—Bien —dijo Ivy—, menos mal que escogimos una ciudad apartada. Si tuviéramos que encontrar a Razon en un gran centro urbano (hogar de las tres grandes religiones mundiales, uno de los destinos turísticos más populares del planeta), sería una tarea realmente difícil.
Sonreí mientras salíamos del aeropuerto. Uno de los dos matones de Monica fue a localizar los coches que la compañía nos había reservado.
Mi sonrisa era poco más que una leve hendidura en la comisura de mis labios. No había podido estudiar mucho árabe durante la segunda mitad del vuelo. Me había pasado el rato pensando en Sandra. Lo cual nunca resultaba productivo.
Ivy me observó con ojos preocupados. Podía ser maternal a veces. Kalyani se acercó a escuchar a unas personas que hablaban en hebreo.
—Ah, Israel —dijo J. C., aproximándose a nosotros—. Siempre he querido venir aquí, solo para ver si podía burlar su seguridad. Son los mejores del mundo, ya sabéis.
Llevaba a la espalda una mochila negra que no reconocí.
—¿Qué es eso?
—Una carabina M4A1 —respondió J. C.—. Con una mira de combate avanzada y un lanzagranadas M203.
—Pero…
—Tengo contactos aquí —explicó en voz baja—. SEAL una vez, SEAL para siempre.
Los coches llegaron, aunque los conductores parecían extrañados de que cuatro personas insistieran en usar dos vehículos. Al final resultó que apenas cupimos todos. Yo subí al segundo, con Monica, Tobias e Ivy, que se sentó entre Monica y yo en la parte de atrás.
—¿Quieres hablar del tema? —preguntó Ivy en voz baja mientras se abrochaba el cinturón.
—No creo que vayamos a encontrarla, ni siquiera con esto —respondí—. Sandra es buena evitando llamar la atención, y la pista está demasiado fría ya.
Monica me miró, con una pregunta en los labios; obviamente pensaba que le estaba hablando a ella. La pregunta murió cuando recordó a quién acompañaba.
—Puede que hubiera un buen motivo para que se marchara, ya sabes —dijo Ivy—. No conocemos la historia completa.
—¿Un buen motivo? ¿Uno que explique por qué, en diez años, no haya contactado nunca con nosotros?
—Es posible —afirmó Ivy.
No dije nada.
—No irás a empezar a perdernos, ¿verdad? —preguntó Ivy—. A hacer desaparecer aspectos. A cambiarlos.
«A convertirnos en pesadillas». No tuvo que añadir esa última parte.
—Eso no volverá a suceder —respondí—. Ahora tengo el control.
Ivy seguía echando de menos a Justin e Ignacio. Sinceramente, yo también.
—Y… esta caza de Sandra —dijo Ivy—. ¿Es solo por el cariño que le tienes, o es por algo más?
—¿Por qué más podría ser?
—Ella fue la que te enseñó a controlar tu mente. —Ivy apartó la mirada—. No me digas que nunca te lo has preguntado. Puede que tenga más secretos. Una… cura, tal vez.
—No seas estúpida —repliqué—. Me gustan las cosas tal como están.
Ivy no respondió, aunque pude ver a Tobias observándome por el espejo retrovisor del coche. Me estaba estudiando. Juzgando mi sinceridad.
Honestamente, yo también la juzgaba.
Lo que siguió fue un largo trayecto hasta la ciudad, ya que el aeropuerto está bastante apartado. A continuación, un frenético recorrido por las calles de una ciudad antigua, aunque moderna. No pasó nada de particular, excepto que estuvimos a punto de atropellar a un tipo que vendía aceitunas. Al llegar a nuestro destino, bajamos de los coches y nos internamos en un mar de turistas charlatanes y peregrinos piadosos.
El edificio cuadrado que apareció ante nosotros tenía una fachada sencilla y antigua con dos grandes ventanales en forma de arco en el muro.
—La iglesia del Santo Sepulcro —dijo Tobias—. Considerado, según la tradición, el lugar de la crucifixión de Jesús de Nazaret, la estructura también comprende uno de los emplazamientos tradicionales de su tumba. Esta maravillosa estructura fueron originalmente dos edificios, construidos en el siglo IV por orden de Constantino el Grande. Sustituyó a un templo de Afrodita que había ocupado el mismo lugar durante aproximadamente doscientos años.
—Gracias, Wikipedia —gruñó J. C., echándose al hombro su rifle de asalto. Se había puesto el uniforme de combate.
—Que la tradición sea correcta —continuó Tobias tranquilamente, las manos a la espalda—, y que este sea el emplazamiento real de los hechos históricos, es objeto de cierta controversia. Aunque la tradición cuenta con muchas explicaciones convenientes para las anomalías (como argumentar que el templo de Afrodita fue construido aquí para contrarrestar los primeros cultos cristianos), se ha demostrado que esta iglesia sigue la forma de la pagana en zonas clave. Además, el hecho de que la iglesia esté dentro de las murallas de la ciudad es un excelente argumento en contra, ya que la tumba de Jesús habría estado en las afueras.
—No nos importa que sea auténtica o no —dije, adelantándome a Tobias—. Razon habría venido aquí. Es uno de los lugares más obvios, si no el que más, para empezar a buscar. Monica, un momentito, por favor.
Ella se detuvo a mi lado. Sus guardaespaldas fueron a comprobar si necesitábamos tíquets para entrar. Allí la seguridad parecía muy férrea, pero, claro, la iglesia está situada en la parte occidental, y últimamente se habían producido un par de amenazas terroristas.
—¿Qué es lo que quiere? —me preguntó Monica.
—¿La cámara reproduce las fotos al instante? —inquirí—. ¿Tiene pantalla digital?
—No. Hace fotos solo en película. Formato medio, nada digital. Razon insistió en que fuera así.
—Ahora una pregunta más difícil. Es consciente de los problemas que acarrea una cámara que saca fotos del lugar donde estás, solo que más atrás en el tiempo, ¿verdad?
—¿Qué quiere decir?
—Solo esto: el emplazamiento donde nos encontramos ahora no es el mismo que el de hace dos mil años. El planeta se mueve. Uno de los problemas teóricos del viaje en el tiempo es que si retrocedes cien años hasta el punto exacto donde estamos ahora, es probable que te encuentres en el espacio exterior. Aunque tuvieras una suerte extraordinaria y el planeta estuviera en el mismo lugar exacto en su órbita, la rotación de la Tierra implicaría aparecer en otro lugar de su superficie. O bajo su superficie, o a docenas de metros de altura.
—Eso es ridículo.
—Es ciencia —repliqué, mirando la fachada de la iglesia. «Lo que estamos haciendo aquí sí es ridículo».
Y sin embargo…
—Todo lo que sé —dijo ella— es que Razon tenía que ir al sitio para sacar fotos.
—Muy bien. Una pregunta más. ¿Cómo es? ¿Su personalidad?
—Áspera —respondió de inmediato—. Discutidora. Y muy celoso de su equipo. Estoy segura de que el motivo por el que se escapó con la cámara fue, en parte, porque nos había convencido repetidamente de que era obsesivo-compulsivo con sus cosas, así que le dimos demasiada rienda suelta.
Por fin, nuestro grupo logró entrar en la iglesia. El aire sofocante traía los sonidos de los turistas que hablaban entre susurros y de los pies al caminar sobre las piedras. Seguía siendo un lugar de culto activo.
—Algo se nos escapa, Steve —dijo Ivy a mi espalda—. Estamos pasando por alto una parte importante del rompecabezas.
—¿Alguna idea? —pregunté mientras examinaba los sobrecargados adornos del interior del templo.
—Estoy trabajando en ello.
—Un momento —intervino J. C., que nos había alcanzado—. Ivy, ¿crees que nos falta algo, pero no sabes qué es, y no tienes ni idea de qué puede tratarse?
—Básicamente, sí —respondió Ivy.
—Eh, flacucho —dijo J. C.—. Creo que me falta un millón de dólares, pero no sé por qué, ni tengo ni idea de cómo podría haberlos ganado. Pero estoy seguro de que me faltan. Así que si pudieras hacer algo al respecto…
—Eres un payaso —le espetó Ivy.
—Eso, eso que dije —continuó J. C.—, era una metáfora.
—No —dijo ella—, era una prueba lógica.
—¿Cómo?
—Una prueba que pretendía demostrar que eres un idiota. ¡Oh! ¿Sabes qué? ¡La prueba fue un éxito! Quod erat demonstrandum. Podemos decir con exactitud, sin equivocarnos, que en efecto eres un idiota.
Los dos se alejaron, inmersos con su discusión. Sacudí la cabeza y seguí internándome en la iglesia. El lugar donde supuestamente había tenido lugar la crucifixión estaba delimitado por una capilla dorada, repleta de turistas y devotos. Me crucé de brazos, disgustado. Muchos de los turistas sacaban fotos.
—¿Qué? —me preguntó Monica.
—Esperaba que estuviera prohibido hacer fotos con flash —respondí—. En la mayoría de los sitios como este es así.
Si Razon hubiera intentado emplear su cámara, habría sido más que probable que alguien lo hubiera visto.
Tal vez estuviera prohibido, pero a los guardias de seguridad que andaban por allí cerca no parecía importarles lo que hiciera la gente.
—Empezaremos a buscar —dijo Monica, haciendo un breve gesto a sus hombres.
Los tres avanzaron mezclándose con la multitud, siguiendo nuestro plan endeble… que consistía en encontrar a Razon en uno de los sitios sagrados en los que se recordara haberlo visto.
Aguardé, y entonces advertí que un par de guardias de seguridad charlaban en hebreo. Uno saludó al otro, al parecer porque había acabado su turno, y empezó a retirarse.
—Kalyani —dije—. Conmigo.
—Por supuesto, por supuesto, señor Steve.
Se reunió conmigo en un santiamén mientras nos acercábamos al guardia que se marchaba.
Este me dirigió una mirada cansada.
—Hola —dije en hebreo con ayuda de Kalyani. Había murmurado primero entre dientes lo que quería decir, para que ella pudiera traducirme—. ¡Pido disculpas por mi espantoso hebreo!
Él se detuvo, luego sonrió.
—No es tan malo.
—Es horrible.
—¿Es usted judío? —aventuró—. ¿De Estados Unidos?
—Lo cierto es que no soy judío, pero sí soy estadounidense. Es que considero que hay que intentar aprender el idioma del país que uno visita.
El guardia sonrió. Parecía un tipo amigable; naturalmente, la mayoría de las personas lo eran. Y les gustaba ver a los extranjeros tratando de hablar su propio idioma. Charlamos un poco más mientras caminábamos, y descubrí que en efecto había terminado su turno de trabajo. Alguien iba a venir a recogerlo, pero no pareció importarle seguir conversando conmigo mientras esperaba. Traté de hacer que pareciera obvio que quería practicar el hebreo hablando con un nativo.
Se llamaba Moshe, y trabajaba en ese mismo turno casi todos los días. Su trabajo consistía en permanecer atento para que la gente no hiciera estupideces, y en caso contrario, detenerlos… aunque confiaba en que su deber más importante era asegurarse de que no se produjera ningún atentado terrorista en aquel templo. Se trataba de seguridad extra, no personal habitual, contratado durante las vacaciones, que era cuando el gobierno temía más la violencia y quería una presencia más visible en los lugares turísticos. Esa iglesia, después de todo, se hallaba en territorio en disputa.
Unos minutos más tarde, empecé a dirigir la conversación hacia Razon.
—Estoy seguro de que tiene que ver usted cosas interesantes —dije—. Antes de venir aquí, estuvimos en la Tumba del Jardín. Allí había un asiático pirado gritándole a todo el mundo.
—¿Ah, sí? —preguntó Moshe.
—Sí. Estoy convencido de que era estadounidense, por su acento, pero sus rasgos eran asiáticos. Tenía una cámara enorme plantada en un trípode, como si fuera la persona más importante del lugar, y nadie más mereciera hacer fotos. Se puso a discutir con un guardia que no quería que utilizara el flash.
Moshe soltó una carcajada.
—Estuvo aquí también.
Kalyani se rio por lo bajo después de traducir eso.
—Oh, es usted bueno, señor Steve.
—¿De veras? —pregunté, como quien no quiere la cosa.
—Pues claro —dijo Moshe—. Debe de ser el mismo tipo. Estuvo aquí… hum, hace dos días. No dejaba de maldecir a todo el mundo que lo empujaba, trató de sobornarme para que los echara a todos y le dejara el espacio libre. La cuestión es que cuando empezó a sacar fotos, no le importó si alguien se ponía delante. ¡E hizo fotos por toda la iglesia, incluso fuera, enfocando a los sitios más raros!
—Un verdadero lunático, ¿eh?
—Sí —dijo el guardia, riendo—. Veo a turistas como él constantemente. Llevan grandes cámaras sofisticadas por las que han pagado una cantidad absurda, pero no tienen ni idea de fotografía. Ese tipo no sabía cómo desconectar su flash, ¿sabe? Lo usaba en todas las fotos… ¡incluso al sol, y en el altar de allí, con todas las luces encendidas!
Me reí.
—¡Lo sé! —dijo—. ¡Estadounidenses! —Entonces vaciló—. Oh, vaya, no pretendía ofenderle.
—No se preocupe —dije, y repetí inmediatamente la respuesta de Kalyani—: Soy de la India.
Él vaciló, luego me miró con la cabeza ladeada.
—¡Oh! —exclamó Kalyani—. ¡Oh, lo siento, señor Steve! Ha sido sin pensar.
—No importa.
El guardia se echó a reír.
—¡Habla bien el hebrero, pero creo que eso no significa lo que usted supone!
Me reí también, y advertí que una mujer se dirigía hacia él, saludando. Le di las gracias por la charla y, a continuación, seguí inspeccionando un poco más la iglesia. Monica y sus matones acabaron por encontrarme; uno de ellos guardaba unas fotos de Razon.
—Aquí no lo ha visto nadie, Leeds —dijo ella—. Estamos en una vía muerta.
—¿Ah, sí? —pregunté mientras me dirigía a la salida.
Tobias se unió a nosotros, con las manos a la espalda.
—Qué maravilla, Stephen —dijo, y señaló con la cabeza un guardia armado en la puerta—. Jerusalén, una ciudad cuyo nombre significa literalmente «paz». Está lleno de islas de serenidad como esta, que ha contemplado la solemne adoración de los hombres desde hace más tiempo de lo que existen la mayoría de los países. Sin embargo, aquí la violencia no está más que a unos pocos pasos de distancia…
Violencia…
—Monica —dije, frunciendo el ceño—. Me comentó que habían buscado a Razon por su cuenta, antes de acudir a mí. ¿Comprobó si había tomado algún avión para salir de Estados Unidos?
—Sí. Tenemos contactos con Seguridad Nacional. Nadie con el nombre de Razon abandonó el país en avión, pero no es difícil conseguir identidades falsas.
—¿Podría un pasaporte falso permitirte entrar en Israel? ¿Uno de los países más seguros del planeta?
Ella frunció el ceño.
—No había pensado en eso.
—Parece arriesgado —comenté.
—Bueno, este es un buen momento para sacar ese tema, Leeds. ¿Me está diciendo que, después de todo, Razon no está aquí? Hemos desperdiciado…
—Oh, está aquí —dije, con aire ausente—. Encontré a un guardia que ha hablado con él. Razon sacó fotos de todo este lugar.
—Ninguna persona con la que hemos hablado lo ha visto.
—Los guardias y los sacerdotes de este templo ven a miles de visitantes al día, Monica. No se les puede enseñar una fotografía y esperar que se acuerden. Hay que centrarse en un detalle fácil de recordar.
—Pero…
—Calle un momento —dije, alzando una mano. «Entró en el país. Un ingeniero de aspecto pusilánime con un equipo extremadamente valioso, usando un pasaporte falso. Tenía un arma en su apartamento, pero no la había disparado nunca. ¿Cómo la consiguió?»
Idiota.
—¿Puede averiguar cuándo compró Razon esa arma? —le pregunté a Monica—. Las leyes federales sobre armas deberían permitir rastrearlo, ¿verdad?
—Claro. Lo investigaré cuando lleguemos al hotel.
—Hágalo ahora.
—¿Ahora? ¿Se da cuenta de qué hora es en Es…?
—Hágalo igualmente. Despierte a su gente. Consiga las respuestas.
Ella me miró furiosa, pero se apartó e hizo varias llamadas de teléfono. El tono de algunas de ellas fue airado.
—Tendríamos que habernos percatado antes —dijo Tobias, sacudiendo la cabeza.
—Lo sé.
Al cabo de un rato, Monica regresó, cerrando su teléfono.
—No hay ningún registro de que Razon haya comprado jamás un arma. La de su apartamento no está registrada en ninguna parte.
Él contaba con ayuda. Naturalmente. Llevaba años planeando esto, y tenía acceso a todas aquellas fotos para utilizarlas como prueba de que decía la verdad.
Había encontrado un comodín. Alguien que lo protegía, que le había dado aquel revólver y una identidad falsa. Alguien que lo había ayudado a entrar en Israel.
¿A quién había acudido? ¿Quién lo estaba ayudando?
—Ivy, necesitamos… —Me callé—. ¿Dónde está Ivy?
—Ni idea —dijo Tobias.
Kalyani se encogió de hombros.
—¿Ha perdido a una de sus alucinaciones? —preguntó Monica.
—Sí.
—Bueno, vuelva a invocarla.
—No funciona de esa forma —repliqué, y me puse a buscar por la iglesia. Los sacerdotes me miraron con cara rara hasta que por fin me asomé a una capilla y me paré en seco.
J. C. e Ivy dejaron de besarse al momento. El maquillaje de ella estaba corrido e, increíblemente, J. C. había apartado a un lado su arma, ignorándola. Era la primera vez.
—Oh, os estáis quedando conmigo, ¿verdad? —dije, llevándome una mano a la cara—. ¿Vosotros dos? ¿Qué estáis haciendo?
—No sabía que tuviéramos que informarte de la naturaleza de nuestra relación —dijo Ivy fríamente.
J. C. me hizo un gesto de aprobación con el pulgar y sonrió de oreja a oreja.
—Como queráis —repliqué—. Es hora de irnos. Ivy, creo que Razon no trabaja solo. Entró en el país con pasaporte falso, y hay otras piezas que no encajan. ¿Pudo tener algún tipo de ayuda sobre el terreno? ¿Tal vez una organización local para ayudarlo a evitar sospechas e instalarse en la ciudad?
—Es posible —convino ella, apresurándose para alcanzarme—. Yo diría que no es imposible que esté trabajando solo, pero, pensándolo bien, parece improbable. ¿Lo has deducido tú solo? ¡Buen trabajo!
—Gracias. Y tienes el pelo hecho una pena.
Regresamos por fin a los coches. Monica, Ivy, J. C. y yo subimos a uno. Los dos tipos trajeados y mis otros aspectos montaron en el otro, que iba delante.
—Podría tener usted razón en este punto —dijo Monica cuando los vehículos arrancaron.
—Razon es un hombre inteligente —observé—. Habrá buscado aliados. Podría tratarse de otra compañía, quizá una empresa israelí. ¿Alguno de sus competidores tiene noticias de esta tecnología?
—No que nosotros sepamos.
—Steve —dijo Ivy, sentada entre nosotros. Guardó el lápiz de labios, el pelo ya arreglado. Obviamente estaba tratando de pasar por alto su escena con J. C.
«Maldición —pensé. Yo creía que esos dos se odiaban—. Piensa en ello más tarde».
—¿Sí?
—Pregúntale a Monica una cosa de mi parte. ¿Tanteó alguna vez Razon a su compañía con un proyecto como este? ¿Sacar fotos para demostrar el cristianismo?
Transmití la pregunta.
—No —contestó Monica—. Si lo hubiera hecho, se lo habría dicho a usted. Nos habría conducido aquí más rápido. Nunca nos lo comentó.
—Es raro —dijo Ivy—. Cuanto más trabajamos en este caso, más descubrimos que Razon se tomó unas molestias increíbles para poder venir aquí, a Jerusalén. ¿Por qué no utilizar los recursos que ya tenía? Laboratorios Azari.
—Tal vez quería libertad —respondí—. Para usar su invento como deseara.
—Si ese fuera el caso —prosiguió Ivy—, no habría acudido a una compañía rival, como propones. Hacerlo lo habría puesto de nuevo en la misma situación. No le des tregua a Monica. Parece que está pensando en algo.
—¿Qué? —le pregunté a Monica—. ¿Tiene algo que añadir?
—Bueno —contestó—, una vez que supimos que la máquina funcionaba, Razon nos propuso algunos proyectos que quería probar. Revelar la verdad del asesinato de Kennedy, refutar o verificar el vídeo del bigfoot de Patterson-Gimlin, ese tipo de cosas.
—Y ustedes lo desestimaron —adiviné.
—No sé si ha pasado usted mucho tiempo reflexionando sobre las aplicaciones de esta cámara, señor Leeds —dijo Monica—. Las preguntas que me hizo en el avión indican que al menos ha empezado a hacerlo. Pues bien, nosotros sí que lo hemos hecho. Y estamos aterrados.
»Ese artilugio cambiará el mundo. Es algo más que demostrar misterios. Pone fin a la intimidad tal como la conocemos. Si alguien puede acceder a cualquier lugar donde alguna vez hayas estado desnudo, pueden sacarte fotos sin ropa. Imagine lo que supondría para los paparazzi.
»Pondrá patas arriba todo nuestro sistema judicial. Se acabaron los jurados, los jueces, los abogados, los tribunales. Los agentes de la ley simplemente tendrán que ir a la escena del crimen y sacar fotos. Si eres sospechoso, proporcionas una coartada… y ellos podrán demostrar si estabas o no donde dices que estabas.
Sacudió la cabeza, con aire absorto.
—¿Y qué hay de la historia? ¿De la seguridad nacional? Los secretos serán mucho más difíciles de guardar. Los Estados tendrán que aislar sitios donde antes se exponía información importante. No se podrá transcribir nada. ¿Que ha pasado por la calle un mensajero con documentación delicada? Al día siguiente puedes colocarte en la posición adecuada y sacar una foto del interior del sobre. Eso lo probamos. Imagine tener ese poder. Ahora imagine que todas las personas del planeta lo tienen.
—Caramba —susurró Ivy.
—Así que no —dijo Monica—. No, no quisimos permitir que el señor Razon fuera a hacer fotos para demostrar o refutar el cristianismo. Todavía no. No hasta que hubiéramos discutido el tema a fondo. Creo que él lo sabía. Explica por qué huyó.
—Eso no les impidió tirarme el anzuelo para que picara e hiciera negocios con ustedes —dije—. Sospecho que si lo hicieron conmigo, lo hicieron también con otra gente importante. Han estado reuniendo medios para conseguir algunos aliados estratégicos, ¿verdad? ¿Tal vez la élite y los ricos del mundo? ¿Para que los ayuden a cabalgar esta ola, cuando la tecnología salga a la luz?
Ella frunció los labios hasta convertirlos en una línea, la mirada al frente.
—Probablemente eso le pareció egoísta a Razon —continué—. ¿No quisieron ayudarle a revelar la verdad a la humanidad, pero sí a reunir material para llevar a cabo sobornos? Incluso material para hacer chantaje.
—No tengo libertad para continuar con esta conversación —dijo Monica.
Ivy resopló.
—Bueno, sabemos por qué se marchó Razon. Sigo sin creer que acudiera a una compañía rival, pero tiene que haber acudido a alguien. ¿Al gobierno israelí, tal vez? O a…
Todo se volvió negro.
Desperté, aturdido. Mi visión era borrosa.
—Explosión —informó J. C. Estaba agazapado junto a mí. Yo estaba… estaba atado en alguna parte. En una silla. Las manos sujetas a la espalda.
—Tranquilo, flacucho —dijo J. C.—. Tranquilo. Volaron el coche que iba delante. Dimos un volantazo. Chocamos contra un edificio. ¿Te acuerdas?
Apenas. Era algo vago.
—¿Y Monica? —grité, mirando alrededor.
Estaba atada a una silla a mi lado. Kalyani, Ivy y Tobias se encontraban allí también, atados y amordazados. Los guardaespaldas de Monica no se hallaban presentes.
—Conseguí salir a rastras de entre los hierros —dijo J. C.—. Pero no pude sacarte.
—Lo sé —respondí. Era mejor no insistirle a J. C. que era una alucinación. Estoy seguro de que, en el fondo, él sabía lo que era. Pero no le gustaba admitirlo.
—Escucha —dijo J. C.—. Es una situación peliaguda, pero vas a mantener la cabeza fría y saldrás de esta con vida. ¿Me has entendido, soldado?
—Sí.
—Dilo otra vez.
—Sí —repetí, algo más fuerte.
—Buen chico —se congratuló J. C.—. Ahora voy a desatar a los demás.
Se puso manos a la obra y liberó a mis otros aspectos.
Monica gimió, sacudiendo la cabeza.
—¿Qué…?
—Creo que hemos cometido un estúpido error de cálculo —dije—. Lo siento.
Me sorprendió lo tranquilo que lo dije, teniendo en cuenta lo aterrado que me sentía. Soy un teórico convencido… al menos la mayoría de mis aspectos lo son. No se me da bien la violencia.
—¿Qué veis? —pregunté. Esta vez mi voz tembló.
—Una habitación pequeña —dijo Ivy, frotándose las muñecas—. Sin ventanas. Puedo oír tuberías y el sonido lejano de tráfico. Estamos todavía en la ciudad.
—A qué sitios tan encantadores nos llevas, Stephen —dijo Tobias, asintiendo con la cabeza para darle las gracias a J. C., que lo ayudaba a ponerse en pie. A Tobias se le estaban echando los años encima.
—Lo que oímos es árabe —observó Kalyani—. Y huelo a especias. Zaatar, azafrán, cúrcuma, zumaque… ¿Estaremos cerca de un restaurante?
—Sí… —dijo Tobias, con los ojos cerrados—. Un estadio de fútbol, a lo lejos. Un tren que pasa. Frena. Se detiene… Coches, gente hablando. ¿Un centro comercial? —Abrió los ojos—. La estación de tren Malha. Es la única estación de la ciudad que está cerca de un estadio de fútbol. Es una zona concurrida. Si gritamos puede que nos oigan.
—O puede que nos maten —replicó J. C.—. Esas cuerdas están bien tensas, flacucho. Las de Monica también.
—¿Qué sucede? —preguntó Monica—. ¿Qué ha pasado?
—Las fotos —dijo Ivy.
La miré.
—Monica y sus matones estuvieron enseñando fotos de Razon por toda la iglesia —prosiguió Ivy—. Probablemente preguntaron a todo el mundo si lo habían visto. Si Razon estaba trabajando con alguien…
Gemí. Naturalmente. Los aliados de Razon estarían alerta por si alguien lo buscaba. Monica había dibujado una gran diana roja sobre nosotros.
—Muy bien —dije—. J. C. Vas a tener que sacarnos de esta. Lo que deberías…
La puerta se abrió.
Me volví inmediatamente hacia nuestros captores. No encontré lo que esperaba. En vez de terroristas islámicos de algún tipo, lo que teníamos delante era un grupo de filipinos trajeados.
—Ah… —exclamó Tobias.
—Señor Leeds —dijo el hombre que entró primero, hablando con mucho acento. Revisó una carpeta llena de papeles—. Según todos los informes, es usted una persona muy interesante y muy… muy razonable. Pedimos disculpas por cómo se le ha tratado hasta ahora, y nos gustaría verlo en condiciones mucho más cómodas.
—Creo que se avecina un trato —advirtió Ivy.
—Me llaman Salic —dijo el hombre—. Represento a cierto grupo con intereses que pueden alinearse con los suyos. ¿Ha oído hablar del FMLN, señor Leeds?
—Frente Moro de Liberación Nacional —intervino Tobias—. Es un grupo revolucionario filipino que pretende independizarse y crear su propio estado-nación.
—He oído hablar de él —dije.
—Bien. Traigo una propuesta para usted —continuó Salic—. Tenemos el aparato que están buscando, pero nos hemos topado con algunas dificultades para manejarlo. ¿Cuánto nos costará contar con su ayuda?
—Un millón de dólares —contesté sin pestañear.
—¡Traidor! —escupió Monica.
—Ustedes ni siquiera me pagan, Monica —dije, divertido—. No puede reprocharme que acepte un trato mejor.
Salic sonrió. Estaba convencido de que había traicionado a Monica. A veces resulta muy útil tener fama de ser un capullo solitario y amoral.
Lo único cierto es lo de mi aislamiento. Y tal vez, lo admito, lo de ser un capullo. Cuando posees esa mezcla, la gente suele dar por hecho que tampoco tienes moral.
—El FMLN es una organización paramilitar —continuó diciendo Tobias—. Sin embargo, no han ejercido demasiado la violencia, así que esto es sorprendente. Su diferencia fundamental con el gobierno filipino es la religión.
—¿No lo es siempre? —preguntó J. C. con un gruñido mientras examinaba a los recién llegados en busca de armas—. Este tío va armado —dijo, señalando al líder—. Creo que todos van armados.
—Por supuesto —dijo Tobias—. Piensa en el FMLN como la versión filipina del IRA, o la Hamás de los palestinos. Esta última puede ser una comparación más ajustada, ya que el FMLN se considera a menudo una organización islámica. La mayor parte de los filipinos son católicos, pero la región de Bangsamoro (donde opera el FMLN) es predominantemente islámica.
—Desatadlo —ordenó Salic, señalándome.
Sus hombres obedecieron de inmediato.
—Está mintiendo en algo —dijo Ivy.
—Sí —coincidió Tobias—. Creo… Sí, no es del FMLN. Tal vez está tratando de cargarles este mochuelo. Stephen, el FMLN está en contra de poner a civiles en peligro. Son bastante curiosos, si lees sobre ellos. Son guerrilleros, pero tienen un código estricto respecto a quién hacer daño. Recientemente han propuesto una secesión pacífica.
—Imagino que eso no los habrá hecho muy populares entre sus seguidores —comenté—. ¿Hay grupos disidentes?
—¿Cómo dice? —preguntó Salic.
—Nada —contesté; me puse en pie y me froté las muñecas—. Gracias. Me gustaría mucho ver el artilugio.
—Por aquí, por favor —dijo Salic.
—Hijo de puta —me soltó Monica.
—¡Ese lenguaje! —exclamó Ivy, frunciendo los labios.
Mis otros aspectos y ella me siguieron a la salida, y los guardias cerraron la puerta, dejando a Monica sola en la habitación.
—Sí… —dijo Tobias, que caminaba detrás de los hombres que me escoltaban escaleras arriba—. Stephen, creo que se trata del Abu Sayyaf. Lo dirige un hombre llamado Khadaffy Janjalani. Se escindieron del FMLN porque la organización no estaba dispuesta a llegar lo bastante lejos. Janjalani murió hace poco, y el futuro del movimiento está en el aire, pero su objetivo era crear un Estado completamente islámico en la región. Janjalani consideraba que matar a todo el que se opusiera a él era una… forma elegante de conseguir sus objetivos.
—Parece que tenemos un ganador —dijo J. C.—. Muy bien, flacucho. Esto es lo que tienes que hacer. Dale una patada al tipo que te sigue cuando esté subiendo un escalón. Caerá encima del que viene detrás y podrás coger a Salic. Dale la vuelta y sitúate a su espalda para escudarte de los disparos; luego quítale la pistola de dentro de la chaqueta y empieza a disparar a través de su cuerpo a los hombres de abajo.
Ivy parecía asqueada.
—¡Eso es horrible!
—No creerás que va a dejarnos marchar, ¿no? —preguntó J. C.
—El Abu Sayyaf —nos informó amablemente Tobias— ha sido la causa de numerosas muertes, atentados y secuestros en Filipinas. También son muy brutales con los lugareños, ya que actúan más como una familia del crimen organizado que como auténticos revolucionarios.
—Entonces… ¿eso es un no? —dijo J. C.
Llegamos a la planta baja, y Salic nos condujo a una habitación lateral. Allí había dos hombres más, con uniforme de soldado, granadas en los cinturones y empuñando rifles de asalto.
Entre ellos, sobre la mesa, había una cámara de tamaño medio. Parecía… corriente.
—Necesito a Razon —dije, y me senté—. Para hacerle preguntas.
Salic resopló.
—No hablará con usted, señor Leeds. Puede fiarse de mí.
—Entonces ¿Razon no está trabajando con ellos? —preguntó J. C.—. Me siento confundido.
—Tráigalo de todas formas —insistí, y empecé a manipular con cuidado la cámara.
La cuestión es que no tenía ni la menor idea de lo que estaba haciendo. ¿Por qué, POR QUÉ no traje a Ivans conmigo? Tendría que haber sabido que necesitaría a un mecánico en aquel viaje.
Pero si traía a demasiados aspectos, si mantenía demasiados a mi alrededor al mismo tiempo, sucedían cosas malas. Eso ya era irrelevante. Ivans estaba a un continente de distancia.
—¿Alguna idea? —pregunté entre dientes.
—A mí no me mires —dijo Ivy—. No consigo que el mando a distancia funcione la mitad de las veces.
—Corta el cable rojo —propuso J. C.—. Siempre es el cable rojo.
Lo miré impasible, luego desatornillé una parte de la cámara simulando que sabía lo que estaba haciendo. Mis manos temblaban.
Por fortuna, Salic envió a alguien a hacer lo que le había pedido. Después, me observó con atención. Probablemente había leído acerca del Incidente Longway, donde yo había desmontado, arreglado y vuelto a montar un complejo sistema informático a tiempo para impedir una explosión. Pero eso había sido cosa de Ivans, con algo de ayuda de Chin, nuestro experto informático residente.
Sin ellos, yo era un cero a la izquierda en esos menesteres. Intenté con todas mis fuerzas parecer lo contrario hasta que el soldado trajo a Razon. Lo reconocí por las fotografías que me había enseñado Monica. Bueno, casi. Tenía el labio partido y aún le sangraba, el ojo izquierdo hinchado, y cojeaba al caminar. Cuando se sentó en un taburete cerca de mí, vi que le faltaba una mano. El muñón estaba envuelto en un trapo ensangrentado.
Tosió.
—Ah. El señor Leeds, creo —dijo con leve acento filipino—. Lamento muchísimo encontrarlo aquí.
—Cuidado —dijo Ivy mientras escrutaba a Razon. Estaba justo a su lado—. Están mirando. No te muestres demasiado amistoso.
—Oh, esto no me gusta nada —intervino Kalyani. Se había acercado a unas cajas de madera que había al fondo de la habitación, y se había acurrucado allí para protegerse—. ¿Va a ser así a menudo con usted, señor Steve? Porque no estoy hecha para esto.
—¿Usted lamenta encontrarme aquí? —le dije a Razon con voz áspera—. Lo siento, pero no me sorprende. Es usted quien ayudó a Monica y sus colegas a recopilar material para chantajearme.
El ojo que no tenía hinchado se abrió una fracción. Él sabía que no era material para chantajearme. O eso esperaba yo. ¿Se daría cuenta? ¿Comprendería que estaba allí para ayudarlo?
—Lo hice… bajo presión —farfulló.
—Sigue siendo un hijo de puta, por lo que a mí respecta.
—¡Ese lenguaje! —exclamó Ivy, con las manos en las caderas.
—Bah. No importa —le dije a Razon—. Va usted a enseñarme a poner en marcha esta máquina.
—¡No lo haré! —gritó.
Giré un tornillo; mi cabeza iba a cien. ¿Cómo podía acercarme a él lo suficiente para hablarle en voz baja, pero sin atraer sospechas?
—Lo hará, o…
—¡Cuidado, idiota! —exclamó Razon, levantándose de un salto del taburete.
Uno de los soldados nos apuntó con su arma.
—Tiene el seguro puesto —dijo J. C.—. No hay nada de lo que preocuparse. Todavía.
—Es un equipo muy delicado —explicó Razon, y me quitó el destornillador—. No lo vaya a romper.
Empezó a desatornillar con su única mano. Entonces, susurrando, me dijo:
—¿Está aquí con Monica?
—Sí.
—No es de fiar —me advirtió. A continuación hizo una pausa—. Aunque nunca me dio una paliza ni me cortó una mano. Así que quizá no soy nadie para hablar de en quién confiar.
—¿Cómo lo capturaron? —cuchicheé.
—Alardeé ante mi madre —dijo él—. Y ella alardeó ante su familia. La noticia llegó a oídos de estos monstruos. Tienen contactos en Israel.
Se tambaleó, y extendí la mano para sujetarlo. Tenía la cara pálida. Ese hombre no estaba en buena forma.
—Se pusieron en contacto conmigo —dijo, obligándose a seguir desatornillando—. Dijeron que eran fundamentalistas cristianos de mi país, ansiosos por financiar mi operación para encontrar pruebas. No descubrí la verdad hasta hace dos días. Entonces…
Se interrumpió, dejando caer el destornillador cuando Salic se acercó a nosotros. El terrorista hizo una señal, y uno de sus soldados agarró a Razon y tiró de su brazo ensangrentado. Razon gritó de dolor.
Los soldados lo derribaron al suelo y empezaron a golpearlo con las culatas de sus rifles. Yo lo observé, horrorizado, y Kalyani empezó a llorar. Incluso J. C. se volvió.
—No soy ningún monstruo, señor Leeds —dijo Salic, agachándose junto a mi silla—. Soy un hombre con pocos recursos. Descubrirá que las dos cosas son bastante difíciles de diferenciar, en la mayoría de las situaciones.
—Por favor, detenga a los soldados —susurré.
—Verá, estoy intentando encontrar una solución pacífica —dijo Salic, que no detuvo la paliza—. Mi gente es condenada cuando usamos los únicos métodos que tenemos para luchar, los métodos de los desesperados. Estos son los métodos que todos los revolucionarios, incluyendo los fundadores de nuestra nación, han utilizado para conseguir la libertad. Mataremos si es preciso, pero quizá no nos veamos obligados a hacerlo. Aquí en esta mesa tenemos la paz, señor Leeds. Arregle esta máquina, y salvará miles y miles de vidas.
—¿Para qué la quieren? —dije, frunciendo el ceño—. ¿Qué supone para ustedes? ¿Poder para hacer chantaje?
—Poder para arreglar el mundo —respondió Salic—. Solo necesitamos unas cuantas fotos. Pruebas.
—Pruebas de que el cristianismo es falso, Stephen —aclaró Tobias, colocándose a mi lado—. Eso no les resultará una tarea sencilla, ya que el islam reconoce a Jesús de Nazaret como profeta. Sin embargo, no aceptan la resurrección, ni muchos de los milagros atribuidos luego a sus seguidores. Con la foto adecuada, podrían tratar de minar el catolicismo, la religión mayoritaria entre los filipinos, y por tanto desestabilizar la región.
Admito que, extrañamente, me sentí tentado. Oh, no tentado de ayudar a un monstruo como Salic. Pero entendía su argumento. ¿Por qué no coger aquella cámara y demostrar que todas las religiones son falsas?
Eso provocaría el caos. Tal vez muchas muertes, en algunas partes del mundo.
¿O no?
—La fe no se subvierte fácilmente —descartó Ivy—. Esto no causaría los problemas que él cree.
—¿Porque la fe es ciega? —preguntó Tobias—. Tal vez tengas razón. Muchos continuarían creyendo, a pesar de los hechos.
—¿Qué hechos? —dijo Ivy—. ¿Unas fotos que pueden ser o no fiables? ¿Producto de una ciencia que nadie entiende?
—Ya estás intentando proteger algo que aún tiene que ser descartado —dijo Tobias tranquilamente—. Actúas como si supieras lo que va a pasar, y necesitas estar a la defensiva sobre la prueba que puede que se encuentre o no. Ivy, ¿no lo entiendes? ¿Qué pruebas necesitas para que mires las cosas con ojos racionales? ¿Cómo puedes ser tan lógica en algunas áreas y, sin embargo, tan ciega en esta?
—¡Silencio! —exclamé, llevándome las manos a la cabeza—. ¡Silencio!
Salic me miró con el ceño fruncido. Solo entonces advirtió lo que sus soldados le habían hecho a Razon.
Gritó algo en tagalo, o tal vez en uno de los otros dialectos filipinos; quizá tendría que haberlos estudiado en vez del hebreo. Los soldados retrocedieron, y Salic se arrodilló para darle la vuelta.
Razon metió su mano sana en la chaqueta de Salic, buscando la pistola. Este dio un salto hacia atrás, y uno de los soldados gritó. Se produjo un único chasquido.
Todos en la habitación se quedaron inmóviles. Uno de los soldados había sacado una pistola con silenciador y, asustado, disparó a Razon. El científico cayó hacia atrás, los ojos sin vida abiertos, el revólver de Salic resbalando entre sus dedos.
—Oh, pobre hombre —dijo Kalyani, acercándose para arrodillarse junto a él.
En ese momento, alguien derribó a uno de los soldados junto a la puerta, empujándolo desde atrás.
Inmediatamente empezaron los gritos. Salté de mi silla, buscando la cámara. Salic la alcanzó primero, le puso una mano encima, y luego trató de recoger su pistola del suelo.
Yo maldije, apartándome, y me lancé tras la pila de cajas donde Kalyani se había puesto a cubierto unos minutos antes. Los disparos estallaron por toda la estancia, y una de las cajas cercanas soltó un puñado de astillas cuando un proyectil le dio.
—¡Es Monica! —dijo Ivy, a cubierto tras la mesa—. Se ha liberado y los está atacando.
Me atreví a echar un vistazo alrededor, a tiempo de ver a uno de los tipos de Abu Sayyaf caer abatido en el centro de la habitación, cerca del cuerpo de Razon. Los otros dispararon a Monica, que se había puesto a cubierto en la escalera que conducía al lugar donde habíamos estado cautivos.
—¡Rayos y truenos! —exclamó J. C., agazapado junto a mí—. Se las ha arreglado solita para escapar. ¡Creo que esa mujer empieza a caerme bien!
Salic gritó en tagalo. En lugar de perseguirme, se había puesto a cubierto cerca de sus guardias. Aferraba la cámara, y otros dos soldados se unieron a él mientras corrían escaleras bajo.
El tiroteo llamaría pronto la atención, supuse. No lo suficientemente pronto. Tenían acorralada a Monica. Yo apenas podía verla, escondida debajo de la escalera, tratando de encontrar un modo de asomarse y disparar a los hombres con el arma que le había robado al guardia que había derribado, cuyos pies asomaban en la escalera cerca de ella.
—Muy bien, flacucho —dijo J. C.—. Esta es tu oportunidad. Hay que hacer algo. Acabarán con ella antes de que lleguen los refuerzos, y perderemos la cámara. Es la hora de los héroes.
—Yo…
—Podrías huir, Stephen —dijo Tobias—. Hay una habitación justo detrás de nosotros. Tendrá ventanas. No te estoy diciendo que lo hagas: te estoy dando las opciones.
Kalyani gimió, acurrucada en el rincón. Ivy estaba debajo de la mesa, los dedos en los oídos, contemplando el tiroteo con ojos calculadores.
Monica trató de asomarse y disparar, pero las balas se incrustaron en la pared tras ella, lo que la obligó a agacharse de nuevo. Salic seguía gritando algo. Varios soldados empezaron a dispararme, así que tuve que retroceder y ponerme a cubierto.
Las balas resonaron contra la pared encima de mí, lascas de piedra cayeron sobre mi cabeza. Tomé aire y lo expulsé.
—No puedo hacer esto, J. C.
—Sí que puedes —replicó él—. Mira, tienen granadas. ¿Las ves en los cinturones de los soldados? Uno de ellos caerá en la cuenta, arrojará una a la escalera, y adiós Monica. Muerta.
Si dejaba que se quedaran con la cámara… Un poder semejante en manos de esos tipos…
Monica gritó.
—¡Le han dado! —exclamó Ivy.
Salí de detrás de las cajas y corrí hacia el soldado tendido en medio de la habitación. Había dejado caer una pistola. Salic reparó en mí mientras yo agarraba el arma y la alzaba. Mis manos temblaban.
«Esto no va a funcionar. No puedo hacerlo. Es imposible».
«Voy a morir».
—No te preocupes, chico —dijo J. C., agarrando mi muñeca—. La tengo.
Empujó mi brazo a un lado y disparé, sin apenas mirar; luego movió el arma en una serie de gestos, deteniéndose brevemente para que yo apretara el gatillo cada vez. En unos instantes todo había terminado.
Los hombres armados habían caído. La habitación quedó en absoluto silencio. J. C. me soltó la muñeca y mi brazo cayó como plomo a un costado.
—¿Eso lo hemos hecho nosotros? —pregunté, mirando los cadáveres.
—Maldición —dijo Ivy, quitándose los dedos de los oídos—. Ya sabía yo que había un motivo por el que estabas con nosotros, J. C.
—Ese lenguaje, Ivy —dijo él, sonriendo.
Solté la pistola. Probablemente no era lo más inteligente que he hecho en mi vida, pero, claro, no estaba exactamente en mis cabales. Corrí junto a Razon. No tenía pulso. Le cerré los ojos, pero dejé la sonrisa en sus labios.
Aquello era lo que quería. Quería que lo mataran para que no pudieran obligarlo a revelar sus secretos. Suspiré. Luego, poniendo a prueba una teoría, metí una mano en su bolsillo.
Algo me hizo cosquillas en los dedos, y los saqué ensangrentados.
—¿Qué…?
No me esperaba eso.
—¿Leeds? —dijo la voz de Monica.
Alcé la cabeza. Ella se encontraba de pie en la puerta de la habitación, sujetándose el hombro, que sangraba.
—¿Ha hecho usted esto?
—Ha sido J. C. —dije.
—¿Su alucinación? ¿Le disparó a estos hombres?
—Sí. No. Yo…
No estaba seguro. Me levanté y me acerqué a Salic, que había recibido un tiro en plena frente. Me agaché y recogí la cámara; luego le quité una pieza, de espaldas a Monica.
—Esto… ¿Señor Steve? —dijo Kalyani, señalando con el dedo—. Creo que ese no está muerto. Oh, cielos…
Uno de los guardias a los que había abatido se estaba dando la vuelta. Sujetaba algo con su mano ensangrentada.
Una granada.
—¡Fuera! —le grité a Monica, agarrándola por el brazo mientras salía corriendo de la habitación.
La detonación me golpeó por detrás como una ola rompiente.
Exactamente un mes más tarde me encontraba sentado en mi mansión, bebiendo un vaso de limonada. Me dolía la espalda, pero las heridas de metralla estaban sanando. No había sido tan malo.
Monica no le daba demasiada importancia a la escayola de su brazo. Bebía de su propio vaso, sentada en la habitación donde la había visto por primera vez.
Su ofrecimiento de hoy no era inesperado.
—Me temo que acude al hombre equivocado —le dije—. Debo rechazarlo.
—Comprendo.
—Ha estado trabajando en su ceño fruncido —apreció J. C. desde el lugar donde se encontraba, de pie y apoyado en la pared—. Está mejorando.
—Si quisiera echarle un vistazo a la cámara… —dijo Monica.
—La última vez que la vi estaba rota en dieciséis pedazos, por lo menos —respondí—. No queda nada con lo que trabajar.
Ella me miró, entornando los ojos. Seguía sospechando que yo había dejado caer la cámara a propósito cuando se produjo la explosión. Tampoco ayudaba mucho que el cuerpo de Razon hubiera quedado calcinado hasta extremos casi irreconocibles en las detonaciones que se sucedieron y en el incendio que había arrasado el edificio. Todo lo que llevaba encima, los secretos que explicaban cómo funcionaba realmente la cámara, habían sido destruidos.
—Admito —dije, inclinándome hacia delante— que no me siento muy decepcionado al descubrir que no pueden arreglarla. No estoy seguro de que el mundo esté preparado para la información que podría proporcionar.
«O, al menos, no estoy seguro de que el mundo esté preparado para que gente como ustedes controle esa información».
—Pero…
—Monica, no sé qué podría hacer yo que no hayan hecho sus ingenieros. Simplemente vamos a tener que aceptar el hecho de que esta tecnología murió con Razon. Si lo que hizo no se trató de un timo, claro. Para serle sincero, cada vez estoy más convencido de que ese fue el caso. A Razon lo torturaron mucho más de lo que un simple científico podría haber soportado, pero no les dio a los terroristas lo que querían. Y fue porque no podía. Todo fue un engaño.
Ella suspiró y se levantó.
—Está usted renunciando a la grandeza, señor Leeds.
—Querida —dije, poniéndome en pie—, a estas alturas debería saber que ya he saboreado la grandeza. Y la cambié por la mediocridad y cierta medida de cordura.
—Debería pedir que le devolvieran el dinero —repuso—. Porque no estoy segura de haber visto en usted ninguna de esas dos cualidades.
Sacó algo del bolsillo y lo dejó caer sobre la mesa. Un sobre grande.
—¿Y esto es…? —dije, recogiéndolo.
—Encontramos película en la cámara. Solo pudimos recuperar una imagen.
Vacilé, luego extraje la fotografía. Era en blanco y negro, como las otras. Mostraba a un hombre, con barba y túnica, montado… aunque no se podía ver en qué. Su cara era sorprendente. No por su forma, sino porque miraba directamente a la cámara. Una cámara que no estaría allí hasta dos mil años más tarde.
—Pensamos que es de la Entrada Triunfal —dijo ella—. El fondo, al menos, parece ser la Puerta Hermosa. Es difícil de explicar.
—Dios mío —susurró Ivy, colocándose a mi lado.
Aquellos ojos… Miré la foto. Aquellos ojos.
—Eh, creía que no podíamos maldecir delante de ti —le recordó J. C. a Ivy.
—No era una maldición —dijo ella, posando reverente los dedos sobre la foto—. Era una identificación.
—Por desgracia, no vale nada —dijo Monica—. Es imposible demostrar quién es. Aunque pudiéramos, no serviría ni para confirmar ni para refutar el cristianismo. Se hizo antes de que lo mataran. De todas las fotos que Razon pudo hacer… —Sacudió la cabeza.
—Esto no me hace cambiar de opinión —repliqué, y volví a meter la fotografía dentro del sobre.
—Eso pensaba. Considérelo su pago.
—Al final no he conseguido gran cosa para ustedes.
—Ni nosotros para usted —dijo ella, saliendo de la habitación—. Buenas noches, señor Leeds.
Acaricié el sobre con el dedo, mientras escuchaba a Wilson acompañar a Monica hasta la puerta y luego cerrarla. Dejé a Ivy y J. C. discutiendo sobre la manía de este de decir tacos; me dirigí al recibidor y subí las escaleras, agarrado al pasamanos, hasta llegar al pasillo superior.
Mi estudio se hallaba al fondo. La estancia quedaba iluminada por una única lámpara sobre la mesa, las cortinas corridas contra la noche. Me acerqué al escritorio y me senté. Tobias estaba delante, acomodado en uno de los otros dos sillones.
Cogí un libro, el último en lo que había sido una enorme pila, y empecé a hojearlo. La foto de Sandra, la que recuperaron en la estación de tren, estaba clavada en la pared a mi lado.
—¿Lo han descubierto? —preguntó Tobias.
—No —respondí—. ¿Y tú?
—Nunca fue la cámara, ¿verdad?
Sonreí, pasando una página.
—Busqué en sus bolsillos justo después de su muerte. Algo me cortó los dedos. Cristal roto.
Tobias frunció el ceño. Luego, tras pensarlo un momento, sonrió.
—¿Bombillas rotas?
Asentí.
—No era la cámara, era el flash. Cuando Razon sacó fotos en la iglesia, empleó el flash incluso en el exterior, a plena luz. Incluso cuando su objetivo estaba bien iluminado, incluso cuando intentaba capturar algo que sucedió durante el día, como la aparición de Jesús ante la tumba después de su resurrección. Es un error que un buen fotógrafo no habría cometido. Y él era un buen fotógrafo, a juzgar por las fotos que vimos en su apartamento. Tenía buen ojo para la luz.
Pasé una página; luego me metí la mano en el bolsillo y extraje un objeto, lo deposité sobre la mesa. Un flash desmontable, el que yo había quitado de la cámara justo antes de la explosión.
—No estoy seguro de si es algo en el mecanismo del flash o en las bombillas, pero sí sé que él las quitaba para impedir que el aparato funcionara cuando no quería que lo hiciera.
—Maravilloso —dijo Tobias.
—Ya veremos —respondí—. Este flash no funciona: lo he intentado. No sé qué falla. ¿Sabes de qué modo funcionaban las cámaras durante un rato para la gente de Monica? Bueno, muchos flashes tienen bombillas múltiples como esta. Sospecho que solo una tenía algo que ver con los efectos temporales. Las bombillas especiales se agotaban rápidamente, quizá después de diez disparos.
Pasé unas cuantas páginas.
—Estás cambiando, Stephen —dijo por fin Tobias—. Te has dado cuenta de esto sin la ayuda de Ivy. Sin la de ninguno de nosotros. ¿Cuánto tiempo pasará hasta que ya no nos necesites?
—Espero que eso no suceda nunca —contesté—. No quiero ser ese hombre.
—Y sin embargo, la buscas a ella.
—Y sin embargo, lo hago —susurré.
Un paso más cerca. Sabía qué tren había tomado Sandra. Un tíquet asomaba en el bolsillo de su abrigo. Se podían distinguir los números con dificultad.
Había ido a Nueva York. Durante diez años, había estado buscando esta respuesta, que apenas suponía una pieza minúscula de una caza mucho mayor. La pista tenía una década de antigüedad, pero era algo.
Por primera vez en años, estaba haciendo progresos. Cerré el libro y me eché hacia atrás, contemplando la foto de Sandra. Era hermosa. Muy hermosa.
Algo se agitó en la habitación en penumbra. Ni Tobias ni yo nos movimos cuando un hombre pequeño y calvo se sentó en el sillón vacío delante del escritorio.
—Me llamo Arnaud —dijo—. Soy físico especializado en mecánica temporal, causalidad y teorías cuánticas. Creo que tiene un trabajo para mí.
Deposité el último libro en la pila de los que había leído durante ese mes.
—Sí, Arnaud —dije—. Lo tengo.