Día dos

Shai presionó con la uña uno de los bloques de piedra de su celda. La roca cedió levemente. Frotó el polvillo con los dedos. Piedra caliza. Un material extraño para utilizarlo en la pared de una prisión; sin embargo no toda la pared era de caliza, solo esa única veta del bloque.

Shai sonrió. Piedra caliza. Había estado a punto de pasar por alto esa pequeña veta, pero si estaba en lo cierto, por fin había identificado los cuarenta y cuatro tipos de roca de la pared del pozo circular que era su celda. Se encontraba arrodillada junto a su camastro, usando un tenedor (había doblado todas las puntas menos una) para tallar notas en la madera de una de las patas de la cama. Sin sus gafas, tenía que entornar los ojos para escribir.

Para falsificar algo, antes debía conocer su pasado, su naturaleza. Estaba casi preparada. Sin embargo, su placer pronto se esfumó en cuanto advirtió, a la luz de su vacilante vela, otro conjunto de marcas en la pata de la cama. Esas marcas daban fe de sus días de encarcelamiento.

«Tan poco tiempo», pensó. Si sus cuentas eran correctas, solo quedaba un día para su ejecución pública.

Por dentro estaba tan tensa como las cuerdas de un instrumento. Un día. Solo le quedaba un día para crear un sello de alma y escapar. Pero no tenía ninguna piedra de alma, solo un burdo trozo de madera, y su única herramienta para tallar era un tenedor.

Sería increíblemente difícil. Esa era la clave. Esa celda fue creada para gente como ella, construida con piedras compuestas por muchas vetas de roca distintas que dificultaban la falsificación. Procederían de diferentes canteras y tenían historias únicas. Sabiendo tan poco como sabía, falsificarlas sería casi imposible. Y aunque transformara la roca, probablemente habría alguna otra protección para detenerla.

«¡Noches!» En qué lío se había metido.

Una vez hubo acabado con sus observaciones, se encontró mirando su tenedor doblado. Había empezado tallando el mango de madera, tras quitar la porción de metal, para crear un burdo sello de alma. «No vas a escapar así, Shai —se dijo—. Necesitas otro método».

Había esperado seis días buscando otra salida. Guardias a los que explotar, alguien a quien sobornar, un atisbo de la naturaleza de su celda. Hasta ahora, nada había…

En lo alto, muy lejos, la puerta de los calabozos se abrió.

Shai se puso en pie de un salto, escondiendo el mango del tenedor en la parte trasera de su cinturón. ¿Habían adelantado la ejecución?

Unas pesadas botas resonaron en los escalones que conducían a la mazmorra, y ella entornó los ojos para poder ver a los recién llegados que se asomaron a su celda. Cuatro eran guardias y acompañaban a un hombre de rasgos y dedos alargados. Un grande, la raza que gobernaba el imperio. Esa túnica azul y verde indicaba que se trataba de un funcionario menor que había superado las pruebas para el servicio gubernamental, pero no había ascendido mucho entre sus filas.

Shai esperó, tensa.

El grande se asomó para mirarla a través de la reja. Vaciló un momento; luego hizo una seña a los guardias para que la abrieran.

—Los árbitros quieren interrogarte, falsificadora.

Shai se echó hacia atrás mientras abrían el techo de la celda y bajaban una escalera. La subió, cautelosa. Si fueran a llevarse a alguien para ejecutarla antes de tiempo, habrían hecho pensar a la prisionera que sucedía otra cosa, para que no se resistiera. Sin embargo, no le colocaron a Shai ningún grillete mientras la sacaban de las mazmorras.

A juzgar por su ruta, parecía que, en efecto, la llevaban hacia el estudio de los árbitros. Shai se serenó. Un nuevo desafío, pues. ¿Se atrevía a esperar una oportunidad? No deberían de haberla capturado, pero ahora no podía hacer nada al respecto. La habían superado: el bufón imperial la engañó cuando supuso que podía confiar en él. El bufón le había quitado su copia del Cetro Lunar y lo había cambiado por el original, y luego se había escapado.

Won, el tío de Shai, le había enseñado que ser superado era una regla de la vida. No importaba lo bueno que fueras, había alguien mejor. Vive con esa certeza, y nunca te volverás tan confiado para cometer torpezas.

La última vez Shai había perdido. Esta vez ganaría. Dejó de lado toda sensación de frustración por su captura y se convirtió en la persona que podría tomar esta nueva oportunidad, fuera cual fuese. La aprovecharía y saldría adelante.

Esta vez, jugaba no solo por riquezas, sino también por su vida.

Los guardias eran arietes… o al menos así los denominaban los grandes. Antes se habían llamado a sí mismos Mulla’dil, pero hacía tanto tiempo que su nación se había plegado al imperio, que muy pocos usaban ya ese nombre. Los arietes eran gente alta de musculatura esbelta y piel pálida. Sus cabellos lucían casi tan oscuros como los de Shai, aunque los de ellos se rizaban mientras que los de Shai eran lacios y largos. Ella intentó con cierto éxito no sentirse empequeñecida en su presencia. Su pueblo, los MaiPon, no destacaban precisamente por su estatura.

—Tú —le dijo al líder ariete que caminaba delante del grupo—. Me acuerdo de ti.

A juzgar por el pelo bien cuidado, el joven capitán no debía de llevar casco con frecuencia. Los arietes estaban bien considerados por los grandes, y su elevación no era extraña. Este en concreto tenía una expresión ansiosa. Aquella armadura pulida, aquel aire altanero. Sí, se creía destinado a cosas importantes en el futuro.

—El caballo —dijo Shai—. Me arrojaste a la grupa de tu caballo después de que me capturaran. Un animal alto, de sangre Gurish, blanco puro. Un buen animal. Entiendes de caballos.

El ariete siguió mirando al frente, pero susurró entre dientes:

—Voy a disfrutar matándote, mujer.

«Adorable», pensó Shai mientras entraban en el Ala Imperial del palacio. Allí la mampostería era maravillosa, siguiendo el antiguo estilo lamio, con altas columnas de mármol con relieves tallados. Aquellas grandes urnas entre las columnas habían sido creadas para imitar la cerámica lamio de hacía mucho tiempo.

«En realidad, la Facción de la Herencia todavía gobierna, así que…», se recordó Shai.

El emperador pertenecería a esa facción, igual que el consejo de cinco árbitros que se encargaban de gran parte del gobierno real. Su facción ensalzaba la gloria y la sabiduría de las culturas ancestrales, y había llegado incluso a reconstruir su ala del palacio en imitación de un edificio antiguo. Shai sospechaba que, en el fondo de esas «antiguas» urnas, estarían los sellos de alma que las habían transformado en imitaciones perfectas de piezas famosas.

Sí, los grandes consideraban una abominación los poderes de Shai, pero el único aspecto calificado técnicamente como ilegal era crear una falsificación para cambiar a una persona. La falsificación silenciosa de objetos estaba permitida, incluso explotada en el imperio mientras el falsificador fuera controlado cuidadosamente. Si alguien volcara una de esas urnas y extrajera el sello del fondo, se convertiría en una simple pieza de cerámica sin adornos.

Los arietes la condujeron hasta una puerta con grabados de oro. Cuando esta se abrió, Shai logró ver un atisbo del sello de alma rojo al pie del borde interior que transformaba la puerta en una imitación de alguna obra del pasado. Los guardias la escoltaron hasta una habitación hogareña donde chisporroteaba una chimenea, había tupidas alfombras y muebles de madera pintada. «Una cabaña de caza del siglo V», supuso.

Los cinco árbitros de la Facción de la Herencia esperaban dentro. Tres (dos mujeres y un hombre) estaban sentados en sillones de respaldo alto junto al hogar. Otra mujer ocupaba la mesa que había nada más franquear la puerta: era Frava, la decana de los árbitros de la Facción de la Herencia, probablemente la persona más poderosa de todo el imperio después del mismísimo emperador Ashravan. Llevaba los cabellos canosos recogidos en una larga trenza con lazos rojos y dorados; envolvían una túnica dorada a juego. Shai se había preguntado durante mucho tiempo cómo robar a esa mujer, ya que, entre sus múltiples deberes, Frava supervisaba la Galería Imperial y tenía oficinas adyacentes a ella.

Era obvio que Frava había estado discutiendo con Gaotona, el grande que se hallaba de pie junto a la mesa. El anciano permanecía erguido con las manos a la espalda, en actitud pensativa. Gaotona era el mayor de los árbitros gobernantes. Se decía que él era el menos influyente de todos, pues había perdido el favor del emperador.

Ambos guardaron silencio cuando Shai entró. La miraron como si fuera un gato que acabara de volcar un jarrón valioso. Shai echaba de menos sus gafas, pero tuvo cuidado de no entornar los ojos mientras avanzaba para enfrentarse a esa gente; tenía que parecer lo más fuerte posible.

—Wan ShaiLu —dijo Frava, extendiendo una mano para recoger un papel de la mesa—. Tienes toda una lista de delitos acreditados a tu nombre.

«La manera en que lo dice…» ¿A qué estaba jugando esa mujer? «Quiere algo de mí —decidió Shai—. Es el único motivo para traerme aquí de esta forma».

La oportunidad empezaba a desplegarse.

—Hacerte pasar por una noble de alcurnia —continuó Frava—, irrumpir en la Galería Imperial del palacio, refalsear tu alma y, naturalmente, el intento de robo del Cetro Lunar. ¿De verdad pensaste que no seríamos capaces de distinguir una simple falsificación de una posesión imperial tan importante?

«Parece que es justo lo que habéis hecho, suponiendo que el bufón escapara con el original», pensó Shai. Experimentó un pequeño escalofrío de satisfacción al saber que su falsificación ocupaba ahora el puesto de honor del Cetro Lunar en la Galería Imperial.

—¿Y qué es esto? —preguntó Frava, agitando sus largos dedos para que uno de los arietes le trajera algo de un lado de la estancia.

Se trataba de una pintura, que el guardia colocó sobre la mesa. La obra maestra de Han ShuXen, Lirio del estanque del manantial.

—Lo encontramos en tu habitación de la posada —prosiguió Frava, dando unos golpecitos en la pintura con los dedos—. Es una copia de un lienzo que yo misma poseo, uno de los más famosos del imperio. La entregamos a nuestros asesores, y ellos consideran que tu falsificación es, como mucho, propia de una aficionada.

Shai miró a la mujer a los ojos.

—Dime por qué has creado esta falsificación —dijo la decana, inclinándose hacia delante—. Obviamente, planeabas cambiarla por el lienzo que tengo en mi despacho junto a la Galería Imperial. Y sin embargo, tu objetivo era el Cetro Lunar. ¿Por qué planeabas robar también el lienzo? ¿Por avaricia?

—Mi tío Won me dijo que siempre tuviera un plan de contingencia —respondió Shai—. No pude asegurarme de que el cetro estuviese siquiera en exposición.

—Ah… —dijo Frava. Adoptó una expresión casi maternal, aunque estaba cargada de repulsión (apenas disimulada) y de condescendencia—. Solicitaste la intervención de un árbitro en tu ejecución, como hacen la mayoría de los prisioneros. En un impulso, decidí acceder a tu petición porque sentía curiosidad por saber por qué habías creado este lienzo. —Sacudió la cabeza—. Pero, niña, no pensarás en serio que vamos a dejarte en libertad. ¿Con pecados como este? Te hallas en una situación gravísima, y nuestra merced solo puede aplicarse a…

Shai se volvió para mirar a los otros árbitros. Los que se hallaban sentados junto a la chimenea parecían no estar prestando ninguna atención, pero tampoco hablaban entre sí. Estaban escuchando. «Algo va mal —pensó Shai—. Están preocupados».

Gaotona permanecía de pie a un lado. Inspeccionó a Shai con ojos que no traicionaban ninguna emoción.

Los modales de Frava tenían el aire de quien reprende a un niño pequeño. El final de su comentario encerraba el propósito de hacer que Shai esperara ser liberada. En conjunto, palabras y modales pretendían volverla moldeable, dispuesta a estar de acuerdo en todo con la esperanza de ser libre.

«Una oportunidad, en efecto…»

Era hora de tomar el control de la conversación.

—Queréis algo de mí —dijo Shai—. Estoy dispuesta a discutir mi pago.

—¿Tu «pago»? —se extrañó Frava—. ¡Niña, van a ejecutarte al amanecer! Si deseáramos algo de ti, tu pago sería tu vida.

—Mi vida es mía —replicó Shai—. Y lo es desde hace días.

—Por favor —dijo Frava—. Estabas encerrada en la celda de los falsificadores, con treinta tipos diferentes de piedra en la pared.

—Cuarenta y cuatro tipos, en realidad.

Gaotona enarcó una ceja, admirado.

«¡Noches! Me alegro de haberlo dicho bien…»

Shai miró a Gaotona.

—¿Pensasteis que no reconocería la piedra de afilar? Por favor. Soy falsificadora. Aprendí a clasificar piedras durante mi primer año de formación. Ese bloque pertenecía claramente a la cantera de Laio.

Frava abrió la boca para hablar, con una leve sonrisa en los labios.

—Sí, sé lo de las placas de ralkalest, el metal infalsificable, oculto tras la pared de roca de mi celda —aventuró Shai—. La pared era un acertijo para distraerme. No haríais una celda de rocas como la piedra arenisca, por si un prisionero renunciara a falsificar y tratara de abrirse paso cavando. Construisteis la pared, pero la asegurasteis con una placa de ralkalest detrás para impedir la huida.

Frava cerró la boca.

—El problema del ralkalest —continuó hablando Shai— es que no es un metal muy fuerte. Oh, la reja en lo alto de mi celda era bastante sólida, y no podría haber escapado por ahí. Pero ¿una placa fina? Venga ya. ¿Habéis oído hablar de la antracita?

Frava frunció el ceño.

—Es una roca que arde —respondió Gaotona.

—Me disteis una vela —dijo Shai, rebuscando en su espalda. Arrojó sobre la mesa su sello de alma improvisado con madera—. Todo lo que tenía que hacer era falsificar la pared y persuadir a las piedras de que son de antracita: no sería una tarea difícil, una vez identificados los cuarenta y cuatro tipos de roca. Podría quemarlas, y ellas derretirían esa placa tras la pared.

Shai acercó una silla y se sentó ante la mesa. Se reclinó en el respaldo. Tras ella, el capitán de los arietes refunfuñó en voz baja, pero Frava frunció los labios y no dijo nada. Shai dejó que sus músculos se relajaran, y encomendó una plegaria silenciosa al Dios Desconocido.

¡Noches! Parecía que se lo habían tragado. A Shai le preocupaba que supieran lo suficiente sobre el arte de falsificar para advertir su mentira.

—Iba a escapar esta noche —prosiguió Shai—, pero lo que queréis que haga debe de ser importante, ya que estáis dispuestos a implicar a una malhechora como yo. Y así llegamos al asunto de mi pago.

—Todavía podría hacerte ejecutar —dijo Frava—. Ahora mismo. Aquí.

—Pero no lo harás, ¿verdad?

Frava apretó la mandíbula.

—Te advertí que sería difícil de manipular —le dijo Gaotona a Frava.

Shai notaba que lo había impresionado, pero al mismo tiempo sus ojos parecían… ¿apenados? ¿Era esa la emoción adecuada? Le resultaba tan complicado leer a ese hombre como un libro en svordisano.

Frava alzó un dedo, luego lo dirigió a un lado. Un criado se acercó con una cajita envuelta en tela. El corazón de Shai se sobresaltó al verlo.

El hombre abrió los cierres de la parte delantera y levantó la tapa. La caja estaba recubierta de una suave tela y tenía cinco hendiduras para albergar sellos de alma. Cada sello cilíndrico de piedra era tan largo como un dedo y tan ancho como el pulgar de un hombre. Dentro de la caja, sobre las hendiduras, había un cuadernillo con tapas de cuero gastado por el uso. Shai aspiró un atisbo de su familiar olor.

Se llamaban Marcas de Esencia, el tipo más poderoso de sello de alma. Cada Marca de Esencia tenía que ser armonizada con un individuo concreto, y su función era reescribir su historia, su personalidad y su alma durante un breve período. Aquellas cinco estaban armonizadas con Shai.

—Cinco sellos para reescribir un alma —dijo Frava—. Cada uno de ellos es una abominación, y poseerlos es ilegal. Estas Marcas de Esencia iban a ser destruidas esta tarde. Aunque hubieras escapado, las habrías perdido. ¿Cuánto tiempo se tarda en crear una?

—Años —susurró Shai.

No había otras copias. Era demasiado peligroso dejar notas y diagramas, incluso en secreto, ya que daban a otras personas excesiva información sobre tu alma. Shai nunca perdía de vista esas Marcas de Esencia, excepto en las raras ocasiones en que se las quitaban.

—¿Las aceptarás como pago? —preguntó Frava con una mueca en los labios, como si discutiera de una comida de cieno y carne podrida.

—Sí.

Frava asintió, y el criado cerró la caja.

—Entonces, déjame que te muestre lo que tienes que hacer.

Shai nunca había visto a un emperador antes, y mucho menos pellizcado a uno en la cara.

El emperador Ashravan de los Ochenta Soles, cuadragésimo noveno señor del Imperio Rosa, no respondió cuando Shai lo pellizcó. Continuó mirando a la nada, las mejillas redondas sonrosadas y sanas, pero su expresión carecía completamente de vida.

—¿Qué le ha sucedido? —preguntó Shai, retirándose de la cama del emperador. Había sido confeccionada al estilo del antiguo pueblo lamio, con un cabecero en forma de fénix alzándose hacia el cielo. Había visto un dibujo de un cabecero semejante en un libro; probablemente la falsificación había sido extraída de esa fuente.

—Asesinos —dijo el árbitro Gaotona. Estaba de pie al otro lado de la cama, junto con dos cirujanos. De los arietes, solo habían permitido la entrada a Zu, su capitán—. Los asesinos irrumpieron hace dos noches, y atacaron al emperador y a su esposa. A ella la mataron. El emperador recibió un virote de ballesta en la cabeza.

—Teniendo eso en cuenta —advirtió Shai—, su aspecto es bastante bueno.

—¿Estás familiarizada con el resellado? —preguntó Gaotona.

—Vagamente —respondió Shai.

Su pueblo lo llamaba la falsificación de la carne. Si la utilizaba un cirujano muy habilidoso, podía falsear un cuerpo para que eliminara sus heridas y cicatrices. Requería una gran especialización. El falsificador tenía que conocer todos y cada uno de los tendones, cada vena y cada músculo, para poder curar con precisión.

Resellar era una de las pocas ramas de la falsificación que Shai no había estudiado a fondo. Haz mal una falsificación corriente, y crearás una obra de escaso mérito artístico. Haz mal una falsificación de la carne, y morirá gente.

—Nuestros reselladores son sin duda los mejores del mundo —dijo Frava, dando unos pasos a los pies de la cama, las manos a la espalda—. El emperador fue atendido rápidamente tras el intento de asesinato. La herida de su cabeza sanó, pero…

—Pero ¿su mente no? —preguntó Shai, agitando de nuevo la mano delante de la cara del emperador—. No parece que hayan hecho un buen trabajo.

Uno de los cirujanos se aclaró la garganta. El hombre, diminuto, tenía orejas como postigos de una ventana que hubieran sido abiertos de par en par en un día soleado.

—El resellado repara un cuerpo y lo renueva. Esto, sin embargo, es muy semejante a reencuadernar un libro con papel nuevo después de un incendio. Sí, puede parecer exactamente igual, y puede parecer entero. Pero las palabras… las palabras han desaparecido. Le hemos dado un nuevo cerebro al emperador. Simplemente, está vacío.

—Hum —dijo Shai—. ¿Habéis descubierto quién intentó asesinarlo?

Los cinco árbitros intercambiaron una mirada. Sí, ellos lo sabían.

—No estamos seguros —respondió Gaotona.

—Lo que quiere decir —añadió Shai— es que lo sabéis, pero no podéis demostrarlo del todo para hacer una acusación. ¿Una de las otras facciones de la Corte, entonces?

Gaotona suspiró.

—La Facción Gloria.

Shai silbó suavemente. Tenía sentido. Si el emperador fallecía, habría una buena oportunidad de que la Facción Gloria ganara la apuesta para nombrar a su sucesor. A los cuarenta años, el emperador Ashravan era todavía joven, para los baremos de los grandes. Se esperaba que gobernara otros cincuenta años.

Si era sustituido, los cinco árbitros de esa habitación perderían sus puestos, lo cual, según la política imperial, supondría un enorme golpe a su estatus. Pasarían de ser las personas más poderosas del mundo a contarse entre las más bajas de las ochenta facciones del imperio.

—Los asesinos no sobrevivieron al ataque —dijo Frava—. La Facción Gloria no sabe todavía si su plan tuvo éxito o no. Tienes que sustituir el alma del emperador con… —Frava inspiró profundamente—. Con una falsificación.

«Están locos», pensó Shai. Falsificar tu propia alma ya era bastante difícil, y no había que reconstruirla partiendo de cero.

Los árbitros no tenían ni idea de lo que estaban pidiendo. Naturalmente que no. Odiaban la falsificación, o eso decían. Caminaban por suelos de imitación ante copias pasadas de jarrones antiguos, dejaban que sus cirujanos repararan los cuerpos, pero no llamaban a ninguna de estas cosas «falsificación» en su propia lengua.

La falsificación del alma, eso era lo que consideraban una abominación. Lo que significaba que Shai era, en efecto, su única opción. Nadie en su propio gobierno sería capaz de llevarlo a cabo. Probablemente, ella tampoco.

—¿Puedes hacerlo? —preguntó Gaotona.

«No tengo ni idea», pensó Shai.

—Sí —respondió.

—Es preciso que sea una falsificación exacta —dijo Frava con tono severo—. Si la Facción Gloria tiene alguna sospecha, atacarán. El emperador no debe actuar de manera errática.

—He dicho que podría —replicó Shai—. Pero será difícil. Necesitaré información sobre Ashravan y su vida, todo lo que podamos conseguir. Las historias oficiales servirán para comenzar, pero al final serán demasiado estériles. Necesitaré entrevistas extensas y escritos sobre su persona redactados por quienes lo conocieron mejor. Criados, amigos, familiares. ¿Llevaba un diario?

—Sí —respondió Gaotona.

—Excelente.

—Esos documentos están sellados —intervino uno de los otros árbitros—. Quería mandarlos destruir…

Todos en la habitación se volvieron hacia el hombre. Este tragó saliva y luego agachó la cabeza.

—Tendrás todo lo que pidas —dijo Frava.

—Necesitaré también un sujeto de pruebas —prosiguió Shai—. Alguien con quien probar mis falsificaciones. Un grande, varón, que tuviera mucho trato con el emperador y lo conociera a fondo. Eso me permitirá ver si hago bien la personalidad.

¡Noches! Hacer la personalidad como es debido sería secundario. Hacer un sello que de verdad prendiera… eso constituiría el primer paso. No estaba segura de poder conseguir siquiera eso.

—Y necesitaré piedra de alma, naturalmente.

Frava miró a Shai, los brazos cruzados.

—No esperaréis que haga esto sin piedra de alma —dijo Shai secamente—. Podría tallar un sello de madera, si tuviera que hacerlo, pero vuestro objetivo ya es bastante difícil de por sí. Piedra de alma. En grandes cantidades.

—Bien —concedió Frava—. Pero se te mantendrá bajo vigilancia estos tres meses. Una estricta vigilancia.

—¿Tres meses? —se asombró Shai—. Pienso que esto requerirá al menos dos años.

—Tienes cien días —repuso Frava—. En realidad, noventa y ocho ya.

«Imposible».

—La explicación oficial de por qué no se ha visto al emperador estos dos últimos días —intervino una de las mujeres árbitro— es que está de luto por la muerte de su esposa. La Facción Gloria dará por hecho que estamos ganando tiempo tras la muerte del emperador. Cuando los cien días de aislamiento hayan terminado, exigirán que Ashravan se presente a la Corte. Si no lo hace, estamos acabados.

«Y tú también», eso era lo que implicaba el tono de la mujer.

—Necesitaré oro —continuó Shai—. Coged lo que penséis que voy a pedir y dobladlo. Saldré rica de este país.

—Hecho —dijo Frava.

«Demasiado fácil», pensó Shai. Magnífico. Planeaban matarla en cuanto terminara aquel trabajo.

Bien, eso le daba noventa y ocho días para buscar una salida.

—Traedme esos archivos —dijo—. Necesitaré un lugar para trabajar, suficientes suministros, y recuperar mis cosas. —Alzó un dedo antes de que pudieran quejarse—. No mis Marcas de Esencia, sino todo lo demás. No voy a trabajar durante tres meses con la misma ropa que he llevado mientras estaba en prisión. Y, ahora que lo pienso, que alguien me prepare un baño de inmediato.