Día noventa y siete
—Eh —dijo Hurli, inclinándose—. ¿Qué es esto?
Hurli era un fornido ariete que se hacía más el tonto de lo que era. Eso le permitía ganar a las cartas. Tenía dos hijas, ambas menores de cinco años, pero estaba viéndose con una de las otras guardias. Hurli deseaba en secreto poder haber sido carpintero como su padre. También le habría horrorizado saber hasta qué punto controlaba su vida Shai.
Recogió la hoja de papel que había encontrado en el suelo. El sellador de sangre acababa de marcharse. Era la mañana del nonagésimo sexto día de cautiverio de Shai en la habitación, y ella había decidido poner el plan en marcha. Tenía que escapar.
El sello del emperador no estaba terminado todavía. «Casi». Una noche más de trabajo, y lo tendría. De todas formas, su plan también requería esperar una noche más.
—Dedos de Hierba debe de haberla dejado caer —dijo Yil, acercándose. Era el otro guardia de la habitación esa mañana.
—¿Qué es? —preguntó Shai desde la mesa.
—Una carta —respondió Hurli con un gruñido.
Ambos guardias callaron mientras leían. Los arietes de palacio sabían leer todos. Era un requisito que se exigía a cualquier funcionario imperial de al menos segundo nivel.
Shai permaneció sentada en silencio, tensa, sorbiendo una taza de té al limón y obligándose a respirar con calma. Hizo un gran esfuerzo por relajarse, aunque relajarse era lo último que quería hacer. Conocía de memoria el contenido de la carta. La había escrito ella, después de todo, y luego la había dejado caer subrepticiamente tras el sellador de sangre cuando salió de la habitación hacía unos instantes. La carta decía:
Hermano:
Casi he terminado mi tarea aquí, y el dinero que he ganado rivalizará incluso con el de Azalec después de su trabajo en las provincias del sur. La cautiva que custodio apenas merece el esfuerzo, pero ¿quién soy yo para poner en duda los razonamientos de la gente que me paga tanto dinero?
Regresaré pronto. Me enorgullece decir que mi otra misión aquí ha sido un éxito. He identificado a varios guerreros capacitados, y he reunido suficientes muestras de ellos. Pelo, uñas y unos cuantos efectos personales que no echarán en falta. Confío en que muy pronto tengamos nuestros guardias personales.
El texto continuaba por la otra cara de la hoja, para que no pareciera sospechoso. Shai lo había completado con numerosos comentarios sobre el palacio, incluyendo detalles que los guardias asumirían como desconocidos por ella, pero no por el sellador de sangre.
Le preocupaba que la carta fuera demasiado descarada. ¿Descubrirían los guardias que era una burda falsificación?
—Ese KuNuKam… —susurró Yil, empleando un término de su lengua nativa. Se utilizaba más o menos para referirse a un hombre que tenía un ano por boca—. ¡Ese KuNuKam imperial!
Al parecer, creían que la carta verdaderamente era de él. Los soldados no entendían de sutilezas.
—¿Puedo verla? —preguntó Shai.
Hurli se la tendió.
—¿Está diciendo lo que yo creo? —preguntó el guardia—. ¿Ha estado… reuniendo cosas nuestras?
—Puede que no se refiera a los arietes —dijo Shai después de leer la carta—. No lo especifica.
—¿Para qué querría pelo? —susurró Yil—. ¿Y uñas?
—Pueden hacer cosas con partes tuyas —dijo Hurli, luego volvió a maldecir—. Ya ves lo que hace cada día en la puerta con la sangre de Shai.
—No sé si podría hacer mucho con pelo o con uñas —comentó Shai, escéptica—. Eso es solo una bravata. La sangre tiene que ser fresca, del día anterior como máximo, para que funcione con los sellos. Está alardeando ante su hermano.
—No debería hacer cosas así —dijo Hurli.
—Yo no me preocuparía por eso —lo tranquilizó Shai.
Los otros dos hombres intercambiaron una mirada. Unos minutos más tarde se produjo el cambio de la guardia. Hurli y Yil se marcharon, murmurando entre sí, con la carta guardada en el bolsillo del primero. No era probable que se ensañaran con el sellador de sangre. Amenazarlo, sí.
Era sabido que el sellador de sangre frecuentaba cada noche las casas de té de la zona. Shai casi sintió lástima por él. Había deducido que cuando recibía noticias de su hogar, acudía a su habitación rápido y puntual. A veces se lo veía nervioso. Y cuando no recibía noticias, bebía. Esa mañana, parecía triste. Así que había ocurrido lo segundo.
Lo que le sucediera esa noche no mejoraría en nada su día. En efecto, Shai casi sentía lástima por él, pero entonces recordó el sello en la puerta y la venda que hoy le había puesto en el brazo después de extraerle sangre.
En cuanto el cambio de guardia terminó, Shai inspiró profundamente; luego se sumergió de nuevo en su trabajo.
Esa noche. Esa noche, terminaría.