Día diecisiete

Una fría brisa cargada de especias desconocidas se colaba por las grietas de la ventana combada de Shai. El bajo rumor de los vítores también se filtraba. En el exterior, la ciudad estaba de celebración. La Delbahad, una fiesta de la que nadie sabía nada hasta hacía dos años. La Facción de la Herencia continuaba recuperando y reviviendo antiguas festividades en un esfuerzo por inclinar hacia ellos el favor de la opinión pública.

No serviría de nada. El imperio no era una república, y los únicos que tenían algo que decir en el nombramiento de un nuevo emperador serían los árbitros de las diversas facciones. Shai dejó de prestar atención a los festejos, y siguió leyendo el diario del emperador.

«He decidido, por fin, acceder a las exigencias de mi facción —decía el diario—. Me ofreceré para el puesto de emperador, como Gaotona ha insistido tantas veces. El emperador Yazad se debilita por la enfermedad, y pronto habrá que hacer una nueva elección».

Shai hizo una anotación. Gaotona había animado a Ashravan a conseguir el trono. Y sin embargo, más adelante en el diario, Ashravan hablaba con desprecio de Gaotona. ¿Por qué ese cambio? Terminó la anotación, luego pasó a otra entrada años más tarde.

El diario personal del emperador Ashravan la fascinaba. Lo había escrito de su puño y letra, y había incluido instrucciones para que fuera destruido tras su muerte. Los árbitros le habían entregado a Shai el diario a regañadientes, y con vehementes justificaciones. El emperador no había muerto. Su cuerpo vivía todavía. Por tanto, habían hecho bien al no quemar los escritos.

Hablaban con confianza, pero ella notaba la incertidumbre en sus ojos. Era fácil leer en ellos… en todos menos en Gaotona, cuyos pensamientos más íntimos continuaban eludiéndola. Los árbitros no comprendían el propósito de aquel diario. ¿Por qué escribir, se preguntaban, si no era para la posteridad? ¿Por qué poner tus pensamientos sobre el papel si no era para que otros los leyeran?

«Igual que pedirle a una falsificadora por qué obtiene satisfacción al crear una falsificación y verla expuesta sin que nadie sepa que fue obra suya, y no la del artista original, la que reverenciaban», pensó ella.

El diario le decía mucho más sobre el emperador que las historias oficiales, y no solo por su contenido. Las páginas del cuaderno estaban gastadas y manchadas por el constante uso. Ashravan había escrito su diario para que fuera leído… por él mismo.

¿Qué recuerdos había sembrado Ashravan tan profundamente que leía ese cuaderno una y otra y otra vez? ¿Era vanidoso y disfrutaba de la emoción de las conquistas pasadas? ¿Era, en cambio, inseguro? ¿Se pasaba horas releyéndolo porque quería justificar sus errores? ¿O había otro motivo?

La puerta de la habitación se abrió. Habían dejado de llamar. ¿Para qué? Ya le negaban cualquier semblanza de intimidad. Seguía siendo una cautiva, pero más importante que antes.

Frava, la decana de los árbitros, entró, grácil y esbelta, llevando una túnica de suave violeta. Su trenza gris estaba adornada esta vez de oro y violeta. El capitán Zu la acompañaba. Shai suspiró para sus adentros y se ajustó las gafas. Había previsto una noche de estudio y planificación, ininterrumpida ahora que Gaotona había decidido unirse a las celebraciones.

—Me dicen que progresas a un ritmo irrisorio —dijo Frava.

Shai soltó el libro.

—La verdad es que voy rápido. Casi he empezado a tallar los sellos. Como le he recordado hoy mismo al árbitro Gaotona, sigo necesitando un sujeto de pruebas que conociera al emperador. La conexión entre ambos me permitirá probar los sellos con él, y prenderán brevemente… lo suficiente para que pueda examinar unas cuantas cosas.

—Se te proporcionará uno —respondió Frava, caminando junto a la mesa de brillante superficie. Pasó un dedo por ella, luego se detuvo ante la marca del sello rojo. La decana de los árbitros la tocó—. Qué atrocidad. Después de tomarte tantas molestias para volver más hermosa la mesa, ¿por qué no poner el sello en la parte inferior?

—Me siento orgullosa de mi trabajo —dijo Shai—. Cualquier falsificador que vea esto puede inspeccionarlo y comprobar lo que he hecho.

Frava arrugó la nariz.

—No deberías sentirte orgullosa de algo así, pequeña ladrona. Además, ¿el objetivo de lo que llevas a cabo no es precisamente ocultar el hecho de que lo has realizado?

—A veces —respondió Shai—. Cuando imito una firma o falsifico un cuadro, el subterfugio es parte del acto. Pero con la falsificación, la auténtica falsificación, no puedes ocultar lo que has hecho. El sello estará siempre ahí, describiendo exactamente lo que ha sucedido. Bien puede una sentirse orgullosa de ello.

Era la extraña paradoja de su vida. La falsificación no trataba solo de los sellos de alma; trataba del arte de imitar en su integridad. Escritura, arte, sellos personales… Una aprendiz de falsificadora, adoctrinada medio en secreto por su gente, asimilaba todas las falsificaciones mundanas antes de aprender a usar los sellos de alma.

Los sellos eran la orden más elevada de arte, pero también los más difíciles de ocultar. Sí, un sello podía colocarse en un lugar apartado del objeto, para luego esconderlo. Shai lo había hecho en alguna ocasión. Sin embargo, mientras un sello estuviera en algún lugar donde pudiera hallarse, una falsificación no podía ser perfecta.

—Dejadnos —le dijo Frava a Zu y los guardias.

—Pero… —objetó Zu, dando un paso adelante.

—No me gusta tener que repetirme, capitán —dijo Frava.

Zu renegó para sus adentros, pero inclinó la cabeza, obediente. Le dirigió a Shai una dura mirada (por entonces, esa era prácticamente su segunda ocupación) y se retiró con sus hombres. Cerraron la puerta con un chasquido.

El sello de sangre seguía colgado en la puerta, renovado esta mañana. El sellador de sangre acudía a la misma hora casi todos los días. Shai había anotado los detalles concretos. Los días que llegaba un poco tarde, su sello empezaba a oscurecerse levemente antes de que apareciera. Siempre llegaba a ella a tiempo de renovarlo, pero quizá algún día…

Frava escrutó a Shai con ojos calculadores.

Shai soportó la mirada sin pestañear.

—Zu piensa que voy a hacerte algo horrible mientras estamos solas.

—Zu es un ingenuo —dijo Frava—, aunque resulta útil cuando hay que matar a alguien. Esperemos que no tengas que experimentar nunca su eficacia de primera mano.

—¿No te preocupa? —preguntó Shai—. Estás a solas en una habitación con un monstruo.

—Estoy sola en una habitación con una oportunista —replicó Frava, encaminándose a la puerta para examinar el sello que ardía allí—. No me harás daño. Sientes demasiada curiosidad por saber por qué he mandado retirarse a los guardias.

«La verdad es que sé exactamente por qué los has mandado retirarse —pensó Shai—. Y por qué has venido en un momento en que todos tus socios árbitros están ocupados en el festival». Esperó a que Frava hiciera su ofrecimiento.

—¿No se te ha ocurrido lo… útil que sería para el imperio tener un emperador que escuchara a una voz sabia cuando esta le hable? —preguntó Frava.

—Sin duda el emperador Ashravan ya lo hacía.

—En algunas ocasiones —dijo Frava—. En otras podía ser… agresivamente necio. ¿No sería sorprendente si, tras su renacimiento, careciera de esa tendencia?

—Creía que queríais que actuara exactamente como antes —replicó Shai—. Tan parecido a lo real como fuera posible.

—Cierto, cierto. Pero eres famosa por ser una de las falsificadoras más grandes que han existido jamás, y sé de buena tinta que tienes un talento específico para sellar tu propia alma. Sin duda podrás replicar el alma de Ashravan con autenticidad, y al mismo tiempo hacer que se sienta inclinado a atender a razones… cuando esa razón la expresen ciertos individuos concretos.

«Noches de fuego —pensó Shai—. No estás dispuesta a decirlo a las claras, ¿verdad? Quieres que construya una puerta trasera al alma del emperador, y ni siquiera tienes la decencia de sentirte avergonzada por ello».

—Yo… tal vez podría hacer algo así —dijo Shai, como si lo considerara por primera vez—. Sería difícil. Necesitaría una recompensa que mereciera el esfuerzo.

—Una recompensa adecuada sería apropiado —dijo Frava, volviéndose hacia ella—. Soy consciente de que probablemente tienes pensado dejar la Sede Imperial después de tu liberación, pero ¿por qué? Esta ciudad podría ser un lugar de grandes oportunidades para ti, con un gobernante comprensivo en el trono.

—Sé más clara, árbitro —espetó Shai—. Aún me espera una larga noche de estudio mientras los demás festejan. No tengo la mente para juegos de palabras.

—La ciudad goza de un pujante negocio de contrabando —dijo Frava—. Seguirle la pista es una de mis aficiones. Me vendría bien tener a alguien adecuado dirigiéndolo. Te lo entregaré, para que hagas esa función por mí.

Ese era siempre su error, asumir que sabían por qué Shai hacía lo que hacía. Asumir que saltaría ante una oportunidad como esa, asumir que un contrabandista y un falsificador eran básicamente lo mismo porque los dos desobedecían las leyes de los demás.

—Eso parece agradable —repuso Shai, y mostró su sonrisa más genuina, la que tenía un toque de puro engaño.

Frava sonrió ampliamente a su vez.

—Te dejo para que lo consideres —dijo; después abrió la puerta y dio una palmada para que los guardias volvieran a entrar.

Shai se hundió en su silla, horrorizada. No por la propuesta (llevaba varios días esperándola), sino porque solo ahora comprendía las implicaciones. El ofrecimiento del acuerdo del contrabando, naturalmente, era falso. Frava podía cumplirlo, pero no lo haría. Incluso asumiendo que la mujer no hubiera ya planeado matar a Shai, ese ofrecimiento sellaba esa posibilidad.

Sin embargo, había más. Mucho más. «Por todo lo que sabe, acaba de meter en mi cabeza la idea de poder controlar al emperador. No se fiará de mi falsificación. Esperará que incorpore puertas traseras por mi cuenta, puertas que me den a mí y no a ella el control absoluto sobre Ashravan».

¿Qué significaba eso?

Significaba que Frava tenía otro falsificador preparado. Probablemente, uno sin el talento o la temeridad de intentar falsificar el alma de otra persona, pero que podía examinar el trabajo de Shai y encontrar las puertas traseras que ella introdujera. Este falsificador sería más de fiar, y podría reescribir el trabajo de Shai para poner a Frava al mando.

Incluso podrían terminar su cometido, si es que ella llegaba tan lejos. Shai pretendía usar los cien días completos para planear su huida, pero ahora comprendía que su súbita eliminación podía producirse en cualquier momento.

Cuanto más cerca estuviera de acabar el proyecto, más probable sería su fin.