Día cuarenta y dos

Cada persona encerraba un enigma.

Así era como Tao, su primer instructor en el arte de la falsificación, lo había explicado. Un falsificador no era un simple timador ni un embaucador. Un falsificador era un artista que pintaba con la percepción humana.

Cualquier sucio pilluelo de la calle podía engañar a alguien. Un falsificador tenía aspiraciones más elevadas. Los timadores comunes trabajaban tapando los ojos de los incautos con un pañuelo, y luego huían antes de que se dieran cuenta. Un falsificador debía crear algo tan perfecto, tan hermoso, tan real, que jamás llegara a ser cuestionado.

Una persona era como un frondoso bosque cubierto de una retorcida masa de enredaderas, hierbajos, matorrales, arbustos y flores. Ninguna persona era una sola emoción; ninguna persona tenía un único deseo. Poseían muchos, y habitualmente esos deseos entraban en conflicto unos con otros como dos rosales que luchan por el mismo pedazo de tierra.

Respeta a la gente a la que mientes, le había enseñado Tao. Róbales el tiempo suficiente, y empezarás a comprenderlos.

Shai iba completando un cuaderno de notas a medida que trabajaba, una historia verdadera de la vida del emperador Ashravan. Sería una historia más auténtica que las que sus escribas habían redactado para glorificarlo; una historia más auténtica que la que él había escrito de su puño y letra. Shai encajaba lentamente las piezas del enigma, internándose a rastras en el bosque que había sido la mente de Ashravan.

Era un idealista, como había dicho Gaotona. Ella lo veía ahora en la cautelosa preocupación de sus primeros textos y en la forma en que trataba a sus sirvientes. El imperio no era algo terrible. Ni tampoco maravilloso. El imperio simplemente era. El pueblo soportaba su dominio porque se sentía cómodo con sus pequeñas tiranías. La corrupción resultaba inevitable. Vivías con ella. Era eso o aceptar el caos de lo desconocido.

A los grandes los trataban con extremo favoritismo. Entrar en el servicio gubernamental, la más lucrativa y prestigiosa de las ocupaciones, a menudo se debía más a los sobornos y los contactos que a las capacidades o aptitudes. Además, algunos de los que mejor servían al imperio (mercaderes y obreros) sufrían el robo sistemático en sus bolsillos por un centenar de manos.

Todo el mundo sabía estas cosas. Ashravan había querido cambiarlas. Al principio.

Y luego… Bueno, no había habido un «y luego» concreto. Los poetas señalarían un único defecto en la naturaleza de Ashravan, pero una persona no era un solo defecto, como tampoco era una sola pasión. Si Shai basara su falsificación en un único atributo, crearía una caricatura, no un hombre.

Pero… ¿era lo mejor que podía esperar? Tal vez debiera intentar conseguir autenticidad en un entorno concreto, creando un emperador que pudiera actuar de manera adecuada en la Corte, pero que no engañara a los más íntimos. Quizá funcionara bien, como los decorados de un teatro que cumplen su propósito mientras se representa la obra, pero que no soportarían una inspección meticulosa.

Se trataba de un objetivo que podía lograr. Tal vez debería acudir a los árbitros, explicarles lo que era posible, y ofrecerles un emperador inferior, una marioneta que pudieran presentar en los actos oficiales, y luego retirar con el pretexto de que su enfermedad empeoraba.

Podía hacer eso.

Pero descubrió que no quería.

Ese no era el desafío. Era la versión de un timo callejero, con una ganancia a corto plazo. El estilo de los falsificadores era crear algo duradero.

En el fondo, la entusiasmaba el desafío. Descubrió que quería hacer vivir a Ashravan. Quería intentarlo, al menos.

Shai yacía en su cama, que había falsificado para convertirla en un lecho más cómodo, con dosel y un tupido edredón. Mantenía las cortinas corridas. Los guardias del turno de noche jugaban una partida de cartas sentados a su mesa.

«¿Por qué te preocupas por hacer vivir a Ashravan? —pensó Shai—. Los árbitros te matarán antes de que puedas comprobar si funciona. Tu único objetivo debería ser escapar».

Y sin embargo… el emperador mismo. Había elegido robar el Cetro Lunar porque era la pieza más famosa del imperio. Quería que una de sus obras se exhibiera en la grandiosa Galería Imperial.

No obstante, la tarea en la que trabajaba ahora… era algo mucho más grande. ¿Qué falsificador había conseguido una hazaña semejante? ¿Una falsificación sentada en el mismísimo Trono Rosa?

«No —se dijo, con más fuerza esta vez—. No te dejes engañar. Orgullo, Shai. No dejes que te mueva el orgullo».

Abrió el cuaderno por las últimas páginas, donde había ocultado sus planes de huida en código, disfrazado para parecer un diccionario de términos y personas.

Aquel sellador de sangre había aparecido corriendo el otro día, como asustado por llegar tarde para reponer su marca. Sus ropas olían a alcohol. Estaba disfrutando de la hospitalidad de palacio. Si Shai pudiera lograr que llegara temprano una mañana, y asegurarse de que se emborrachara como una cuba esa noche…

Las montañas de los arietes rodeaban Dzhamar, donde se hallaban los pantanos de los selladores de sangre. El odio mutuo que se profesaban era intenso, quizá más intenso que su lealtad al imperio. Varios arietes en concreto parecían asqueados cuando entraba el sellador de sangre. Shai había empezado a hacerse amiga de esos guardias. Alguna que otra broma. Menciones a alguna coincidencia entre su pasado y el de ellos. Se suponía que los arietes no podían hablar con Shai, pero habían transcurrido semanas sin que ella hiciera otra cosa que repasar libros y charlar con viejos árbitros. Los guardias estaban aburridos, y el aburrimiento hacía que la gente fuera fácil de manipular.

Shai tenía acceso a bastante piedra de alma, y la emplearía. Sin embargo, a menudo era mejor utilizar métodos más elementales. La gente siempre esperaba que un falsificador empleara sellos para todo. Los grandes contaban historias de magia negra, de falsificadores que colocaban sellos en los pies de la gente mientras dormían, cambiando sus personalidades, invadiéndolas, violando sus mentes.

La verdad era que un sello de alma solía ser el último recurso de un falsificador. Era demasiado fácil de detectar. «Ahora mismo, no me jugaría mi mano derecha por mis Marcas de Esencia…»

Casi sintió la tentación de intentar tallar una nueva marca para usarla en la huida. Pero es lo que ellos estarían esperando, y Shai tendría verdaderos problemas para realizar los cientos de pruebas necesarias para que una funcionara. Los guardias alertarían de que la probaba en su propio brazo, y las pruebas con Gaotona no funcionarían nunca.

Además, utilizar una Marca de Esencia sin haberla probado antes… Bueno, eso podía salir muy, muy mal. No; en sus planes de fuga emplearía sellos de alma, pero para su corazón se requerirían subterfugios más tradicionales.