Día cincuenta y nueve
Shai durmió mal esa noche.
Estaba segura de que sus preparativos habían sido concienzudos. Y sin embargo, ahora debía esperar como si tuviera un nudo corredizo alrededor del cuello. Eso la ponía nerviosa. ¿Y si había interpretado mal la situación?
Había hecho que las anotaciones de su cuaderno fueran intencionadamente oscuras, cada una de ellas una sutil indicación de la enormidad del proyecto. La escritura apretada, las numerosas referencias cruzadas, las listas y listas de recordatorios para sí misma de las cosas que tenía que hacer… Todo ello, junto con el grueso cuaderno, sería un indicativo de que su trabajo había exigido un terrible esfuerzo por su parte.
Era una falsificación. Una de las más difíciles: una falsificación que no imitaba a una persona o un objeto concreto. Era una falsificación de tono.
«Aléjate —decía el tono de ese libro—. No quieres intentar acabar esto. Lo que quieres es que Shai continúe y se encargue de las partes difíciles, porque el trabajo que tendrías que hacer es enorme. Y… si fracasas… será tu cabeza la que penda de la soga».
El cuaderno era una de las falsificaciones más sutiles que había creado jamás. Cada palabra que había en él era cierta y a la vez era mentira. Solo un maestro falsificador podría verlo, podría advertir lo mucho que estaba trabajando para ilustrar el peligro y la dificultad del proyecto.
¿Qué habilidad tenía el falsificador de Frava?
¿Estaría Shai muerta antes de mañana?
No durmió. Quería hacerlo y debería hacerlo. Esperar mientras pasan las horas, los minutos y los segundos era espantoso. La idea de estar dormida en la cama cuando vinieran a por ella… eso era peor.
Al final, se levantó y recogió algunos informes sobre la vida de Ashravan. Los guardias que jugaban a las cartas en la mesa le dirigieron una mirada. Uno de ellos incluso hizo un gesto comprensivo con la cabeza al ver sus ojos enrojecidos y su postura cansada.
—¿La luz está demasiado brillante? —preguntó, señalando la lámpara.
—No —respondió Shai—. Solo una idea que no deja de darme vueltas en la cabeza.
Pasó la noche en la cama sumergiéndose en la vida de Ashravan. Frustrada por no tener sus notas, sacó una hoja en blanco y empezó a tomar otras nuevas que ya añadiría a su cuaderno cuando se lo devolvieran. Si se lo devolvían.
Le pareció que por fin comprendía por qué Ashravan había abandonado su juvenil optimismo. Al menos, conocía los factores que se habían combinado para llevarlo por ese camino. La corrupción era uno de ellos, pero no el principal. Una vez más, la falta de confianza en sí mismo contribuía, pero no había sido el factor decisivo.
No, la perdición de Ashravan había sido la vida misma. La vida en el palacio, la vida como parte de un imperio que actuaba como un reloj. Todo funcionaba. Bueno, no funcionaba tan bien como podría hacerlo. Pero funcionaba.
Desafiar esa rutina requería esfuerzo, y el esfuerzo era a veces difícil de mantener. Había vivido una vida placentera. Ashravan no había sido perezoso, pero no hacía falta ser perezoso para ser barrido por los burócratas imperiales, para decirse: el próximo mes irías y exigirías que se realicen tus cambios. Con el tiempo, se había hecho más y más fácil seguir flotando en el curso del gran río que era el Imperio Rosa.
Al final, se había vuelto indulgente. Concentrado más en la belleza de aquel palacio que en las vidas de sus súbditos. Había permitido que los árbitros manejaran más a su antojo las funciones del gobierno.
Shai suspiró. Incluso esa descripción de Ashravan era demasiado simplista. No llegaba a mencionar quién había sido el emperador, y en quién se había convertido. Una cronología de acontecimientos no hablaba de su temperamento, su afición al debate, su ojo para la belleza, o su costumbre de escribir poesía malísima, malísima de verdad, y esperar luego que todos sus sirvientes le dijeran lo maravillosa que era.
Tampoco hablaba de su arrogancia, o de su deseo secreto de poder haber sido otra cosa. Por eso volvía a su diario una y otra vez. Tal vez buscaba aquella encrucijada en su vida en que eligió el camino equivocado.
Ashravan no había comprendido. Rara vez había una encrucijada en la vida de una persona. La gente cambiaba de manera paulatina, con el tiempo. Uno no daba un paso y de pronto se encontraba en una situación completamente nueva. Primero te desviabas un poco del sendero para evitar unas rocas. Durante un tiempo, caminabas junto al sendero, pero después te desviabas un poco más para pisar terreno más blando. Luego dejabas de prestar atención mientras te alejabas más y más. Finalmente, acababas yendo a parar a la ciudad equivocada, preguntándote por qué las señales de la calzada no te habían guiado mejor.
La puerta de la habitación se abrió.
Shai se irguió en la cama. Casi estuvo a punto de dejar caer sus notas. Habían venido a por ella.
Pero… no, ya era de día. La luz se colaba por la vidriera, y los guardias se levantaban y se desperezaban. El que había abierto la puerta era el sellador de sangre. Parecía resacoso de nuevo, y llevaba un fajo de papeles en la mano, como hacía a menudo.
«Llega temprano esta mañana —pensó Shai, y comprobó su reloj de bolsillo—. ¿Por qué temprano hoy, cuando llega tarde tantas veces?»
El sellador de sangre la cortó y selló la puerta sin decir palabra, haciendo que el dolor ardiera en el brazo de Shai. Salió a toda prisa de la habitación, como si tuviera alguna cita inminente. Shai se lo quedó mirando, luego sacudió la cabeza.
Un momento más tarde, la puerta volvió a abrirse y entró Frava.
—Oh, estás despierta —dijo la mujer mientras los arietes la saludaban. Frava depositó el cuaderno de Shai sobre la mesa con un golpe. Parecía molesta—. Los escribas han terminado. Vuelve al trabajo.
Frava se marchó rápidamente. Shai se tumbó en la cama, suspirando de alivio. Su estratagema había funcionado. Eso debería de concederle unas cuantas semanas más.