Día noventa y ocho

Shai se arrodilló en el suelo entre un puñado de hojas desperdigadas, cada una llena de escritura apretada o dibujos de sellos. A su espalda, la mañana abría los ojos, y la luz del sol se filtraba por la vidriera, rociando la habitación de escarlata, azul y violeta.

Un único sello de alma, tallado en piedra pulida, descansaba boca abajo en una placa de metal que tenía delante. La piedra de alma, como una roca, no parecía distinta de la piedra pómez o cualquier otra piedra de grano fino, pero con zonas de rojo entreveradas. Como si la hubieran manchado con gotas de sangre.

Shai parpadeó, cansada. ¿De verdad que iba a intentar escapar? Había disfrutado de… ¿cuánto? ¿Cuatro horas de sueño en los últimos tres días en total?

Sin duda la huida podía esperar. Sin duda podía descansar, solo por hoy.

«Descansa —pensó aturdida—, y no despertaré».

Permaneció arrodillada. Ese sello parecía la cosa más hermosa que había visto en su vida.

Sus antepasados habían adorado las rocas que caían del cielo por la noche. Las almas de los dioses rotos, llamaban a aquellos cascotes. Los maestros artesanos las tallaban para darles forma. En su momento, a Shai le pareció una tontería. ¿Por qué adorar algo que tú mismo creabas?

Lo comprendió arrodillada ante su obra maestra. Se sentía como si lo hubiera vertido todo en ese sello. Había sintetizado dos años de esfuerzo en tres meses, luego lo había rematado con una noche tallando con desesperado frenesí. Durante esa noche, había hecho cambios en sus notas, en la misma alma. Cambios drásticos. Seguía sin saber si los había provocado su última y horrible visión del proyecto en conjunto… o si esos cambios habían sido más bien ideas defectuosas nacidas de la fatiga y el delirio.

No lo sabría hasta que el sello fuera utilizado.

—¿Está… está terminado? —preguntó uno de los guardias.

Los dos hombres se habían situado en el otro extremo de la habitación, para sentarse junto a la chimenea y dejarle espacio. Ella recordaba vagamente haber apartado los muebles. Se había pasado parte del tiempo retirando pilas de papeles de su lugar bajo la cama, y luego arrastrándose para alcanzar otros.

¿Estaba terminado?

Shai asintió.

—¿Qué es? —preguntó el guardia.

«Noches —pensó—. Pues claro. Ellos ni siquiera lo saben». Los guardias habituales abandonaban la estancia cada día durante sus conversaciones con Gaotona.

Los pobres arietes probablemente serían asignados a alguna avanzadilla remota del imperio durante el resto de sus vidas, vigilando los pasos que conducían a la lejana península de Teoish o algún destino similar. Los ocultarían discretamente bajo la alfombra para impedir que revelaran, aunque fuera por accidente, algo de lo que había sucedido allí.

—Preguntadle a Gaotona si queréis saberlo —respondió Shai en voz baja—. No se me permite decirlo.

Shai recogió reverentemente el sello, luego lo colocó junto con la placa dentro de una caja que había preparado. El sello reposó en terciopelo negro; la placa (en forma de medallón grande y fino), en una hendidura bajo la tapa. La cerró y luego sacó una segunda caja, algo más grande. En su interior había cinco sellos, tallados y preparados para su inminente huida. Si lo conseguía. Dos de ellos ya los había utilizado.

Si pudiera dormir unas pocas horas. Solo unas pocas…

«No. De todas formas, tampoco puedo usar la cama».

Sin embargo, acurrucarse sobre el suelo ya le parecía maravilloso.

La puerta empezó a abrirse. Shai sintió un súbito y sorprendente momento de pánico. ¿Era el sellador de sangre? ¡Creía que estaría en la cama, después de haberse embriagado a conciencia tras el escarmiento de los arietes!

Durante un instante sintió una extraña y culpable sensación de alivio. Si el sellador de sangre había venido, ella no tendría ninguna opción de escapar hoy. Podría dormir. ¿No le habían dado una paliza Hurli y Yil? Shai estaba segura de haberlos interpretado correctamente, sin embargo…

Sin embargo, en su fatiga, advirtió que se había precipitado en sus conclusiones. La puerta se abrió del todo y entró alguien, pero no era el sellador de sangre.

Era el capitán Zu.

—Fuera —espetó a los dos guardias.

Ellos se dispusieron a obedecer.

—De hecho —dijo Zu—, quedáis relevados para el resto del día. Yo vigilaré hasta el cambio de guardia.

Los dos hombres saludaron y se marcharon. Shai se sintió como un alce herido abandonado por la manada. La puerta se cerró, y Zu se volvió hacia ella despacio, deliberadamente.

—El sello no está listo todavía —mintió Shai—. Así que puedes…

—No hace falta que esté listo —replicó Zu, dibujando una amplia sonrisa con sus gruesos labios—. Creo que te prometí algo hace tres meses, ladrona. Tenemos una… deuda que saldar.

La habitación estaba tenuemente iluminada, pues la lámpara casi se había consumido y apenas había amanecido. Shai se apartó de él, repasando a toda prisa sus planes. Así no era como se suponía que tenía que ser. No podía luchar contra Zu.

No dejó de hablar, manteniéndolo distraído pero también representando un papel que había diseñado para sí misma sobre la marcha.

—Cuando Frava averigüe que has venido aquí —dijo—, se pondrá furiosa.

Zu desenvainó su espada.

—¡Noches! —exclamó Shai, retrocediendo hasta su cama—. Zu, no tienes por qué hacer esto. No puedes hacer esto. ¡Tengo trabajo pendiente!

—Otro lo completará por ti —dijo Zu, sonriendo—. Frava tiene a otro falsificador. Te crees tan lista… Probablemente hayas planeado una huida magnífica para mañana. Esta vez, nosotros golpearemos primero. No previste esto, ¿verdad, mentirosa? Voy a disfrutar matándote. Voy a disfrutarlo mucho.

Arremetió con la espada, cuya punta alcanzó la blusa de Shai y marcó una raya en su costado. Ella se apartó de un salto y gritó pidiendo auxilio. Seguía representando su papel, pero no hacía falta actuar. Su corazón latía con fuerza, el pánico aumentaba, mientras rodeaba la cama y la interponía entre Zu y ella.

Él sonrió de oreja a oreja; luego saltó sobre el lecho, dispuesto a atraparla.

La cama se derrumbó al instante. Durante la noche, mientras se arrastraba por debajo para coger sus notas, Shai había falsificado la madera del armazón para que estuviera carcomida y fuera frágil. Además, había rajado el colchón por debajo en grandes cortes.

Zu apenas tuvo tiempo de gritar mientras la cama entera se partía, desplomándose en el pozo que ella había abierto en el suelo. El daño causado por el agua en la habitación (el olor a moho que Shai había percibido cuando entró por primera vez) había sido la clave. Según los informes, las vigas de madera de arriba se habrían podrido y el techo habría cedido si no hubieran encontrado la fuga tan rápidamente. Una falsificación sencilla, muy plausible, hecha para que el suelo cayera en ella.

Zu se estrelló contra la despensa vacía del piso de abajo. Shai, jadeando, se acercó a asomarse al agujero. El hombre yacía tendido entre los restos de la cama. Algunos eran cojines y rellenos. Probablemente viviría: la trampa de Shai estaba destinada a uno de los guardias habituales, a quienes tenía aprecio.

«No ha salido exactamente como lo había planeado, pero ha funcionado», pensó. Corrió hacia la mesa y recogió sus cosas. La caja de sellos, el alma del emperador, algo de piedra de alma extra y tinta. Y los dos cuadernos que explicaban los sellos que había creado con tanta complejidad: el oficial y el verdadero.

Arrojó el oficial a las llamas al pasar junto a la chimenea. Luego se detuvo delante de la puerta, contando los latidos de su corazón.

Se sintió morir al contemplar la marca del sellador de sangre mientras latía. Finalmente, después de unos cuantos minutos angustiosos, el sello de la puerta destelló una última vez… y entonces se desvaneció. El sellador de sangre no había regresado a tiempo para renovarlo.

Libertad.

Shai salió corriendo al vestíbulo, abandonando su hogar de los tres últimos meses, una habitación repujada ahora de oro y plata. El vestíbulo exterior había estado tan cerca, y sin embargo parecía otro país completamente distinto. Presionó el tercero de sus sellos preparados contra su blusa abotonada, cambiándola para que fuera igual que la de los sirvientes de palacio, con insignias oficiales bordadas en el pecho izquierdo.

Tenía poco tiempo para hacer su siguiente movimiento. Pronto, o bien el sellador de sangre acudiría a su habitación, Zu despertaría de su caída, o bien llegarían los guardias para el cambio de turno. Shai quería correr pasillo abajo y dirigirse a los establos de palacio.

Pero no lo hizo. Correr implicaba una de dos: o culpa o una tarea importante. Las dos llamarían la atención. En cambio, mantuvo un paso ligero y adoptó la expresión de quien sabe lo que se hace, y por eso no debe ser importunado.

Enseguida accedió a las alas más concurridas del enorme palacio. Nadie la detuvo. En un cruce tapizado de alfombras, se paró.

A la derecha, al fondo de un largo pasillo, se encontraba la entrada a los aposentos del emperador. El sello que Shai llevaba en la mano derecha, en la caja y acolchado, pareció saltar en sus dedos. ¿Por qué no lo había dejado en la habitación para que lo descubriera Gaotona? Los árbitros la perseguirían con menos saña si tuvieran el sello.

Podía dejarlo ahí, en ese pasillo adornado con retratos de antiguos legisladores y repleto de urnas de remotas épocas falsificadas.

No. Lo llevaba consigo por un motivo. Había preparado herramientas para acceder a los aposentos del emperador. En todo momento había sabido lo que iba a hacer.

Si se marchaba ahora, nunca sabría si el sello funcionaba. Eso sería como construir una casa y luego no entrar nunca en ella. Como forjar una espada y no empuñarla. Como crear una obra de arte maestra y luego guardarla para que nunca pudiera ser contemplada.

Shai observó el largo pasillo.

Cuando comprobó que no había nadie a la vista, se volvió hacia una de aquellas horribles urnas y rompió el sello de la parte inferior. La urna se transformó de nuevo en una simple versión de barro de sí misma.

Había tenido tiempo de sobra para averiguar con exactitud quién había creado esas urnas y dónde. El cuarto de sus sellos preparados transformó la urna en una réplica de un ornamentado orinal dorado. Shai recorrió el pasillo hasta los aposentos del emperador; luego saludó a los guardias, con el orinal bajo el brazo.

—No te reconozco —dijo un guardia.

Ella no lo reconoció tampoco, con aquella cara llena de cicatrices y la mirada recelosa. Como esperaba. A los guardias encargados de su vigilancia los habían separado de sus compañeros para que no pudieran hablar del servicio que tenían encomendado.

—Oh —dijo Shai, vacilando, aparentemente nerviosa—. Lo siento, oficial. Me han asignado esta tarea esta misma mañana.

Se ruborizó, sacó de su bolsillo un grueso papel con el sello y la firma de Gaotona. Los había falsificado a la antigua usanza. Incomprensiblemente, él había permitido que Shai le indicara cómo podían mejorar las medidas de seguridad para proteger los aposentos del emperador.

Así, continuó su camino sin más complicaciones. Las siguientes tres habitaciones de los enormes aposentos del emperador estaban vacías. Tras ellas había una puerta cerrada con llave. Tuvo que falsificar la madera de esa puerta en algo que hubiera sido dañado por la carcoma (usando el mismo sello que había empleado en su cama) para poder pasar. No prendió durante mucho tiempo, pero fueron suficientes unos segundos para abrir la puerta de una patada.

Dentro encontró el dormitorio del emperador. Era el mismo lugar al que la habían traído el primer día, cuando le ofrecieron esa oportunidad. Allí solo se hallaba él, tendido en aquella cama. Estaba despierto, pero miraba al techo sin verlo.

En la habitación reinaba el silencio. La tranquilidad. Olía… a demasiado limpio. Demasiado blanca. Como un lienzo vacío.

Shai se acercó a la vera del lecho. Ashravan no la miró. Sus ojos no se movieron. Descansó los dedos sobre su hombro. Tenía un rostro hermoso, aunque era unos quince años mayor que ella. No demasiado para un grande: vivían más que la mayoría.

El suyo era un rostro fuerte, a pesar del largo tiempo postrado. Pelo dorado, mandíbula firme, nariz prominente. Tan distinto en sus rasgos del pueblo de Shai.

—Conozco tu alma —dijo ella en voz baja—. La conozco mejor de lo que tú la conociste nunca.

Aún no habían dado la alarma. Shai continuaba esperando a que ocurriera de un momento a otro, pero se arrodilló junto a la cama de todas formas.

—Ojalá pudiera conocerte. No a tu alma, sino a ti. He leído sobre ti: he visto en tu corazón. He reconstruido tu alma lo mejor que he podido. Pero no es lo mismo. No es conocer a alguien, ¿verdad? Simplemente es conocer cosas de alguien.

¿Eso que oía ahí fuera, en la zona más lejana del palacio, era un grito?

—No pido mucho de ti —siguió diciendo con el mismo tono de voz—. Solo que vivas. Solo que seas. He hecho lo que he podido. Ojalá sea suficiente.

Inspiró profundamente, entonces abrió la caja y sacó su Marca de Esencia. La entintó, le subió luego la manga de la camisa y descubrió su antebrazo.

Shai vaciló; luego presionó el sello, que golpeó la carne y permaneció detenido un instante, como hacían siempre los sellos. La piel y el músculo no cedieron hasta un segundo más tarde, cuando el sello se hundió apenas unos milímetros.

Hizo girar el sello, asegurándolo, y lo retiró. La brillante marca roja resplandeció levemente.

Ashravan parpadeó.

Shai se incorporó y retrocedió un paso mientras él se sentaba y miraba alrededor. Ella contó en silencio.

—Mis aposentos —dijo Ashravan—. ¿Qué ha sucedido? Hubo un ataque. Yo fui… fui herido. Oh, madre de las luces. Kurshina. Está muerta.

Su rostro se convirtió en una máscara de pena, pero se recuperó un segundo después. Era el emperador. Podía tener temperamento, pero mientras no estuviera furioso, era bueno no dejando entrever sus sentimientos. Se volvió hacia Shai, y sus ojos vivos (ojos que veían) se centraron en ella.

—¿Quién eres tú?

La pregunta la removió por dentro, a pesar de esperarla.

—Soy una especie de cirujana —explicó Shai—. Resultaste malherido. Te he curado. Sin embargo, el remedio que he utilizado se considera… despreciable en algunos sitios de vuestra cultura.

—Eres una reselladora —dijo él—. Una… ¿una falsificadora?

—En cierto modo —respondió Shai. Él lo creería porque ese era su deseo—. Es un tipo difícil de resellado. Tendrán que sellarte cada día, y debes conservar contigo en todo momento esa placa de metal, la que tiene forma de disco que está en esa caja. Sin eso, morirás, Ashravan.

—Dámelo —dijo él, extendiendo la mano para que le entregara el sello.

Ella vaciló. No estaba segura de por qué.

—Dámelo —repitió él, esta vez con más énfasis.

—No le cuentes a nadie lo que ha sucedido aquí —le advirtió ella—. Ni a los guardias ni a los sirvientes. Solo tus árbitros saben lo que he hecho.

Los gritos en el exterior sonaron más fuerte. Ashravan se volvió hacia el sonido.

—Si nadie debe saberlo —dijo—, entonces debes marcharte. Deja este lugar y no regreses. —Miró el sello—. Probablemente debería matarte por conocer mi secreto.

Ese era el egoísmo que había aprendido durante sus años en el palacio. Sí, ella lo había interpretado bien.

—Pero no lo harás —aseveró.

—No lo haré.

Y allí estaba la compasión, profundamente enterrada.

—Vete antes de que cambie de opinión —ordenó él.

Shai dio un paso hacia la puerta, luego comprobó su reloj de bolsillo: más de un minuto. El sello había prendido, al menos a corto plazo. Se volvió para mirarlo.

—¿A qué estás esperando? —la apremió.

—Solo quería dar un último vistazo —aclaró ella.

El emperador frunció el ceño.

Los gritos cada vez eran más intensos.

—Vete —dijo él—. Por favor.

Parecía saber a qué se debía aquel griterío, o al menos podía deducirlo.

—Hazlo mejor esta vez —dijo Shai—. Por favor.

Y dicho esto, huyó.

Shai había sentido la tentación, durante un tiempo, de escribir en él un deseo por protegerla. Habría habido buenos motivos para ello, al menos a sus ojos, y podría haber socavado toda la falsificación. Aparte de eso, no creía que él pudiera salvarla. Hasta que su período de luto terminara, no podría salir de sus aposentos ni hablar con nadie que no fueran sus árbitros. Durante ese tiempo, ellos gobernarían el imperio.

Lo gobernaban ya, de todas formas. No, una rápida revisión del alma de Ashravan para que la protegiera no habría funcionado. Cuando ya estaba a punto de salir por la última puerta, Shai recogió el falso orinal. Lo alzó y luego atravesó las puertas. Jadeó ostensiblemente al oír los lejanos gritos.

—¿Todo esto es por mí? —exclamó—. ¡Noches! ¡Ha sido sin querer! ¡No sabía que no podía verlo! ¡Sé que está recluido, pero abrí la puerta equivocada!

Los guardias se la quedaron mirando, luego uno se relajó.

—No es por ti. Busca tus aposentos y quédate allí.

Shai inclinó la cabeza y se marchó rápidamente. La mayoría de los guardias no la conocían, y por eso…

Sintió un repentino dolor en el costado. Jadeó. Era un dolor como el que sentía cada mañana, cuando el sellador de sangre marcaba la puerta.

Muy asustada, Shai se palpó el costado. ¡El corte de su blusa, donde Zu la había alcanzado con su espada, había atravesado la camisa que llevaba debajo! Cuando retiró los dedos, observó en ellos un par de gotas de sangre. Solo un corte superficial, nada peligroso. Con tanta agitación, ni siquiera se había dado cuenta.

Pero la punta de la espada de Zu… estaba manchada con su sangre. Sangre fresca. El sellador de sangre lo había descubierto y había comenzado la caza. Ese dolor significaba que la estaba localizando: ahora sus mascotas armonizadas sabían dónde buscar.

Shai arrojó a un lado el orinal y echó a correr.

Esconderse ya no era una opción. No llamar la atención carecía de sentido. Si los esqueletos del sellador de sangre daban con ella, moriría. Así de fácil. Tenía que encontrar un caballo pronto, y luego dar esquinazo a los esqueletos durante veinticuatro horas, hasta que su sangre se volviera rancia.

Corrió por los pasillos. Algunos criados la señalaron con el dedo, otros gritaron. Casi derribó a un embajador del sur vestido con la armadura roja de los sacerdotes.

Shai maldijo, esquivando al hombre. Las salidas del palacio estarían cerradas ya. Lo sabía. Había estudiado los protocolos de seguridad. Salir sería casi imposible.

«Ten siempre un plan de emergencia», decía el tío Won.

Ella lo tenía siempre.

Se detuvo en el pasillo, y decidió, como tendría que haber hecho antes, que correr hacia las salidas carecía de sentido. Se encontraba al borde del pánico, con el sellador de sangre siguiéndole la pista, pero tenía que pensar con claridad.

El plan de emergencia. Era desesperado, pero era todo lo que tenía. Echó a correr de nuevo, giró en un recodo y volvió por donde acababa de venir.

«Noches, ojalá no haya errado al interpretarle —pensó—. Si, secretamente, resulta ser un maestro embaucador más hábil que yo, estoy perdida. Oh, Dios Desconocido, por favor. Esta vez, permite que no esté equivocada».

Con el corazón desbocado, olvidada la fatiga al instante, se detuvo en el pasillo que conducía a los aposentos del emperador.

Allí esperó. Los guardias no la perdieron de vista, con el ceño fruncido, pero mantuvieron sus posiciones al fondo del pasillo, tal como habían sido instruidos. La llamaron. Era difícil no moverse. Aquel sellador de sangre se acercaba cada vez más con sus horribles mascotas…

—¿Por qué estás aquí? —dijo una voz.

Shai se dio media vuelta y vio a Gaotona aparecer por el pasillo. Había sido el primero en acudir junto al emperador. Los demás buscarían a Shai, pero Gaotona quería asegurarse de que Ashravan estaba a salvo.

Shai se dirigió a él, ansiosa. «Probablemente esta es la peor idea que he tenido jamás para un plan de emergencia», pensó.

—Funcionó —dijo en un susurro.

—¿Probaste el sello? —preguntó Gaotona, cogiéndola del brazo y mirando a los guardias. La apartó para que no pudieran oírlos—. De todas las cosas alocadas, dementes y estúpidas…

—Funcionó, Gaotona —insistió Shai.

—¿Por qué fuiste a verlo? ¿Por qué no huiste mientras tenías la posibilidad?

—Tenía que saberlo. Era preciso.

Él la miró a los ojos. Veía a través de ellos, hasta el fondo de su alma, como hacía siempre. Noches, sí que habría sido un falsificador magnífico.

—El sellador de sangre tiene tu rastro —la advirtió Gaotona—. Ha invocado a esas… cosas para que te capturen.

—Lo sé.

Gaotona vaciló solo durante un instante, luego sacó una caja de madera de sus voluminosos bolsillos. El corazón de Shai dio un vuelco.

Se la ofreció, y ella la cogió con una mano, pero él no la soltó.

—Sabías que vendría aquí —dijo Gaotona—. Sabías que las tendría, y que te las daría. Has jugado conmigo.

Shai guardó silencio.

—¿Cómo lo hiciste? —preguntó el anciano—. Pensaba que te vigilaba con atención. Estaba seguro de que no me habías manipulado. Y sin embargo, vine corriendo hasta aquí. Casi seguro de que te encontraría. Sabiendo que necesitarías esto. Seguía sin darme cuenta, hasta este mismo momento, de que probablemente lo habías planeado todo.

—Te manipulé, Gaotona —admitió ella—. Pero tuve que hacerlo de la manera más difícil posible.

—¿Cómo?

—Siendo auténtica —respondió ella.

—No se puede manipular a la gente siendo auténtico.

—¿No? —preguntó Shai—. ¿No es así como has forjado toda tu carrera? ¿Hablando con sinceridad, enseñando a la gente lo que debe esperar de ti, y luego esperando que a cambio sean sinceros contigo?

—No es lo mismo.

—No. No lo es. Pero es lo mejor que pude conseguir. Todo lo que te he dicho es verdad, Gaotona. El lienzo destruido, los secretos y deseos de mi vida… Siendo auténtica. Era la única forma de ponerte de mi lado.

—No estoy de tu lado. —Gaotona hizo una pausa—. Pero tampoco quiero que te maten, muchacha. Y menos por esas cosas. Cógelas. ¡Días! Llévatelas y vete, antes de que cambie de opinión.

—Gracias —susurró ella, llevándose la caja al pecho. Buscó en el bolsillo de su falda y sacó un cuaderno grueso y pequeño—. Mantenlo a salvo. No se lo enseñes a nadie.

Él lo aceptó, vacilante.

—¿Qué es?

—La verdad —respondió ella; luego se inclinó y lo besó en la mejilla—. Si escapo, cambiaré mi Marca de Esencia final. La que nunca pretendía utilizar… Añadiré a ella, y a mis recuerdos, un amable abuelo que me salvó la vida. Un hombre sabio y compasivo a quien respetaba mucho.

—Vete, niña idiota —dijo él. Tenía lágrimas en los ojos.

Si no hubiera estado al borde del pánico, se habría sentido orgullosa de su reacción. Y avergonzada de su propio orgullo. Así era Shai.

—Ashravan vive —dijo—. Cuando pienses en mí, recuerda eso. Funcionó. ¡Noches, funcionó!

Lo dejó y echó a correr por el pasillo.

Gaotona oyó marcharse a la muchacha, pero no se volvió para verla huir. Contemplaba la puerta de los aposentos del emperador. Dos guardias confusos, y el paso a… ¿qué?

El futuro del Imperio Rosa.

«Ser gobernados por alguien que no está vivo de verdad… —pensó Gaotona—. Los frutos de nuestros hediondos esfuerzos».

Inspiró profundamente; luego pasó ante los guardias y abrió las puertas para entrar a contemplar a su criatura.

«Solo… por favor, que no sea un monstruo».

Shai caminaba a grandes zancadas por los pasillos de palacio, sujetando la caja de sellos. Se arrancó la blusa de botones, revelando la ajustada camisa de algodón negro, y se guardó la caja en el bolsillo. Se dejó puesta la falda y las calzas debajo. No era tan diferente de las ropas con las que había sido entrenada.

Los criados corrían a su alrededor. Sabían, solo por su actitud, que tenían que quitarse de en medio. De repente, Shai se sintió más segura de lo que se había sentido en años.

Había recuperado su alma. Toda.

Sacó una de sus Marcas de Esencia mientras caminaba. La entintó con rápidas pinceladas y volvió a guardarse la caja en el bolsillo de la camisa. Entonces se selló el bíceps derecho y lo aseguró, reescribiendo su historia, sus recuerdos, su experiencia vital.

En esa fracción de tiempo, recordó ambas historias. Recordó los dos años que había pasado encerrada, planeando, creando la Marca de Esencia. Recordó toda una vida como falsificadora.

Simultáneamente, recordó haber pasado los últimos quince años entre la tribu de los teullu. La habían adoptado y entrenado en las artes marciales.

Dos lugares a la vez, dos vidas al mismo tiempo.

Entonces la primera se desvaneció, y Shai se convirtió en Shaizan, el nombre que le habían dado los teullu. Su cuerpo se hizo más delgado, más duro. El cuerpo de un guerrero. Se quitó las gafas. Sus ojos se habían curado hacía mucho tiempo, y ya no las necesitaba.

Acceder al entrenamiento de los teullu había sido difícil, no les gustaban los forasteros. Casi habían acabado con ella en una docena de ocasiones distintas durante su año de formación. Pero había tenido éxito.

Perdió todo conocimiento de cómo crear sellos, todo sentido de inclinación hacia lo erudito. Seguía siendo ella misma, y recordaba su pasado inmediato: su captura, su reclusión forzada en aquella celda. Era consciente, lógicamente, de lo que acababa de hacer con el sello en su brazo, y sabía que la vida que recordaba ahora era falsa.

Pero no la sentía así. Mientras aquel sello le quemaba el brazo, se convirtió en la versión de sí misma que habría existido de haber sido adoptada por una severa cultura de guerreros y de haber vivido entre ellos durante más de una década.

Se quitó los zapatos. Su pelo se acortó; una cicatriz cruzaba su rostro desde la nariz hasta la mejilla derecha. Caminaba como un guerrero, vigilando todo a su paso.

Llegó a la zona de los criados de palacio justo ante los establos, la Galería Imperial a la izquierda.

Una puerta se abrió delante de ella. Zu, alto y de labios gruesos, se abrió paso. Tenía un tajo en la frente (la sangre manaba a través de la venda que llevaba puesta) y sus ropas estaban desgarradas por la caída.

Sus ojos destellaban ira. Hizo una mueca al verla.

—Estás perdida. El sellador de sangre nos condujo directos hacia ti. Voy a disfrutar…

Se interrumpió cuando Shaizan, apenas un borrón, avanzó hacia él y golpeó su muñeca con el canto de la mano, fracturándosela, sin fuerzas ya para sostener la espada entre los dedos. Después alzó la mano y la descargó en su garganta con un golpe seco. Entonces cerró el puño y lo estrelló directo contra su pecho. Seis costillas se rompieron.

Zu retrocedió tambaleándose, jadeando, los ojos muy abiertos por la descomunal sorpresa. Su espada resonó al chocar contra el suelo. Shaizan pasó por encima de él, le arrebató el cuchillo del cinturón y lo alzó para cortar el cordón de su capa.

Zu se desplomó en el suelo, dejando la capa en los dedos de ella.

Shai podría haberle dicho algo. Shaizan no tenía paciencia para hacer comentarios sarcásticos ni burlas. Un guerrero seguía moviéndose, como un río. No interrumpió el paso mientras se envolvía en la capa y accedía al pasillo que estaba detrás de Zu.

El capitán boqueaba en busca de aire. Viviría, pero no volvería a empuñar una espada en muchos meses.

Movimiento al fondo del pasillo: criaturas de extremidades blancas, demasiado delgadas para estar vivas. Shaizan se preparó adoptando una postura amplia, el cuerpo vuelto hacia un lado, de cara al pasillo, las rodillas ligeramente flexionadas. No importaba de cuántas monstruosidades dispusiera el sellador de sangre; no importaba si ella perdía o ganaba.

Importaba el desafío. Eso era todo.

Eran cinco, con apariencia de hombres armados con espadas. Recorrieron el pasillo, los huesos resonando, los cráneos sin ojos mirándola inexpresivos, a no ser por aquellos dientes afilados, siempre sonrientes. Algunas partes de los esqueletos habían sido sustituidas por tallas de madera que soldaban huesos rotos en la batalla. Cada criatura llevaba un brillante sello rojo en la frente; era necesaria la sangre para darles vida.

Ni siquiera Shaizan había combatido nunca antes con monstruos como aquellos. Apuñalarlos sería inútil. Pero esos trozos que habían sido sustituidos… algunos eran piezas de costillas o de otros huesos que los esqueletos no deberían necesitar para luchar. Por tanto, si los huesos se rompían o se salían del sitio, ¿dejaría la criatura de ser operativa?

Parecía su mejor opción. No se lo pensó más. Shaizan era puro instinto. Mientras los seres se aproximaban, hizo girar la capa de Zu y la arrojó por encima de la cabeza del primer esqueleto. El ser manoteó y golpeó la capa mientras ella se enfrentaba a la segunda criatura.

Repelió su ataque con la hoja de la daga de Zu; entonces se acercó tanto que pudo oler sus huesos, y extendió la mano justo por debajo de la caja torácica de la cosa. Agarró la espina dorsal y tiró, soltando un puñado de vértebras; la punta del esternón cortó el antebrazo de Shaizan. Al parecer, todos los huesos de los esqueletos estaban afilados.

La criatura se desplomó, y los huesos retumbaron en el suelo con estrépito. Shaizan tenía razón. Si descoyuntaba los huesos troncales, la cosa ya no podía moverse. Shaizan arrojó el puñado de vértebras a un lado.

Quedaban cuatro. Por lo poco que sabía, los esqueletos no se cansaban y eran implacables. Tenía que ser rápida, o la arrinconarían.

Las tres criaturas a su espalda la atacaron. Shaizan las esquivó, rodeando a la primera mientras esta tiraba de la capa. Agarró el cráneo por las cuencas de los ojos, pero al hacerlo sufrió un corte profundo en el brazo por la espada enemiga. Su sangre roció la pared mientras arrancaba el cráneo; el resto del cuerpo de la criatura se derrumbó en el suelo formando un montón de huesos.

«Sigue moviéndote. No te detengas».

Si lo hacía, moriría.

Se volvió y encaró a los otros tres esqueletos, usando el cráneo para bloquear un mandoble de espada y la daga para detener otro. Esquivó el tercero, que le rozó el costado.

No podía sentir dolor. Se había entrenado a sí misma para ignorarlo en la batalla. Eso era bueno, porque ese último golpe habría dolido.

Aplastó el cráneo contra la cabeza de otro esqueleto, rompiéndolos ambos. La criatura cayó, y Shaizan giró entre las otras dos. Sus reveses golpeaban unos contra otros. La patada de Shaizan envió a uno de ellos dando tumbos hacia atrás, y lanzó su cuerpo contra el otro, aplastándolo contra la pared. Los huesos se apretujaron, y ella agarró la espina dorsal y luego soltó algunas vértebras.

Los huesos de la criatura cayeron con estrépito. Shaizan se tambaleó al erguirse. Había perdido demasiada sangre. Estaba bajando el ritmo. ¿En qué momento había dejado caer la daga? Debió de resbalársele de entre los dedos mientras empujaba a la criatura contra la pared.

Concentración. Solo quedaba uno.

El esqueleto cargó con una espada en cada mano. Shaizan se lanzó contra él y consiguió tenerlo al alcance de sus brazos antes de que pudiera blandir sus armas. A pesar de sujetar los huesos de su antebrazo, no podía soltarlos, no desde ese ángulo. Gruñó, manteniendo las espadas a raya. Pero a duras penas, porque cada vez estaba más débil.

La criatura redobló su ataque. Shaizan gruñó mientras la sangre corría libremente por su brazo y también por su costado.

Le propinó un cabezazo a la criatura.

Era un recurso que funcionaba peor en la vida real que en las historias. La visión de Shaizan se emborronó y, jadeando, cayó de rodillas. El esqueleto sucumbió ante ella, el cráneo roto rodando suelto debido a la fuerza del impacto. La sangre manaba por el rostro de Shaizan. Tenía un corte en la frente, quizá se había fracturado su propio cráneo.

Cayó de costado y luchó por no perder el conocimiento.

Lentamente, la oscuridad se retiró.

Shaizan se encontró tendida entre huesos esparcidos en un pasillo de piedra vacío. El único color era el de su sangre.

Había vencido. Otro desafío resuelto. Aulló un cántico de su familia adoptiva, luego recuperó la daga y su blusa hecha tiras para vendar sus heridas. Había perdido mucha sangre. Ni siquiera una mujer con su entrenamiento debería enfrentarse a más desafíos hoy. No si requerían fuerza.

Consiguió ponerse en pie y recuperar la capa de Zu, quien, inmovilizado todavía por el dolor, la miraba con ojos sorprendidos. Ella reunió los cinco cráneos de las mascotas del sellador de sangre e hizo un hatillo con la capa.

Hecho esto, continuó avanzando por el pasillo, tratando de proyectar fuerza, no la fatiga, el mareo y el dolor que realmente sentía.

«Él estará por alguna parte…»

Abrió la puerta de un trastero al fondo del pasillo y encontró al sellador de sangre dentro, los ojos vidriosos por la sorpresa de ver destruidas a sus mascotas en rápida sucesión.

Shaizan lo agarró por la camisa y lo puso en pie de un tirón. El movimiento casi la hizo desmayarse de nuevo. «Cuidado».

El sellador de sangre gimió.

—Vuelve a tu ciénaga —gruñó Shaizan en voz baja—. A quien te espera no le importa que estés en la capital, que estés ganando tanto dinero, que lo estés haciendo todo por ella. Quiere que regreses a casa. Por eso sus cartas están redactadas de esa manera.

Shaizan dijo esas palabras por Shai, que se sentiría culpable si no lo hacía.

El hombre la miró, confundido.

—¿Cómo sabes…? ¡Ahhrgh!

Sus palabras se transformaron en un grito cuando Shaizan le clavó la daga en la pierna. El sellador de sangre se derrumbó mientras le soltaba la camisa.

—Lo he hecho para tener un poco de tu sangre —le dijo Shaizan casi en un murmullo, agachándose—. No trates de darme caza. Ya has visto lo que hice con tus mascotas. Contigo será peor. Me llevo los cráneos, para que no los puedas enviar contra mí de nuevo. Regresa a tu hogar.

Él asintió débilmente. Shaizan lo dejó en el suelo, encogido, asustado, sujetándose la pierna ensangrentada. La aparición de los esqueletos había hecho huir a todo el mundo, incluidos los guardias. Shaizan se dirigió a los establos; luego se detuvo, pensativa. No estaba demasiado lejos…

«Casi mueres por todas estas heridas —se dijo—. No seas necia».

Decidió serlo de todas formas.

Poco después, Shaizan entró en los establos, y allí solo encontró a un par de asustados mozos de cuadras. Escogió la mejor montura. Y así, vestida con la capa de Zu y montada en su caballo, Shaizan pudo salir al galope por las puertas de palacio, y ningún hombre ni ninguna mujer trataron de detenerla.

—¿Decía la verdad, Gaotona? —preguntó Ashravan, contemplándose en el espejo.

Gaotona alzó la cabeza desde donde estaba sentado. «¿La decía?», pensó. Nunca se sabía con Shai.

Ashravan había insistido en vestirse solo, aunque obviamente se encontraba débil por su larga estancia en cama. Gaotona, sentado en un taburete cercano, trataba de ordenar un aluvión de emociones.

—¿Gaotona? —preguntó Ashravan, volviéndose hacia él—. ¿Me hirieron, como dijo esa mujer? ¿Acudisteis a una falsificadora, y no a nuestros reselladores, para que me curase?

—Sí, majestad.

«Las expresiones —pensó Gaotona—. ¿Cómo las ha hecho tan bien? El modo en que frunce el ceño antes de hacer una pregunta… Cómo ladea la cabeza cuando no se le responde al instante. La forma en que permanece en pie, en que agita los dedos cuando está diciendo algo que considera particularmente importante…»

—Una falsificadora de MaiPon —dijo el emperador mientras se ponía su casaca dorada—. Difícilmente lo consideraría necesario.

—Tus heridas superaban con mucho las habilidades de nuestros reselladores.

—Yo creía que no había nada que no estuviera a su alcance.

—Nosotros también.

El emperador observó el sello rojo de su brazo. Su expresión se endureció.

—Esto será un grillete, Gaotona. Un peso.

—Lo soportarás.

Ashravan se volvió hacia él.

—Veo que el hecho de que tu señor haya estado al borde de la muerte no te ha vuelto más respetuoso, anciano.

—Me siento cansado últimamente, majestad.

—Me estás juzgando —dijo Ashravan, mirándose de nuevo en el espejo—. Siempre lo haces. ¡Días encendidos! Un día me libraré de ti. Lo sabes, ¿no? Solo permito que estés a mi lado por tus servicios pasados.

Era sorprendente. Aquel era Ashravan: una falsificación tan completa, tan perfecta, que Gaotona nunca habría sospechado la verdad si no lo hubiera sabido. Quería creer que el alma del emperador todavía estaba allí, en su cuerpo, y que el sello simplemente la había… destapado.

Eso sería una mentira conveniente para decírsela a sí mismo. Tal vez Gaotona empezaría a creerla tarde o temprano. Por desgracia, él había visto los ojos del emperador antes, y sabía… sabía lo que había hecho Shai.

—Avisaré a los otros árbitros, majestad —dijo Gaotona, poniéndose en pie—. Desearán verte.

—Muy bien. Puedes retirarte.

El anciano se encaminó hacia la puerta.

—Gaotona.

Se volvió.

—Tres meses en cama —dijo el emperador, mirándose en el espejo—, sin permitir que nadie me viera. Los reselladores no pudieron hacer nada. Pueden curar cualquier herida normal. Tuvo algo que ver con mi mente, ¿verdad?

«Se supone que no podría deducirlo —pensó Gaotona—. Ella dijo que no iba a escribirlo en él».

Pero Ashravan había sido un hombre inteligente. A pesar de todo, siempre había sido inteligente. Shai lo había restaurado, y no podía impedir que pensara.

—Sí, majestad —respondió Gaotona.

Ashravan refunfuñó.

—Tienes suerte de que vuestra táctica funcionara. Podríais haber arruinado mi capacidad para pensar… podrías haber vendido mi misma alma. No estoy seguro de si debiera castigarte o recompensarte por correr ese riesgo.

—Te aseguro, majestad —dijo Gaotona—, que yo mismo me he dado grandes recompensas y grandes castigos durante estos últimos meses.

Se marchó entonces, dejando que el emperador se contemplara en el espejo y considerara las implicaciones de lo que se había hecho.

Para bien o para mal, habían recuperado a su emperador.

O, al menos, una copia suya.