Me llamo Stephen Leeds, y estoy completamente cuerdo. Mis alucinaciones, sin embargo, están todas bastante locas.

Los disparos procedentes de la habitación de J. C. estallaban como fuegos artificiales. Renegando para mis adentros, cogí los protectores para los oídos que colgaban de su puerta (había aprendido a dejarlos allí) y entré. J. C. llevaba puestos sus propios protectores, sostenía la pistola con las dos manos y apuntaba a una foto de Osama bin Laden que había en la pared.

Sonaba Beethoven. Muy alto.

—¡Estaba intentando mantener una conversación! —le grité.

J. C. no me oyó. Vació un cargador en la cara de Bin Laden y dejó la pared llena de agujeros. No me atreví a acercarme. Podía dispararme accidentalmente si lo sorprendía.

No sabía qué sucedería si una de mis alucinaciones me pegaba un tiro. ¿Cómo lo interpretaría mi mente? Sin duda, había una docena de psicólogos que querrían escribir un ensayo al respecto. Yo no tenía muchas ganas de darles la oportunidad.

—¡J. C.! —grité cuando se detuvo a recargar.

Él me miró; luego sonrió y se quitó los protectores. Las sonrisas de J. C. parecen muecas, pero hacía tiempo que había aprendido a no dejar que me intimidara.

—Eh, flacucho —dijo, y me entregó el arma—. ¿Te apetece vaciar un cargador o dos? Te vendría bien practicar.

Cogí la pistola.

—Instalamos un campo de tiro en la mansión para algo, J. C. Utilízalo.

—Los terroristas no suelen encontrarme en los campos de tiro. Bueno, ocurrió una vez. Pura coincidencia.

Suspiré, cogí el mando a distancia de la mesa del fondo y bajé el volumen de la música. J. C. extendió el brazo, apuntó al aire el cañón de la pistola y luego apartó mi dedo del gatillo.

—La seguridad lo primero, chaval.

—En cualquier caso, es una pistola imaginaria —dije, y se la devolví.

—Sí, ya.

J. C. no se cree que sea una alucinación, lo cual no es muy usual. La mayoría de ellas lo aceptan, de un modo u otro. Pero J. C. no. Grande sin ser corpulento, de rostro cuadrado pero no llamativo, tenía los ojos de un asesino. O eso decía. Quizá los guardaba en el bolsillo.

Insertó un nuevo cargador en la pistola y a continuación apuntó a la fotografía de Bin Laden.

—No lo hagas —le advertí.

—Pero…

—Ya está muerto. Se lo cargaron hace años.

—Esa es la historia que le contamos a la opinión pública, flacucho. —J. C. enfundó la pistola—. Te lo explicaría, pero no dispones de autorización.

—¿Stephen? —preguntó una voz desde la puerta.

Me volví. Tobias es otra alucinación (o «aspecto», como las llamo en ocasiones). Larguirucho y de piel de ébano, tenía pecas oscuras en sus mejillas arrugadas por la edad. Llevaba el pelo canoso muy corto, y vestía un traje de chaqueta informal, sin corbata.

—Solo me estaba preguntando cuánto tiempo vas a dejar esperando a ese pobre hombre —dijo Tobias.

—Hasta que se marche —repliqué reuniéndome con él en el pasillo.

Los dos empezamos a alejarnos de la habitación de J. C.

—Ha sido muy educado —dijo Tobias.

Detrás, J. C. empezó a disparar de nuevo. Gruñí.

—Hablaré con J. C. —dijo Tobias con voz tranquilizadora—. Solo está intentando mantener al día sus habilidades. Quiere serte útil.

—Vale, como prefieras.

Dejé a Tobias y me dirigí hacia una de las esquinas de la lujosa mansión. Yo tenía cuarenta y siete habitaciones. Casi todas estaban ocupadas. Al fondo del pasillo, entré en una estancia pequeña decorada con una alfombra persa y recubierta con paneles de madera. Me tumbé en el diván de cuero negro que había en el centro.

Ivy estaba sentada en su sillón, junto al diván.

—¿Pretendes continuar con eso? —preguntó elevando el tono por encima del ruido de los disparos.

—Tobias hablará con él.

—Comprendo —dijo Ivy, y anotó algo en su libreta.

Llevaba un traje oscuro, con pantalones y chaqueta. Tenía el pelo rubio recogido en un moño. Contaba cuarenta y pocos años, y era uno de los aspectos que tenía desde hacía más tiempo.

—¿Cómo te sientes al ver que tus proyecciones están empezando a desobedecerte? —me preguntó.

—La mayoría me obedecen —respondí a la defensiva—. J. C. nunca ha hecho caso a lo que le digo. Eso no ha cambiado.

—¿Niegas que está yendo a peor?

No contesté.

Ella hizo otra anotación.

—Rechazaste otra petición ¿no? —preguntó Ivy—. Vinieron a pedirte ayuda.

—Estoy ocupado.

—¿Con qué? ¿Oyendo disparos? ¿Volviéndote más loco?

—No me estoy volviendo más loco —protesté—. Estoy estabilizado. Soy prácticamente normal. Incluso mi psiquiatra no-alucinatorio lo reconoce.

Ivy no dijo nada. En la distancia, los disparos cesaron por fin; suspiré aliviado y me llevé los dedos a las sienes.

—La definición formal de locura es bastante amplia —sentencié—. Dos personas pueden padecer exactamente el mismo trastorno y la misma gravedad, pero una puede ser considerada cuerda según los baremos oficiales y la otra, en cambio, loca. Cruzas la línea de la locura cuando tu estado mental te impide funcionar, llevar una vida normal. Según esos baremos, no estoy nada loco.

—¿Llamas a esto una vida normal? —preguntó ella.

—Me va bastante bien.

Miré hacia un lado. Ivy había cubierto la papelera con una carpeta, como de costumbre.

Tobias entró unos momentos después.

—Ese posible cliente sigue aquí, Stephen.

—¿Qué? —dijo Ivy, dirigiéndome una mirada de reproche—. ¿Estás haciendo esperar al pobre hombre? Han pasado cuatro horas.

—¡Vale, está bien! —Salté del diván—. Haré que se vaya.

Salí de la habitación y bajé las escaleras hasta la planta baja, hacia el majestuoso recibidor.

Wilson, mi mayordomo (que es una persona real, no una alucinación), aguardaba ante la puerta cerrada de la sala de estar. Me miró por encima de sus bifocales.

—¿Tú también? —pregunté.

—¿Cuatro horas, señor?

—Necesitaba estar bajo control, Wilson.

—Le gusta utilizar esa excusa, señor Leeds. Me pregunto si momentos como este son cuestión de pereza más que de control.

—No te pago para que me cuestiones ese tipo de cosas —dije.

Él enarcó una ceja y me sentí avergonzado. Wilson no se merecía esa brusquedad; era un sirviente excelente, y una excelente persona. No resultaba fácil encontrar personal doméstico que soportara mis… particularidades.

—Lo siento —me disculpé—. Últimamente me siento algo agotado.

—Le traeré un poco de limonada, señor Leeds —dijo—. Para…

—Para los tres —puntualicé, al tiempo que señalaba con la cabeza a Tobias e Ivy, a quienes, naturalmente, Wilson no podía ver—. Y también para el posible cliente.

—La mía sin hielo, por favor —dijo Tobias.

—Yo tomaré un vaso de agua —añadió Ivy.

—Sin hielo para Tobias —dije mientras abría la puerta distraídamente—. Agua para Ivy.

Wilson asintió y se marchó a cumplir sus órdenes. Era un buen mayordomo. Sin él, creo que me volvería loco.

Un joven con polo de manga corta y pantalones anchos esperaba en la sala de estar. Se puso en pie de un salto.

—¿Señor Legión?

Di un respingo al escuchar el apodo. Lo había elegido un psicólogo particularmente dotado. Dotado para el drama, quiero decir. No tanto en el campo de la psicología.

—Llámeme Stephen —dije manteniendo la puerta abierta para dejar paso a Ivy y Tobias—. ¿Qué podemos hacer por usted?

—¿Podemos? —preguntó el muchacho.

—Es una forma de hablar —respondí; entré en la sala y ocupé uno de los sillones frente al joven.

—Yo… esto… he oído decir que ayuda usted a la gente, cuando nadie más quiere hacerlo. —El chico tragó saliva—. He traído dos mil. En metálico.

Dejó sobre la mesa un sobre con mi nombre y dirección.

—Con eso podrá pagar asesoramiento —dije, abriéndolo y haciendo un rápido recuento.

Tobias me miró con mala cara. Odia que le cobre a la gente, pero trabajando gratis no se mantiene una mansión con suficientes habitaciones para albergar a todas tus alucinaciones. Además, a juzgar por sus ropas, el chico podía permitírselo.

—¿Cuál es el problema? —pregunté.

—Mi prometida —respondió el joven, y se sacó algo del bolsillo—. Me ha estado engañando.

—Lo siento en el alma —dije—. Pero no somos investigadores privados. No vigilamos a nadie.

Ivy caminó por la sala, sin sentarse. Rodeó el asiento del joven, inspeccionándolo.

—Lo sé —dijo el muchacho rápidamente—. Es que… bueno, ha desaparecido ¿sabe?

Tobias se irguió. Le encanta un buen misterio.

—No nos lo está contando todo —dijo Ivy, los brazos cruzados, dando golpecitos con un dedo en el otro brazo.

—¿Seguro? —pregunté.

—Oh, sí —afirmó el muchacho, asumiendo que hablaba con él—. Ha desaparecido, aunque dejó esta nota.

La desplegó y la depositó encima de la mesa.

—Lo realmente extraño es que pienso que puede haber un mensaje cifrado en ella. Mire estas palabras. No tienen sentido.

Recogí el papel y analicé las palabras. Estaban en el dorso de la hoja, garabateadas con prisa, como si fueran una lista de notas. El mismo papel había sido utilizado más tarde como carta de despedida de la prometida. Se lo enseñé a Tobias.

—Esto es Platón —dijo, señalando las notas del dorso—. Cada nota es una cita del Fedro. Ah, Platón. Un hombre notable ¿no es cierto? Poca gente sabe que fue esclavo en una época, que lo vendió en el mercado un tirano que estaba en desacuerdo con su política… por eso y porque convirtió en discípulo suyo al hermano del tirano. Por fortuna, Platón fue comprado por alguien familiarizado con su obra, digamos que un admirador, y lo liberó. Merece la pena tener fans cariñosos, incluso en la antigua Grecia…

Tobias siguió hablando. Tenía una voz grave y reconfortante que me gustaba escuchar. Examiné la nota y luego miré a Ivy, que se encogió de hombros.

La puerta se abrió, y Wilson entró con la limonada y el agua de Ivy. En el umbral vi a J. C. con la pistola en la mano, mientras se asomaba a la sala e inspeccionaba al joven. Sus ojos se entornaron.

—Wilson —dije cogiendo mi limonada—, ¿puedes por favor decirle a Audrey que venga?

—Naturalmente, señor —respondió el mayordomo.

Yo sabía, en lo más profundo, que en realidad no había traído vasos para Ivy y Tobias, aunque hizo la pantomima de ofrecer algo a los sillones vacíos. Mi mente creó el resto, imaginando bebidas, imaginando a Ivy aproximándose para coger la suya de la mano de Wilson, mientras este hacía ademán de acercársela a donde pensaba que estaba sentada. Ivy le sonrió afectuosamente.

Wilson se marchó.

—¿Y bien? —preguntó el joven—. ¿Puede usted…?

Se calló cuando levanté un dedo. Wilson no podía ver mis proyecciones, pero conocía sus habitaciones. Teníamos que confiar en que Audrey estuviera en la suya. Audrey acostumbraba a visitar a su hermana en Springfield.

Por fortuna, entró en la sala pocos minutos después. Sin embargo, llevaba puesto un albornoz.

—Supongo que será importante —dijo mientras se secaba el pelo con una toalla.

Alcé la nota, y luego el sobre con el dinero. Audrey se agachó. Era una mujer morena, un poquito pasada de peso. Se había unido a nosotros hacía unos años, cuando yo trabajaba en un caso de falsificación.

Murmuró para sí durante un par de minutos, sacó una lupa (me divirtió que tuviera una en su albornoz, pero así era Audrey), y comenzó a mirar de la nota al sobre y viceversa. Se suponía que la nota la había escrito la prometida y el sobre, el joven.

Audrey asintió.

—Decididamente, es la misma letra.

—No es una muestra muy grande —dije.

—¿No es qué? —preguntó el muchacho.

—En este caso es suficiente —adujo Audrey—. El sobre tiene su nombre y dirección completos. La línea un poco inclinada, el espaciado de las palabras, la forma de las letras… Todo lleva a la misma conclusión. Tiene también una «e» muy característica. Si usamos la muestra más grande como control, la muestra del sobre puede determinarse como auténtica (según mi valoración), con más de un noventa por ciento de fiabilidad.

—Gracias —dije.

—Me vendría bien un perro nuevo —respondió ella mientras se marchaba.

—No voy a imaginar un cachorrito para ti, Audrey. ¡J. C. ya arma suficiente alboroto! No quiero a un perro corriendo y ladrando por aquí.

—Oh, venga ya —dijo ella, volviéndose en la puerta—. Lo alimentaré con comida falsa, le daré agua falsa y lo llevaré a dar paseos falsos. Todo lo que un cachorro falso pueda querer.

—Lárgate —dije, aunque estaba sonriendo.

Audrey bromeaba. Es bueno tener algunos aspectos a los que no les importa ser alucinaciones. El joven me miró con expresión de aturdimiento.

—Puede dejar de fingir —le sugerí.

—¿Fingir?

—Eso de fingir que le sorprende lo «raro» que soy. Esto ha sido más bien un intento de aficionado. Es universitario ¿no?

Sus ojos mostraron una expresión de pánico.

—La próxima vez, que un compañero de piso le escriba la nota —dije, arrojándosela—. Maldita sea, no tengo tiempo para esto.

Me levanté.

—Podrías concederle unos minutos —dijo Tobias.

—¿Después de haberme mentido? —repliqué.

—Por favor —suplicó el muchacho, poniéndose en pie—. Mi novia…

—Antes comentó que era su prometida —dije al volverme—. Ha venido aquí a intentar que me hiciera cargo de un «caso», durante el cual me guiará a su antojo mientras toma notas en secreto sobre mi estado. Su verdadero propósito es escribir una tesina o algo por el estilo.

El desánimo invadió su rostro. Ivy permaneció de pie tras él, moviendo la cabeza con desdén.

—¿Cree que es el primero al que se le ocurre una cosa así? —pregunté.

Él sonrió con tristeza.

—No le puede echar la culpa al novato por intentarlo.

—Puedo y lo hago —repliqué—. A menudo. ¡Wilson! ¡Vamos a precisar de seguridad!

—No es necesario —dijo el muchacho mientras recogía sus cosas.

Con las prisas, una grabadora en miniatura se le cayó del bolsillo del polo y resonó contra la mesa.

Enarqué una ceja mientras él se ruborizaba, recogía la grabadora y salía pitando de la sala de estar.

Tobias se puso en pie y se acercó a mí, con las manos a la espalda.

—Pobre chaval. Puede que incluso tenga que regresar a casa andando. Bajo la lluvia.

—¿Está lloviendo?

—Stan dice que lloverá pronto —respondió Tobias—. ¿Has pensado que no intentarían este tipo de cosas tan a menudo si accedieras a una entrevista de vez en cuando?

—Estoy harto de que me citen en casos de estudio —dije, agitando molesto una mano—. Estoy harto de que me pinchen y me analicen. Estoy harto de ser especial.

—¿Qué? —exclamó Ivy, divertida—. ¿Preferirías ir a trabajar a una oficina todos los días? ¿Renunciar a esta espaciosa mansión?

—No estoy diciendo que no haya ventajas —dije mientras Wilson volvía a entrar y se giraba para ver cómo huía el joven por la puerta principal—. Asegúrate de que se ha ido de verdad ¿quieres, Wilson?

—Naturalmente, señor.

Me entregó una bandeja con el correo del día y luego se marchó.

Eché un vistazo a las cartas. Wilson ya había retirado las facturas y la publicidad. Eso dejaba una carta de mi psicólogo humano, que ignoré, y un anodino sobre blanco, tamaño grande.

Fruncí el ceño, lo cogí y lo abrí por la parte superior. Saqué el contenido.

Solo había una cosa dentro del sobre. Una fotografía, de quince por veinticinco, en blanco y negro. Enarqué una ceja. Era una foto de una costa rocosa donde un par de arbolitos se aferraban a una roca que se internaba en el océano.

—No hay nada escrito detrás —dije mientras Tobias e Ivy se asomaban por encima de mi hombro—. No hay nada más en el sobre.

—Apuesto que es de alguien intentando conseguir una entrevista —señaló Ivy—. Lo hacen mejor que el chico.

—No parece nada especial —observó J. C., abriéndose paso junto a Ivy, que le dio un puñetazo en el hombro—. Rocas. Árboles. Menudo aburrimiento.

—No sé… —murmuré—. Tiene algo. ¿Tobias?

Tobias cogió la fotografía. Al menos, eso es lo que vi. Lo más probable es que yo tuviera todavía la foto en la mano, pero no podía sentirla allí, ahora que percibía que Tobias la había cogido. Qué curioso, la forma en que la mente puede cambiar la percepción.

Tobias estudió la instantánea un buen rato. J. C. empezó a quitar y a poner el seguro de su pistola.

—¿No eres tú quien siempre está hablando de la seguridad de las armas? —le reprendió Ivy.

—Estoy siendo prudente —repuso él—. El cañón no está apuntando a nadie. Además, tengo un agudo y férreo control sobre todos los músculos de mi cuerpo. Podría…

—Callaos los dos —intervino Tobias. Acercó más la fotografía—. Dios mío…

—Por favor, no uses el nombre del Señor en vano —dijo Ivy.

J. C. resopló.

—Stephen —dijo Tobias—. El ordenador.

Me reuní con él frente al ordenador de la sala de estar; luego me senté, mientras Tobias se asomaba por encima de mi hombro.

—Busca el Ciprés Solitario.

Así lo hice, y encontré una serie de imágenes. Un par de docenas de fotografías de la misma roca aparecieron en la pantalla, pero en todas ellas había un árbol grande en medio. El árbol parecía completamente crecido; de hecho, parecía antiguo.

—Vale, magnífico —dijo J. C.—. Árboles quietos. Rocas quietas. Todo quieto y aburrido.

—Eso es el Ciprés Solitario, J. C. —informó Tobias—. Es famoso, y se cree que tiene como mínimo doscientos cincuenta años.

—¿Y…? —preguntó Ivy.

Sostuve en alto la fotografía que me había llegado por correo.

—Aquí no tendrá más de… ¿cuánto? ¿Diez?

—Puede que menos —respondió Tobias.

—Entonces, para que esta foto sea real —dije—, tendrían que haberla tomado hacia mediados del siglo XVIII. Décadas antes de que se inventara la fotografía.

—Mirad, obviamente es una falsificación —dijo Ivy—. No comprendo por qué os preocupa tanto a los dos.

Tobias y yo recorríamos el pasillo de la mansión. Habían pasado dos días. Yo seguía sin poder quitarme la imagen de la cabeza. Llevaba la foto en el bolsillo de mi chaqueta.

—Un timo sería la explicación más racional, Stephen —opinó Tobias.

—Armando cree que es real —repliqué.

—Armando está como un cencerro —respondió Ivy, que ese día vestía un traje de chaqueta gris.

—Es verdad —dije, y me llevé de nuevo la mano al bolsillo. Alterar la foto no habría sido demasiado complicado. ¿Qué dificultad tenía manipular una foto, hoy en día? Prácticamente cualquier chaval podía crear falsificaciones realistas usando Photoshop.

Armando la había revisado con algunos programas avanzados, comprobando niveles y haciendo un montón de cosas que eran demasiado técnicas para que yo las entendiera, pero admitió que eso no significaba nada. Un artista con talento podía engañar a las pruebas.

Entonces ¿por qué me preocupaba tanto esa foto?

—Me huele a que alguien intenta demostrar algo —dije—. Hay muchos árboles más antiguos que el Ciprés Solitario, pero pocos tienen un emplazamiento tan peculiar. Lo que se pretende con esta fotografía es descartarla al instante por imposible, al menos por aquellos que poseen un buen conocimiento de la historia.

—Así pues, lo más probable es que sea un timo, ¿no te parece? —sugirió Ivy.

—Tal vez.

Comencé a andar en la otra dirección, mientras mis aspectos guardaban silencio. Por fin, oí la puerta cerrarse abajo. Corrí al rellano.

—¿Señor? —dijo Wilson mientras subía las escaleras.

—¡Wilson! ¿Ha llegado el correo?

Se detuvo en el rellano sosteniendo una bandeja de plata. Megan, del personal de limpieza (real, naturalmente), nos adelantó a pasos veloces y se escabulló detrás de él con la mirada gacha.

—Renunciará pronto —advirtió Ivy—. La verdad es que tendrías que intentar ser menos raro.

—Eso es mucho pedir, Ivy —murmuré mientras examinaba el correo—. Con vosotros a mi alrededor.

¡Allí estaba! Otro sobre, idéntico al primero. Lo abrí ansiosamente y saqué otra fotografía.

Esta era más borrosa. Se veía un hombre de pie ante un lavabo, con una toalla al cuello. El entorno parecía anticuado. También se trataba de una foto en blanco y negro.

Se la pasé a Tobias, que la cogió, la alzó y la examinó con los ojos entornados.

—¿Y bien? —preguntó Ivy.

—Él me resulta familiar —dije—. Es como si lo conociera.

—George Washington —reveló Tobias—. Afeitándose una mañana, según parece. Me sorprende que no lo hiciera un criado.

—Era soldado —repuse, y recuperé la foto—. Probablemente estaba acostumbrado a hacer las cosas él solito.

Pasé los dedos por la brillante instantánea. El primer daguerrotipo (las primeras fotografías) se remontaba a mediados de la década de 1830. Antes de esa fecha, nadie había logrado crear imágenes permanentes de esta naturaleza. Washington murió en 1799.

—Fijaos, obviamente se trata de una falsificación —dijo Ivy—. ¿Una foto de George Washington? ¿Acaso hemos de dar por sentado que alguien retrocedió en el tiempo y lo único que se le ocurrió hacer fue sacar una fotografía a hurtadillas de George en el cuarto de baño? Nos la están jugando, Steve.

—Tal vez —admití.

—Se parece muchísimo a él —intervino Tobias.

—Con la salvedad de que no tenemos ninguna foto suya —advirtió Ivy—. Así que no hay forma de demostrarlo. Verás, todo lo que habría que hacer es contratar a un actor que se le parezca, posar para la foto, y zas. Ni siquiera tendrían que editarla.

—Veamos qué opina Armando —dije, dándole la vuelta a la fotografía. En el dorso había un número de teléfono—. Que alguien vaya a buscar primero a Audrey.

—Podéis acercaros a Su Majestad —dijo Armando.

Estaba de pie ante su ventana, que era triangular, pues ocupaba una de las buhardillas de la mansión. Había exigido ese emplazamiento.

—¿Puedo dispararle? —me preguntó J. C. en voz baja—. Ya sabes, en un punto que no sea vital. Un pie, tal vez.

—Su Majestad ha oído eso —dijo Armando con su suave acento español; ahora nos estaba mirando muy serio—. Stephen Leeds. ¿Has cumplido la promesa que me hiciste? Debo recuperar mi trono.

—Estoy trabajando en ello, Armando —respondí, tendiéndole la fotografía—. Tenemos otra.

Armando suspiró y cogió la foto de entre mis dedos. Era un hombre alto de pelo negro que mantenía engominado hacia atrás.

—Armando benévolamente accede a considerar tu súplica.

Alzó la fotografía.

—¿Sabes, Steve? —dijo Ivy, curioseando por la habitación—. Si vas a crear alucinaciones, deberías procurar que fueran menos irritantes.

—Silencio, mujer —espetó Armando—. ¿Has considerado la petición de Su Majestad?

—No voy a casarme contigo, Armando.

—¡Serías reina!

—No tienes ningún trono. Y la última vez que lo comprobé, en México gobernaba un presidente, no un emperador.

—Los capos de la droga amenazan a mi pueblo —dijo Armando mientras examinaba la instantánea—. Pasan hambre, y están forzados a doblegarse ante los caprichos de las potencias extranjeras. Es una desgracia. En cuanto a esta fotografía, es auténtica.

Me la devolvió.

—¿Eso es todo? —pregunté—. ¿No necesitas hacer ninguna prueba con el ordenador?

—¿Acaso no soy el experto en fotografía? ¿No has acudido a mí con una lastimosa súplica? He hablado. Es real. No hay truco. El fotógrafo, sin embargo, es un pelanas. No sabe nada del arte de su oficio. Esta foto me ofende por su absoluta naturaleza pedestre.

Nos dio la espalda y se puso a mirar de nuevo por la ventana.

—¿Puedo dispararle ahora? —insistió J. C.

—Me siento tentado a permitírtelo —dije yo, dándole la vuelta a la foto.

Audrey había examinado la letra del dorso, y no había podido identificarla con ninguno de los catedráticos, psicólogos y demás grupos que seguían empeñados en estudiarme.

Me encogí de hombros; luego saqué mi teléfono. El número era local. Sonó una vez antes de que descolgaran.

—¿Hola? —dije.

—¿Puedo ir a visitarlo, señor Leeds?

Una voz de mujer, con un leve acento sureño.

—¿Quién es usted?

—La persona que le ha estado enviando acertijos.

—Bueno, eso ya lo he deducido.

—¿Puedo ir a visitarlo?

—Yo… bueno, supongo. ¿Dónde está usted?

—En la puerta de su mansión.

El teléfono chasqueó. Al poco, sonó el timbre de la puerta principal.

Miré a los demás. J. C. se acercó a la ventana, pistola en mano, y echó un vistazo al camino de acceso. Armando lo observó con el ceño fruncido.

Ivy y yo salimos de las habitaciones de Armando y nos dirigimos a la escalera.

—¿Vas armado? —preguntó J. C., corriendo para unirse a nosotros.

—La gente normal no va por su casa con una pistola al cinto, J. C.

—Lo hacen si quieren vivir. Ve a por tu pistola.

Vacilé; luego suspiré.

—¡Hazla pasar, Wilson! —exclamé, pero regresé a mis habitaciones (las más grandes de la propiedad) y cogí el revólver de mi mesilla de noche. Me lo enfundé bajo el brazo y volví a ponerme la chaqueta. Ir armado me reconfortaba, aunque soy un tirador malísimo.

Para cuando bajé las escaleras en dirección al vestíbulo de entrada, Wilson ya había atendido la puerta. Una mujer de piel oscura, de treinta y tantos años, estaba de pie en el umbral, con un gabán negro, un traje de chaqueta y rizos cortos. Se quitó las gafas de sol y me saludó con la cabeza.

—A la sala de estar, Wilson —dije cuando llegué al rellano.

Él la condujo hasta allí y yo entré después, esperando a que J. C. e Ivy pasaran. Tobias ya estaba sentado dentro; leía un libro de historia.

—¿Limonada? —preguntó Wilson.

—No, gracias —respondí, y cerré la puerta dejando a Wilson fuera.

La mujer caminó por la sala, contemplando la decoración.

—Bonito lugar —dijo—. ¿Ha pagado todo esto con el dinero de la gente que le pide ayuda?

—La mayor parte vino del gobierno —contesté.

—En la calle se comenta que no trabaja para ellos.

—Ya no lo hago, pero antes sí. De cualquier forma, gran parte se debe a las becas. Catedráticos que querían investigarme. Empecé a cobrar sumas enormes por el privilegio, pensando que así los mantendría a raya.

—Y no lo consiguió.

—No hay nada que lo consiga —dije, haciendo una mueca—. Siéntese.

—Me quedaré de pie —dijo ella mientras examinaba mi Van Gogh—. Me llamo Monica, por cierto.

—Monica. —Saqué las dos fotografías—. Debo decir que me resulta chocante que espere que me crea su ridícula historia.

—No le he contado ninguna historia todavía.

—Lo hará —dije, arrojando las fotografías sobre la mesa—. Una historia de viajes en el tiempo y, al parecer, de un fotógrafo que no sabe usar bien el flash.

—Es usted un genio, señor Leeds —comentó ella, sin darse la vuelta—. Según algunos informes que he tenido la oportunidad de leer, usted es el hombre más listo del planeta. Si en estas fotos hubiera habido un fallo obvio, o uno no tan obvio, se habría deshecho de ellas. Ciertamente, no me habría llamado.

—Se equivocan.

—¿Equivocan…?

—Los que me llaman genio —dije, sentándome en una silla junto a Tobias—. No soy ningún genio. Soy bastante corriente.

—Me resulta difícil de creer.

—Crea lo que quiera. Pero no soy ningún genio. Mis alucinaciones lo son.

—Gracias —dijo J. C.

—Algunas de mis alucinaciones lo son —rectifiqué.

—¿Admite que las cosas que ve no son reales? —preguntó Monica, volviéndose hacia mí.

—Sí.

—Pero habla con ellas.

—No querría lastimar sus sentimientos. Además, pueden ser útiles.

—Gracias —dijo J. C.

—Algunas de ellas pueden ser útiles —rectifiqué de nuevo—. De todas formas, son el motivo por el que está usted aquí. Quiere sus mentes. Ahora, cuénteme su historia, Monica, o deje de hacerme perder el tiempo.

Ella sonrió y finalmente decidió sentarse.

—No es lo que piensa. No hay ninguna máquina del tiempo.

—¿En serio?

—No parece sorprendido.

—Viajar al pasado es muy, muy improbable —dije—. Aunque hubiera sucedido, yo no lo advertiría, ya que habría creado una rama divergente de realidad de la que no formo parte.

—A menos que esta sea esa rama de realidad divergente.

—En ese caso —continué—, viajar al pasado sigue resultando funcionalmente irrelevante para mí, ya que alguien que retrocediera en el tiempo crearía un camino divergente del que, una vez más, yo no formaría parte.

—Esa es una teoría, al menos —repuso ella—. Pero carece de importancia. Como dije, no hay ninguna máquina del tiempo. No en el sentido convencional.

—Entonces ¿las fotos son falsas? —pregunté—. Nada más comenzar, y ya me está usted aburriendo, Monica.

Ella deslizó otras tres fotografías más sobre la mesa.

—Shakespeare —dijo Tobias mientras yo las recogía una a una—. El Coloso de Rodas. Oh…, esa sí que está bien.

—¿Elvis? —pregunté.

—Aparentemente, el momento antes de su muerte —aclaró Tobias, señalando la foto del decadente icono pop sentado en su cuarto de baño, con la cabeza gacha.

J. C. hizo una mueca.

—Como si no hubiera nadie por ahí que se parezca a ese tipo.

—Son de una cámara —dijo Monica, inclinándose hacia delante— que saca fotos del pasado.

Hizo una pausa para crear expectación. J. C. bostezó.

—El problema de estas fotos —dije mientras las dejaba sobre la mesa— es que no pueden verificarse. Son instantáneas de cosas que no tienen ningún otro registro visual para probar su autenticidad, y por tanto no habría posibilidad de rebatir las pequeñas inexactitudes.

—He visto funcionar el artilugio —replicó Monica—. Se hizo una demostración en un entorno rigurosamente controlado. Nos hallábamos en una habitación estéril preparada para la ocasión, sacamos tarjetas, dibujamos en el dorso y las alzamos. Luego las quemamos. El inventor de la cámara entró en la sala e hizo fotos. Estas nos mostraron con toda precisión allí de pie, con las tarjetas y los dibujos reproducidos.

—Maravilloso —dije—. Ahora, si tuviera algún motivo para hacerlo, confiaría en su palabra.

—Puede poner a prueba el aparato usted mismo. Utilícelo para responder a cualquier pregunta de la historia que desee.

—Podríamos hacerlo si no lo hubieran robado —comentó Ivy.

—Podría hacerlo —repetí, confiando en el instinto de Ivy. Tenía madera para los interrogatorios, y a veces me soplaba cosas—. Pero han robado el aparato, ¿verdad?

Monica se reclinó en su asiento, con el ceño fruncido.

—No fue difícil de deducir, Steve —dijo Ivy—. Ella no estaría aquí si todo marchase a la perfección, y habría traído la cámara, para alardear, si quisiera de verdad hacer una demostración. Me inclinaría a pensar que está en algún tipo de laboratorio en alguna parte; demasiado valiosa para trasladarla. Pero en ese caso nos habría invitado a ir a su centro de poder, en vez de venir al nuestro.

»Está desesperada, a pesar de su aparente tranquilidad. ¿Ves cómo tamborilea con los dedos en el brazo del sillón? Fíjate además cómo intentó permanecer de pie al principio de la conversación, acechando como si quisiera demostrar su autoridad. Solo se sentó cuando se sintió incómoda por verte tan relajado.

Tobias asintió.

—«Nunca hagas de pie nada que puedas hacer sentado, ni nada sentado que puedas hacer acostado». Es un proverbio chino, que suele atribuirse a Confucio. Como es natural, no quedan textos originales de Confucio, así que casi todo lo que le atribuimos son conjeturas, en mayor o menor medida. Irónicamente, una de las cosas de las que sí estamos seguros es de que enseñó la Regla de Oro, y esa cita a menudo se le atribuye por error a Jesús de Nazaret, que expresó el mismo concepto de manera distinta…

Lo dejé hablar, y las inflexiones de su pausada voz me barrieron como olas. Lo que estaba diciendo no era importante.

—Sí —dijo Monica por fin—. Robaron el aparato. Y por eso estoy aquí.

—Entonces tenemos un problema —repliqué—. El único modo de demostrarme que esas fotos son auténticas sería disponer del aparato. Y no puedo disponer del aparato sin hacer antes el trabajo que quiere usted que haga… Lo que significa que podría llegar fácilmente al final de todo esto y descubrir que me ha estado engañando.

Dejó caer una fotografía más sobre la mesa. Una mujer con gafas de sol y gabardina, esperando en una estación de tren. Habían tomado la foto desde un lado mientras ella observaba un monitor en lo alto.

Sandra.

—Oh, oh —soltó J. C.

—¿De dónde ha sacado esto? —exigí poniéndome en pie.

—Ya le he dicho…

—¡Se acabaron los juegos! —Di un manotazo sobre la mesita—. ¿Dónde está ella? ¿Qué sabe usted?

Monica se echó hacia atrás, con los ojos muy abiertos. La gente no sabe tratar a los esquizofrénicos. Han leído historias, han visto películas. Les hacemos sentir miedo, aunque estadísticamente no es más probable que cometamos crímenes violentos que la gente corriente.

Por supuesto, varias personas que han escrito artículos sobre mí afirman que no soy esquizofrénico. La mitad piensa que me estoy inventando todo esto. La otra mitad piensa que tengo algo diferente, algo nuevo. Tenga lo que tenga, funcione como funcione mi cerebro, solo una persona pareció entenderme. Y era la persona de la fotografía que Monica acababa de dejar encima de la mesa.

Sandra. En cierto modo, ella había empezado todo esto.

—No fue difícil conseguir esa foto —dijo Monica—. Cuando usted concedía entrevistas, hablaba de ella. Obviamente, confiaba en que alguien leyera la entrevista y le diera información sobre ella. Tal vez esperaba que ella viera lo que tenía que decir, y volviera junto a usted…

Me obligué a sentarme de nuevo.

—Usted sabía que fue a la estación de tren —continuó Monica—. Y a qué hora. Lo que no sabía es qué tren tomó. Empezamos a sacar fotos hasta que la encontramos.

—Debía de haber una docena de mujeres en esa estación con pelo rubio y un físico parecido —dije.

Nadie sabía realmente quién era. Ni siquiera yo.

Monica extrajo un puñado de fotos, unas veinte. Todas de mujeres.

—Pensamos que una que llevara gafas de sol en interiores era la opción más probable, pero sacamos fotos de todas las mujeres que tenían más o menos la edad adecuada y se hallaban en la estación de tren ese día. Por si acaso.

Ivy apoyó una mano sobre mi hombro.

—Tranquilo, Stephen —dijo Tobias—. Un timón fuerte guía la nave incluso en la tormenta.

Tomé aire y resoplé.

—¿Puedo pegarle un tiro a esta mujer? —preguntó J. C.

Ivy puso los ojos en blanco.

—Recuérdame por qué dejamos que nos acompañe.

—Por mi buena planta —dijo J. C.

—Escucha —continuó diciéndome Ivy—. Monica ha debilitado su propia historia. Afirma que ha venido a verte solo porque robaron la cámara… Pero ¿cómo consiguió fotos de Sandra sin la cámara?

Asentí, despejando mi cabeza (con dificultad), y repetí eso mismo a Monica.

Ella sonrió astutamente.

—Lo teníamos en mente para otro proyecto. Pensamos que disponer de estas fotos sería… conveniente.

—¡Maldición! —exclamó Ivy, y se plantó justo delante de la cara de Monica, concentrándose en sus pupilas—. Creo que ahora puede estar diciendo la verdad.

Miré la fotografía. Sandra. Ya habían pasado casi diez años. Todavía dolía pensar en cómo me había dejado. Lo había hecho después de enseñarme cómo utilizar las habilidades de mi mente. Pasé los dedos por encima de la foto.

—Tenemos que hacerlo —dijo J. C.—. Tenemos que investigar esto, flacucho.

—Si hay una posibilidad… —asintió Tobias.

—Puede que la cámara la robara alguien de dentro —aventuró Ivy—. En trabajos como este suele ocurrir.

—Uno de los suyos se la llevó, ¿verdad? —pregunté.

—Sí —contestó Monica—. Pero no tenemos ni idea de adónde ha ido. Hemos gastado decenas de miles de dólares estos últimos cuatro días tratando de localizarlo. Yo siempre lo propuse a usted. Otras… facciones dentro de nuestra compañía estaban en contra de recurrir a alguien a quien consideran inestable.

—Lo haré —dije.

—Excelente. ¿Quiere que lo lleve a nuestro laboratorio?

—No. Lléveme a la casa del ladrón.

—El señor Balubal Razon —dijo Tobias, leyendo la hoja de datos mientras subíamos. Yo la había escaneado de camino en el coche, pero había estado demasiado sumido en mis pensamientos para prestarle mucha atención—. De etnia filipina, pero estadounidense de segunda generación. Doctor en física por la Universidad de Maine. Sin honores especiales. Vive solo.

Llegamos a la séptima planta del edificio de apartamentos. Monica resoplaba. Caminaba demasiado cerca de J. C., cosa que a él le hacía rezongar.

—Debería añadir —dijo Tobias, bajando la hoja— que Stan me informa de que la lluvia ha escampado antes de alcanzarnos. A partir de ahora solo tendremos tiempo soleado.

—Gracias a Dios —dije, volviéndome hacia la puerta, donde montaban guardia dos hombres con traje negro—. ¿Suyos? —le pregunté a Monica, señalándolos.

—Sí —respondió ella. Se había pasado todo el trayecto al teléfono con uno de sus superiores.

Monica sacó la llave del apartamento y la insertó en la cerradura. El lugar era un completo desastre. Cajas de comida china amontonadas en el alféizar de la ventana, como si fueran maceteros dispuestos para la cosecha del año que viene de la cadena de restaurantes del General Tso. Había libros apilados por todas partes, y las paredes estaban repletas de fotografías. No eran imágenes de viajes, solo las típicas que haría un pirado de la fotografía.

Tuvimos que entrar de lado para franquear la puerta y abrirnos paso entre las montañas de libros. Dentro apenas cabíamos todos.

—Espere fuera, por favor, Monica —dije—. Aquí estamos muy justos.

—¿Justos? —preguntó ella, frunciendo el ceño.

—Sigue usted caminando a través de J. C. —aclaré—. A él le molesta mucho. Odia que le recuerden que es una alucinación.

—No soy una alucinación —replicó J. C.—. Utilizo equipo de invisibilidad de última generación.

Monica me miró durante un instante, se acercó luego a la puerta y se detuvo entre los dos guardias; tenía las manos en las caderas mientras nos observaba.

—Muy bien, chicos —dije—. Adelante.

—Bonitos cerrojos —observó J. C., agitando una de las cadenas de la puerta—. Madera maciza, tres candados. A menos que me equivoque…

Señaló lo que parecía ser un buzón montado en la pared junto a la puerta.

Lo abrí. Había una pistola dentro, inmaculada.

—Ruger Bisley, convertida a calibre grande —dijo J. C. con un gruñido.

Abrí el tambor y saqué una de las balas.

—Munición Linebaugh del cincuenta —continuó—. Es un arma para un hombre que sabe lo que se hace.

—Pero la ha dejado aquí —intervino Ivy—. ¿Tenía demasiada prisa?

—No —respondió J. C.—. Era su arma para la puerta. Tenía una distinta para uso regular.

—Arma para la puerta —repitió Ivy—. ¿Estas cosas os ponen, de verdad?

—Necesitas algo con buena capacidad de penetración —dijo J. C.—, que pueda atravesar la madera cuando haya alguien intentando forzar tu puerta. Pero el retroceso de esta arma te lastimará la mano después de unos cuantos disparos. Debe de llevar consigo una de calibre más pequeño.

J. C. inspeccionó el arma.

—Pero nunca ha sido disparada. Hum… Existe la posibilidad de que alguien se la diera. Quizá acudió a un amigo, y le preguntó cómo podía protegerse… Un verdadero soldado conoce cada arma que posee por haberla disparado repetidas veces. Ningún revólver dispara a la perfección. Cada uno tiene su personalidad.

—Es un erudito —dijo Tobias, arrodillándose junto a las pilas de libros—. Historiador.

—Pareces sorprendido —señalé—. Tiene un doctorado. Cabe esperar que sea listo.

—Es doctor en ciencias físicas, Stephen —dijo Tobias—. Pero aquí hay algunos libros de historia y teología muy sesudos. Lectura profunda. Es difícil ver a un erudito muy versado en más de un tema. No me extraña que lleve una vida solitaria.

—Rosarios —intervino Ivy; recogió uno de encima de una montaña de libros y lo examinó—. Gastado, usado con frecuencia. Abre uno de esos libros.

Tomé uno del suelo.

—No, ese. El espejismo de Dios.

—¿Richard Dawkins? —pregunté mientras lo hojeaba.

—Un ateo reconocido —dijo Ivy, mirando por encima de mi hombro—. Está anotado con contrarréplicas.

—Un católico devoto en un mar de científicos profanos —dijo Tobias—. Sí… muchas de estas obras son religiosas o tienen connotaciones religiosas. Tomás de Aquino, Daniel W. Hardy, Francis Schaeffer, Pietro Alagona…

—Aquí está su tarjeta de identificación del trabajo —indicó Ivy, señalando algo que colgaba de la pared. Ponía, en letras grandes: LABORATORIOS AZARI. La compañía de Monica.

—Avisa a Monica —dijo Ivy—. Repite lo que te diga.

—Eh, Monica —la llamé.

—¿Puedo entrar ya?

—Depende —respondí, repitiendo las palabras que me susurraba Ivy—. ¿Va a decirme la verdad?

—¿Sobre qué?

—Sobre Razon inventando la cámara por su cuenta y llevándosela de Azari solo después de tener un prototipo en funcionamiento.

Monica me miró entornando los ojos.

—La tarjeta de identificación es demasiado nueva —proseguí—. No está gastada ni rayada por el uso o por haberla tenido metida en el bolsillo. Su foto de carnet no debe de tener más de dos meses, a juzgar por la barba incipiente que se está dejando en esta y que sin embargo no vemos en la fotografía de la repisa donde él aparece en Mount Vernon.

»Es más, este no es el apartamento de un ingeniero bien pagado. ¿Con un ascensor averiado? ¿En el barrio nordeste de la ciudad? No solo es una zona fea, sino que está demasiado lejos de sus oficinas. Él no robó su cámara, Monica… aunque me inclino a pensar que ustedes intentan robársela a él. ¿Por eso huyó?

—No vino a nosotros con ningún prototipo —respondió Monica—. No que funcionara, al menos. Trajo una foto, la de Washington, y un montón de promesas. Necesitaba dinero para lograr una máquina operativa y estable. Al parecer, la que había creado funcionó durante unos cuantos días, y luego dejó de hacerlo.

»Le suministramos fondos durante dieciocho meses con un pase de acceso restringido a los laboratorios. Recibió una identificación oficial cuando por fin consiguió que la maldita cámara funcionara. Y entonces nos la robó. El contrato que firmó estipulaba que todo el equipo debía permanecer en nuestros laboratorios. Nos utilizó a conveniencia como fuente de financiación, y luego se largó en cuanto se hizo con el premio… borrando todos sus datos y destruyendo los demás prototipos.

—¿Es eso verdad? —le pregunté a Ivy.

—No puedo decirlo. Lo siento. Si pudiera oír un latido… Tal vez podrías acercar la cabeza a su pecho.

—Estoy seguro de que a ella le encantaría —dije.

J. C. sonrió.

—A mí me encantaría, desde luego.

—Oh, por favor —protestó Ivy—. Solo tienes que mirar dentro de su chaqueta y averiguar qué tipo de arma lleva.

—Beretta M9 —dijo J. C.—. Ya lo he comprobado.

Ivy me dirigió una mirada de reproche.

—¿Qué? —dije, tratando de hacerme el inocente—. Es él quien lo ha dicho.

—Flacucho —intervino J. C.—, la M9 es aburrida, pero efectiva. La forma como se comporta indica que sabe manejar un arma. ¿Todos esos jadeos cuando subíamos la escalera? Fingidos. Está en forma. Intenta hacernos creer que es una especie de directora o burócrata de los laboratorios, pero obviamente se dedica al área de seguridad.

—Gracias —le dije.

—Es usted un hombre muy extraño —repuso Monica.

Me concentré en ella. Monica, naturalmente, solo escuchaba mis partes de la conversación.

—Creí que había leído mis entrevistas.

—Así es. No le hacen justicia. Lo imaginaba como una especie de brillante tramoyista entrando y saliendo de distintas personalidades.

—Eso es un trastorno de identidad disociativo —le dije—. Es diferente.

—¡Muy bien! —intervino Ivy.

Ella me había estado instruyendo sobre trastornos psicológicos.

—Da igual —continuó Monica—. Supongo que tan solo estoy sorprendida al descubrir lo que es realmente.

—¿Y qué soy?

—Un intermediario —respondió con aspecto preocupado—. De cualquier manera, la cuestión sigue estando en pie. ¿Dónde está Razon?

—Depende —dije—. ¿Necesita estar en algún lugar concreto para usar la cámara? Quiero decir, ¿tuvo que ir a Mount Vernon para sacar una fotografía de ese lugar en el pasado, o puede de algún modo programar la cámara para que tome fotos allí?

—Tiene que ir al lugar —respondió Monica—. La cámara retrocede en el tiempo exactamente en el sitio donde uno está.

Había problemas con eso, pero los dejé correr por el momento. Razon. ¿Adónde habrá ido? Observé a J. C., que se encogió de hombros.

—¿Lo miras primero a él? —dijo Ivy con tono neutro—. Anda que…

La miré entonces a ella, y se ruborizó.

—Yo… En realidad tampoco tengo nada.

A J. C. le entró la risa.

Tobias se levantó, lento y pesado, como una lejana formación de nubes que se alza en el cielo.

—Jerusalén —dijo en voz baja, apoyando sus dedos en un libro—. Ha ido a Jerusalén.

Todos lo miramos. Bueno, todos los que podíamos.

—¿Dónde si no iría un creyente, Stephen? —preguntó Tobias—. ¿Después de años de discusiones con sus colegas, años de que lo considerasen un necio por su fe? No ha sido otra cosa todo este tiempo, por eso desarrolló la cámara. Ha ido a encontrar la respuesta a una pregunta. Para nosotros, para sí mismo. Una pregunta que lleva formulándose desde hace dos mil años.

»Ha ido a sacar una foto de Jesús de Nazaret, llamado Cristo por sus seguidores, después de su resurrección.

Pedí cinco asientos en primera clase. Esto no les hizo gracia a los jefes de Monica, muchos de los cuales no sentían ningún aprecio hacia mí. Conocí a uno en el aeropuerto, un tal señor Davenport. Olía a humo de pipa, e Ivy criticó su mal gusto con el calzado. Me lo pensé mejor y no le pregunté si podíamos usar el jet de la empresa.

Ahora estábamos sentados en la cabina de primera clase del avión. Yo hojeaba perezosamente un grueso libro en la bandeja plegable de mi asiento. Detrás de mí, J. C. alardeaba ante Tobias del arma que había conseguido burlar a los de seguridad.

Ivy dormitaba junto a la ventanilla, con un asiento vacío al lado. Monica estaba sentada junto a mí, contemplando el espacio desocupado.

—Entonces ¿Ivy está junto a la ventanilla?

—Sí —contesté, pasando una página.

—Tobias y el marine están detrás de nosotros.

—J. C. es SEAL de la Marina. Sería capaz de pegarle un tiro por cometer ese error.

—¿Y el otro asiento? —preguntó ella.

—Vacío —aclaré, pasando otra página.

Ella esperó una explicación. No ofrecí ninguna.

—Así pues, ¿qué van a hacer con esa cámara? —pregunté—. Dando por hecho que es real, cosa de la que no estoy convencido todavía.

—Hay cientos de aplicaciones —dijo Monica—. Para hacer cumplir la ley… Espionaje… Crear una versión auténtica de los acontecimientos históricos… Ver la formación original del planeta para investigaciones científicas…

—Destruir antiguas religiones…

Ella me miró enarcando una ceja.

—Entonces ¿es usted un hombre religioso, señor Leeds?

—Parte de mí lo es.

Era la pura verdad.

—Bueno —dijo ella—. Asumamos que el cristianismo es una farsa. O tal vez un movimiento iniciado por gente bienintencionada pero que ha crecido más allá de todo control. ¿No sería bueno descubrirlo?

—No es una discusión para la que yo esté preparado —repliqué—. Necesita a Tobias. El filósofo es él. Como es natural, creo que ahora está dormido.

—En realidad, Stephen —intervino Tobias, asomándose entre nuestros dos asientos—, siento bastante curiosidad respecto a esta conversación. Stan está supervisando nuestro vuelo, por cierto. Dice que tal vez tengamos un tiempo movidito más adelante.

—Está usted mirando algo —dijo Monica.

—Estoy mirando a Tobias —respondí—. Quiere seguir hablando del tema.

—¿Puedo hablar con él?

—Supongo que puede, a través de mí. Pero se lo advierto: no le haga caso a nada de lo que diga de Stan.

—¿Quién es Stan? —preguntó Monica.

—Un astronauta al que Tobias escucha; se supone que está orbitando el planeta en un satélite. —Pasé una página—. Stan es prácticamente inofensivo. Nos proporciona previsiones meteorológicas, ese tipo de cosas.

—Yo… comprendo —dijo ella—. ¿Stan es otro de sus amigos especiales?

Me eché a reír.

—No. Stan no es real.

—Creí que había dicho que ninguno de ellos lo era.

—Bueno, sí. Son alucinaciones mías. Pero Stan es algo especial. Solo Tobias lo oye. Tobias es esquizofrénico.

Ella parpadeó sorprendida.

—Su alucinación…

—¿Sí?

—Su alucinación tiene alucinaciones.

—Sí.

Ella se recostó en su asiento, con aspecto preocupado.

—Todos tienen sus cosillas —dije—. Ivy es tripofóbica, aunque casi siempre lo mantiene bajo control. Pero no la moleste. Armando es megalómano. Adoline sufre trastorno obsesivo-compulsivo.

—Por favor, Stephen —dijo Tobias—. Hazle saber que considero que Razon es un hombre muy valiente.

Repetí las palabras.

—¿Y eso por qué? —preguntó Monica.

—Ser a la vez científico y religioso supone crear una tregua incómoda en la mente de un hombre —respondió Tobias—. El sentido de la ciencia es aceptar solamente la verdad que puede ser demostrada. El sentido de la fe es definir que la verdad, en su núcleo, es indemostrable. Razon es un hombre valiente por lo que está haciendo. No importa lo que descubra; una de las dos cosas que tiene en tanta estima acabará patas arriba.

—Podría ser un fanático —sugirió Monica—. Avanzar ciegamente hacia delante, tratando de encontrar una validación final de que siempre ha tenido razón.

—Tal vez —dijo Tobias—. Pero el verdadero fanático no necesitaría validación ninguna. El Señor proveería su validación. No, yo veo algo más aquí. Un hombre que busca mezclar ciencia y fe; la primera persona, quizá en la historia de la humanidad, que ha hallado un modo de aplicar la ciencia a las verdades definitivas de la religión. Me parece muy noble.

Tobias se puso cómodo. Yo pasé las últimas páginas del libro mientras Monica permanecía sentada, sumida en sus pensamientos. Cuando terminé, metí el libro en el bolsillo del asiento que tenía delante.

Alguien descorrió las cortinas y pasó a primera clase desde la clase turista.

—¡Hola! —saludó una amistosa voz femenina mientras recorría el pasillo—. No he podido dejar de ver que tenían aquí un asiento libre, y pensé que quizá me permitirían sentarme.

La recién llegada era una veinteañera atractiva de cara redonda. Tenía piel india bronceada y un punto rojo oscuro en la frente. Llevaba ropas de complicado diseño, de color rojo y dorado, con una especie de chal indio sobre un hombro que la envolvía. No sé cómo se llaman.

—¿Qué es esto? —preguntó J. C.—. Eh, Ahmed. No irás a volar el avión, ¿verdad?

—Me llamo Kalyani —dijo ella—. Y, desde luego, no voy a volar nada.

—Oh —exclamó J. C.—. Qué decepción.

Luego se echó hacia atrás y cerró los ojos, o lo fingió. No dejó de mirar a Kalyani a través de un ojo entreabierto.

—¿Por qué nos lo traemos a todas partes? —preguntó Ivy, estirándose y despertando de su siesta.

—Su cabeza sigue moviéndose de un lado a otro —comentó Monica—. Siento que me estoy perdiendo conversaciones enteras.

—Así es —dije—. Monica, le presento a Kalyani. Un nuevo aspecto, y el motivo por el que necesitábamos ese asiento vacío.

Kalyani extendió la mano hacia Monica, con una amplia sonrisa en su rostro.

—No puede verte, Kalyani —le recordé.

—¡Oh, es verdad! —Kalyani se llevó las dos manos a la cara—. Lo siento, señor Steve. Soy nueva en esto.

—No pasa nada. Monica, Kalyani será nuestra intérprete en Israel.

—Soy lingüista —aclaró Kalyani, inclinando la cabeza.

—Intérprete… —dijo Monica mientras echaba un vistazo al libro que había dejado en el bolsillo del asiento delantero. Un manual de sintaxis, gramática y vocabulario hebreo—. Estaba usted aprendiendo hebreo.

—No —respondí—. He hojeado las páginas lo suficiente para invocar a un aspecto que lo habla. Soy inútil para los idiomas.

Bostecé, preguntándome si habría tiempo de vuelo suficiente para que Kalyani también captara el árabe.

—Demuéstrelo —dijo Monica.

Enarqué una ceja.

—Necesito verlo —insistió ella—. Por favor.

Con un suspiro, me volví hacia Kalyani.

—¿Cómo se dice: «Me gustaría practicar mis conocimientos de hebreo. Háblame en tu idioma»?

—Hum… «Me gustaría practicar mis conocimientos de hebreo» suena un poco raro en esa lengua. Tal vez: «Me gustaría mejorar mi hebreo».

—Claro.

Ani rotzeh leshapher et ha’ivrit sheli —dijo Kalyani.

—Maldita sea, menuda parrafada —dije yo.

—¡Ese lenguaje! —exclamó Ivy.

—No es tan difícil, señor Steve. Venga, inténtelo. Ani rotzeh leshapher et ha’ivrit sheli.

Ane rote zeele shaper hap… er hav… —dije yo.

—Oh, cielos —se lamentó Kalyani—. Es… es horrible. Tal vez será mejor que le vaya diciendo las palabras una a una.

—Me parece bien —repuse, y llamé a una de las azafatas, la que nos había informado en hebreo sobre las medidas de seguridad antes de despegar.

Ella nos sonrió.

—¿Sí?

—Eh… —balbuceé.

Ani —dijo Kalyani pacientemente.

Ani —repetí.

Rotzeh.

Rotzeh

Tardé un poco en acostumbrarme, pero lo logré. La azafata incluso me felicitó. Por fortuna, traducir sus palabras al inglés fue mucho más sencillo: Kalyani me hizo de traductora simultánea.

—Oh, su acento es horrible, señor Steve —dijo Kalyani mientras la azafata se marchaba—. Me siento muy avergonzada.

—Trabajaremos en ello —contesté—. Gracias.

Kalyani me sonrió y me dio un abrazo; luego trató de darle otro a Monica, que no se dio cuenta. Por fin, la india se sentó junto a Ivy, y las dos empezaron a charlar amistosamente, lo cual resultó un alivio. Siempre me hace la vida más fácil que mis alucinaciones se lleven bien.

—Usted ya hablaba hebreo —me reprendió Monica—. Lo sabía antes de que subiéramos al avión, y se ha pasado las últimas horas refrescándolo.

—Créalo así si quiere.

—Pero no es posible —continuó ella—. Nadie puede aprender un idioma completamente nuevo en cuestión de horas.

No me molesté en corregirla y decirle que no lo había aprendido. Si lo hubiera hecho, mi acento no habría sido tan horrible, y Kalyani no habría necesitado guiarme palabra por palabra.

—Estamos en un avión persiguiendo una cámara que saca fotos del pasado —repliqué—. ¿Por qué es más difícil creer que acabo de aprender hebreo?

—Vale, de acuerdo. Fingiremos que lo ha hecho. Pero si es capaz de aprender tan rápido, ¿por qué no conoce todos los idiomas, todos los temas, todo de todo, a estas alturas?

—No hay suficientes habitaciones en mi casa para eso —dije—. La verdad, Monica, es que no quiero nada de esto. Con gusto me libraría de ello, para poder vivir una vida más sencilla. A veces pienso que todas estas alucinaciones me volverán loco.

—Entonces… ¿no está loco ya?

—Cielos, no —exclamé. La miré—. Usted no acaba de aceptarlo.

—Señor Leeds, ve gente que no está ahí. Es difícil ignorar ese hecho.

—Y sin embargo llevo una buena vida —dije—. Dígame una cosa. ¿Por qué me considera loco, y en cambio al hombre que no puede conservar un trabajo, que engaña a su esposa, que no es capaz de controlar su temperamento… a ese lo llama cuerdo?

—Bueno, quizá no totalmente…

—Hay un montón de personas «cuerdas» que no son capaces de tenerlo todo bajo control. Su estado mental (estrés, ansiedad, frustración) se interpone en su capacidad para ser feliz. Comparado con ellos, creo que soy absolutamente estable. Aunque admito que estaría bien que me dejaran en paz. No quiero ser alguien especial.

—Y de ahí viene todo esto, ¿no? —preguntó Monica—. ¿Las alucinaciones?

—Vaya, ¿ahora es psicóloga? ¿Leyó un libro sobre mí mientras volamos? ¿Dónde está su nuevo aspecto, para que pueda estrecharle la mano?

Monica no picó el anzuelo.

—Usted crea esos delirios para poder endilgarles las cosas. Su brillantez, que considera una carga. Su responsabilidad… Tienen que arrastrarle y obligarle a ayudar a la gente. Esto le permite fingir, señor Leeds. Fingir que es usted normal. Pero ese es el verdadero delirio.

De pronto deseé que el vuelo acelerara y terminara de una vez.

—Nunca había escuchado esa teoría antes —dijo Tobias en voz baja desde atrás—. Tal vez tenga algo de razón, Stephen. Deberíamos mencionárselo a Ivy…

—¡No! —exclamé, volviéndome hacia él—. Ya ha hurgado bastante en mi mente.

Me giré. Monica tenía de nuevo esa expresión en los ojos, la expresión de una persona «cuerda» cuando trata conmigo. Es la expresión de alguien obligado a manejar dinamita inestable mientras lleva puestos unos guantes de horno. Esa expresión… duele mucho más que la enfermedad en sí.

—Dígame una cosa —dije para cambiar de tema—. ¿Cómo permitieron que Razon se escapara con la cámara?

—No es que no tomáramos precauciones —respondió Monica con tono seco—. La cámara estaba guardada a buen recaudo, pero no podíamos mantenerla completamente fuera del alcance del hombre al que le estábamos pagando para que la construyera.

—Hay algo más en todo esto —dije—. No es por ofender, Monica, pero es usted una de esas agentes sibilinas tipo corporativo. Ivy y J. C. descubrieron hace siglos que no es usted ingeniero. O bien es una ejecutiva retorcida que tiene por cometido manejar elementos indeseables, o bien una retorcida jefa de seguridad con esa misma tarea.

—¿Qué parte de lo que ha dicho no debería ofenderme? —preguntó ella fríamente.

—¿Cómo tuvo Razon acceso a todos los prototipos? —continué—. Sin duda copiaron ustedes el diseño sin que él lo supiera. Sin duda proporcionaron versiones de la cámara a laboratorios satélite, para que pudieran desmontarla y aprender a ensamblarla de nuevo. Me cuesta un poco creer que Razon encontró y destruyó todas esas versiones.

Ella tamborileó sobre el brazo del asiento durante unos minutos.

—Ninguna funciona —admitió por fin.

—¿Hicieron una copia exacta de los diseños?

—Sí, pero no conseguimos nada. Le preguntamos a Razon, y nos dijo que seguía habiendo errores de sistema por resolver. Siempre tenía una excusa, y después de todo, sí era verdad que tenía problemas con sus propios prototipos. Es un campo de la ciencia que nadie ha explorado antes. Somos los pioneros. Es normal que haya errores.

—Todo eso es cierto —dije—. Pero usted no cree que se deba a ello.

—Razon le hizo algo a esas cámaras —reconoció ella—. Algo para que dejaran de funcionar cuando él no estuviera delante. Podía poner en funcionamiento cualquier prototipo, con tiempo suficiente para manipularlo. Si le dábamos el cambiazo a una de nuestras copias durante la noche, él podía hacerlas funcionar. Luego la volvíamos a cambiar, y a nosotros ya no nos iba bien.

—¿Podían usar las cámaras otras personas en su presencia?

Ella asintió.

—Incluso podían utilizarlas durante un rato cuando él no estaba presente. Las cámaras dejaban siempre de funcionar después de un tiempo, y entonces teníamos que llevárselas para que las arreglara. Debe comprenderlo, señor Leeds. Solo dispusimos de unos cuantos meses en los que las cámaras funcionaron. Durante la mayor parte del tiempo que trabajó en Azari, la mayoría lo consideraban un charlatán.

—Pero usted no, supongo.

Guardó silencio.

—Sin él, sin esa cámara, su carrera no es nada —dije yo—. Usted le financió. Usted le defendió. Y entonces, cuando por fin empezó a funcionar…

—Me traicionó —susurró ella.

La expresión de sus ojos distaba de ser agradable. Se me ocurrió que si encontrábamos al señor Razon, tal vez debería dejar que J. C. se encargara de él primero. J. C. probablemente querría pegarle un tiro, pero Monica quería hacerlo pedazos.