo. No; en el fondo, se había esforzado tanto porque había querido dejar unos cuantos cambios específicos imbuidos dentro del alma. Tal vez esos meses de sinceridad con Gaotona la habían cambiado.
«Copia una imagen una y otra vez en una pila de papeles —pensó Shai—, y al final las hojas de abajo tendrán la misma imagen, calcadas. Grabadas a fondo».
Se dio media vuelta y sacó la Marca de Esencia que la transformaría en experta en supervivencia y cazadora. Frava esperaría que utilizara los caminos; por tanto, dirigiría sus pasos hacia el profundo corazón del cercano bosque Sogdian. Sería un buen lugar para ocultarse. Transcurridos unos meses, saldría discretamente de la provincia y continuaría con su siguiente tarea: localizar al bufón imperial que la había traicionado.
Pero, por el momento, quería estar lejos de murallas, palacios y mentiras cortesanas. Shai montó a caballo y se despidió de la Sede Imperial y del hombre que ahora la gobernaba.
«Vive bien, Ashravan —se dijo—. Y haz que me sienta orgullosa».
Esa noche, después del discurso del emperador, Gaotona estaba sentado junto a la familiar chimenea de su estudio personal, contemplando el cuaderno que Shai le había dado.
Y maravillándose.
El cuaderno reproducía el sello de alma del emperador, al detalle, con notas. Todo lo que Shai había hecho quedaba revelado ahí.
Frava no encontraría una argucia para controlar a Ashravan, porque no había ninguna. El alma del emperador estaba completa, asegurada, y era la suya propia. Eso no quería decir que fuera exactamente el mismo que antes.
«Me tomé algunas libertades, como puedes ver —explicaban las notas de Shai—. Quería duplicar su alma con la mayor exactitud posible. Esa era la tarea y el desafío. Así lo hice.
»Luego llevé el alma unos cuantos pasos más adelante, reforzando algunos recuerdos, debilitando otros. Los imbuí dentro de resortes de Ashravan que le harán reaccionar de manera concreta al asesinato y su recuperación.
»Eso no es cambiar su alma. No es convertirlo en una persona distinta. Es simplemente empujarlo hacia cierto camino, igual que un timador callejero anima con fuerza a su objetivo para que escoja una carta concreta. Es él. Quien habría podido ser.
»¿Quién sabe? Tal vez es quien habría sido».
Gaotona nunca lo hubiera deducido por sí mismo, naturalmente. Su destreza en ese campo era escasa. Aunque hubiera sido un maestro, sospechaba que en este caso no habría detectado el trabajo de Shai. Ella explicaba en el cuaderno que su intención había sido ser tan sutil, tan cuidadosa, que nadie pudiera descifrar sus cambios. Sería necesario conocer al emperador muy íntimamente para sospechar siquiera lo que había sucedido.
Con las notas, Gaotona podía verlo. Haber estado tan cerca de la muerte provocaría en Ashravan una fase de profunda introspección. Buscaría su diario, leería una y otra vez las explicaciones de su yo juvenil. Vería lo que había sido, y finalmente intentaría recuperarlo de todo corazón.
Shai indicaba que la transformación sería lenta. Un período de años en los que Ashravan se iría convirtiendo en el hombre que una vez pareció destinado a ser. Diminutas inclinaciones enterradas profundamente en las interacciones de sus sellos lo impulsarían hacia la excelencia en vez de hacia la indulgencia. Empezaría pensando en su legado y no en el próximo festín. Recordaría a su pueblo, no a sus citas para cenar. Por fin impulsaría a las facciones para que realizaran los cambios que él, y muchos antes que él, habían advertido que eran necesarios.
En resumen, se convertiría en un luchador. Daría ese único paso, tan difícil, para cruzar la frontera entre el soñador y el hacedor. Gaotona podía verlo en esas páginas.
Descubrió que estaba llorando.
No por el futuro o por el emperador. Eran las lágrimas de un hombre que se veía ante una obra maestra. El arte verdadero era más que belleza, era más que técnica. No se trataba solo de imitación.
Era arrojo, era contraste, era sutileza. En ese cuaderno, Gaotona encontró una rara obra que rivalizaba con la de los más grandes pintores, escultores y poetas de cualquier época.
Era la mayor obra de arte que jamás había visto.
Gaotona sostuvo el cuaderno reverentemente durante la mayor parte de la noche. Era la creación de meses de febril, intensa trascendencia artística; forzado por la presión externa, pero liberado como la respiración contenida al borde del colapso. Bruto, y sin embargo pulido. Temerario, pero calculado.
Asombroso, pero invisible.
Y así tenía que continuar. Si alguien descubría lo que había hecho Shai, el emperador caería. De hecho, el mismo imperio podría tambalearse. Nadie podía saber que la decisión de Ashravan de convertirse por fin en un gran líder se había activado gracias a unas palabras grabadas en su alma por una blasfema.
Al filo del alba, Gaotona se levantó lenta, dolorosamente, de su silla junto a la chimenea. Agarró el cuaderno, aquella obra de arte sin igual, y lo alzó.
Entonces, lo dejó caer en las llamas.