PRÓLOGO
Gaotona pasó los dedos por el grueso lienzo, examinando una de las mejores obras de arte que jamás había visto. Por desgracia, era una falsificación.
—Esa mujer es un peligro —susurraron unas voces a su espalda—. Lo que hace es una abominación.
Gaotona inclinó el lienzo hacia la luz rojo anaranjada de la chimenea, y entornó los ojos. A su edad, su vista ya no era como antes. «Tanta precisión», pensó mientras estudiaba las pinceladas, palpando las capas de densos óleos. Exactamente iguales que en el original.
Nunca habría advertido los errores por sí mismo. Una flor ligeramente desviada de su posición. Una luna que estaba una pizca demasiado baja en el cielo. Sus expertos habían necesitado varios días de detallado análisis para encontrar los errores.
—Es una de las mejores falsificadoras vivas.
Las voces pertenecían a los otros árbitros, colegas de Gaotona, los burócratas más importantes del imperio.
—Tiene una reputación tan grande como el imperio. Debemos ejecutarla para dar ejemplo.
—No. —Frava, cabecilla de los árbitros, poseía una intensa voz nasal—. Es una herramienta valiosa. Esta mujer puede salvarnos. Debemos utilizarla.
«¿Por qué? —pensó de nuevo Gaotona—. ¿Por qué alguien con esta capacidad artística, esta majestad, se dedica a la falsificación? ¿Por qué no crear pinturas originales? ¿Por qué no ser una verdadera artista?»
«Debo entenderlo».
—Sí —continuó Frava—, la mujer es una ladrona, y practica un arte espantoso. Pero yo puedo controlarla, y gracias a su talento lograremos enmendar este lío en que nos hemos metido.
Los demás murmuraron preocupados, y expresaron sus objeciones. La mujer de la que hablaban, Wan ShaiLu, era más que una simple timadora. Muchísimo más. Podía cambiar la naturaleza de la realidad misma. Esto planteaba otra cuestión: ¿por qué se molestaba en aprender a pintar? ¿No era el arte corriente algo mundano comparado con los talentos místicos que poseía?
Demasiadas preguntas. Gaotona, sentado junto a la chimenea, levantó la vista. Los demás, formando un círculo de conspiradores, estaban de pie alrededor de la mesa de Frava, mientras sus largas y pintorescas túnicas relucían a la luz del fuego.
—Estoy de acuerdo con Frava —dijo Gaotona.
Los demás lo miraron. Sus ceños fruncidos indicaban que les preocupaba bien poco lo que opinara, pero sus posturas mostraban algo distinto. El respeto que sentían hacia él yacía enterrado profundamente, pero lo recordaban.
—Traed a la falsificadora —ordenó Gaotona, poniéndose en pie—. Quiero escuchar lo que tenga que decir. Sospecho que será más difícil de controlar de lo que supone Frava, pero no tenemos otra elección. O utilizamos las habilidades de esta mujer, o renunciamos al control del imperio.
Los murmullos cesaron. ¿Cuántos años habían transcurrido desde la última vez que Frava y Gaotona estuvieron de acuerdo en algo, sobre todo tratándose de una cuestión que provocaba tantos desencuentros como utilizar a una falsificadora?
Uno a uno, los otros tres árbitros asintieron.
—Que así sea —dijo Frava en voz baja.