Día setenta y seis
«Tengo que hacerlo —pensó Shai mientras el sellador de sangre le cortaba en el brazo—. Hoy. Podría irme hoy».
Oculta en la otra manga llevaba una tira de papel hecha a imitación de las que el sellador de sangre traía a menudo consigo las mañanas que llegaba temprano.
Hacía dos días que había visto un poco de cera en una de ellas. Eran cartas. Entonces se dio cuenta. Se había equivocado con ese hombre todo el tiempo.
—¿Buenas noticias? —le preguntó mientras él untaba su sello con su sangre.
El hombre de labios blancos le dirigió una mirada despectiva.
—De casa —dijo Shai—. De la mujer a la que escribes, allá en Dzhamar. ¿Te envió una carta hoy? El correo llega por las mañanas a palacio. Llaman a tu puerta, te entregan una carta…
«Y eso te despierta —añadió ella mentalmente—. Por ese motivo vienes puntual esos días».
—Debes de echarla mucho de menos si no puedes soportar dejar su carta en tu habitación.
El hombre bajó el brazo y agarró a Shai por la blusa.
—Déjala en paz, bruja —susurró—. Tú… ¡Déjala en paz! ¡Nada de trucos ni magia!
Era más joven de lo que ella había supuesto. Ese era un error común con los dzhamarianos. Sus cabellos canos y su piel blanca los hacían parecer sin edad definida para los forasteros. Shai tendría que haberlo sabido. Era poco más que un muchacho.
Frunció los labios.
—¿Hablas de mis trucos y de mi magia mientras sostienes un sello manchado con mi sangre? Tú eres quien amenaza con enviar esqueletos para perseguirme, amigo. Todo lo que yo puedo hacer es pulir una mesa de vez en cuando.
—Solo… solo… ¡Ah!
El joven alzó las manos, luego selló la puerta.
Los guardias observaban con indiferente diversión y desaprobación. Las palabras de Shai eran un calculado recordatorio de que era inofensiva, mientras que el sellador de sangre era en verdad el antinatural. Los guardias habían pasado casi tres meses viéndola comportarse como una erudita amable; en cambio, ese hombre le extraía la sangre y la usaba para arcanos horrores.
«Tengo que dejar caer el papel», pensó Shai, y se bajó la manga para que su papel falsificado cayera cuando los guardias se volvieran. Eso pondría en marcha su plan, su huida…
«La falsificación real no ha terminado todavía. El alma del emperador».
Pero vaciló. Tontamente, vaciló.
La puerta se cerró.
Y la oportunidad pasó.
Aturdida, Shai se dirigió a su cama y se sentó en el borde, con la carta falsificada todavía oculta en su manga. ¿Por qué había vacilado? ¿Tan débiles eran sus instintos de autopreservación?
«Puedo esperar un poco más —se dijo—. Hasta que esté terminada la Marca de Esencia de Ashravan».
Llevaba días diciéndoselo. Semanas, en realidad. Cada día que se iba acercando a la fecha límite era otra oportunidad para que Frava actuara. La mujer regresaba con otros pretextos para llevarse las notas de Shai y hacerlas analizar. En poco tiempo las notas llegarían al punto en que el otro falsificador no tendría que esforzarse mucho para terminar la obra de Shai.
Eso al menos pensaría él. Cuanto más progresaba Shai, más cuenta se daba de lo imposible que era ese proyecto. Y mayor era su ansia de hacerlo funcionar de todas formas.
Sacó su libro sobre la vida del emperador y pronto se encontró repasando sus años de juventud. La idea de que Ashravan no volviera a vivir, de que toda la obra de Shai fuera una simple distracción mientras intentaba escapar… Esos pensamientos eran físicamente dolorosos.
«Noches —pensó Shai—. Le has cogido cariño. ¡Empiezas a verlo como lo ve Gaotona!» No debería de sentirse así. Nunca lo había llegado a conocer. Además, era una persona despreciable.
Pero no lo había sido siempre. No, lo cierto es que nunca había sido verdaderamente despreciable. Era mucho más complejo que eso. Todas las personas lo eran. Ella podía comprenderlo, podía ver…
—¡Noches! —exclamó, levantándose y apartando el libro. Necesitaba despejar su mente.
Cuando Gaotona llegó a la habitación seis horas más tarde, Shai estaba apretando un sello contra la pared del fondo. El anciano abrió la puerta y entró; luego se detuvo cuando la pared se inundó de color.
Del sello de Shai brotaban espirales de enredaderas como chorros de pintura. Verde, escarlata, ámbar. La pintura crecía como algo vivo, brotaban hojas de las ramas, racimos de frutas explotaban en suculentos estallidos. Los dibujos se hacían más y más densos, ribetes dorados que surgían de la nada y corrían como arroyos, orlas de hojas, todo ello reflejando la luz.
El mural se amplió, cada centímetro imbuido de una ilusión de movimiento. Enredaderas curvadas, espinas inesperadas asomando detrás de las ramas. Gaotona dejó escapar un suspiro de asombro y se detuvo junto a Shai. Detrás, Zu entró en la habitación, y los otros dos guardias se marcharon y cerraron la puerta.
Gaotona extendió la mano y palpó la pared, pero, naturalmente, la pintura estaba seca. Por lo que la pared sabía, la habían pintado así hacía años. Gaotona se arrodilló y contempló los dos sellos que Shai había puesto en la base de la pintura. Solo el tercero, colocado encima, había disparado la transformación; los primeros sellos eran notas de cómo iba a ser creada la imagen. Guías, una revisión de la historia, instrucciones.
—¿Cómo? —preguntó Gaotona.
—Uno de los arietes escoltó a Atsuko de Jindo durante su visita al Palacio Rosa —respondió Shai—. Atsuko se puso enfermo, y tuvo que quedarse en su dormitorio tres semanas. Estaba solo un piso más arriba.
—¿Y tu falsificación lo pone, en cambio, en esta habitación?
—Sí. Eso fue antes de los daños causados por el agua que se filtró por el techo el año pasado, así que es plausible que lo hubieran alojado aquí. La pared recuerda a Atsuko pasando días demasiado débil para marcharse, pero con fuerzas para pintar. Un poco cada día, un dibujo creciente de enredaderas, hojas y bayas. Para pasar el tiempo.
—Esto no debería prender —dijo Gaotona—. Esta falsificación es tenue. Has cambiado demasiado.
—No —respondió Shai—. Está en la línea… esa línea donde se encuentra la mayor belleza.
Guardó el sello. Apenas recordaba las seis últimas horas. Había permanecido absorta en el frenesí de la creación.
—Con todo… —dijo Gaotona.
—Prenderá. Si fueras la pared, ¿qué preferirías ser? ¿Deprimente y aburrida, o un estallido de pintura?
—¡Las paredes no pueden pensar!
—Eso no impide que les preocupe.
Gaotona sacudió la cabeza, murmurando sobre las supersticiones.
—¿Cuánto tiempo?
—¿Para crear este sello de alma? He estado grabando aquí y allá desde hace un mes o así. Era lo último que quería hacer por la habitación.
—El artista era de Jindo —dijo él—. Tal vez, como eres del mismo pueblo… ¡Pero no! Eso es pensar como tu superstición.
Gaotona movió la cabeza a un lado y a otro, tratando de dilucidar por qué había prendido esa pintura, aunque Shai siempre había tenido claro que funcionaría.
—Los jindoeses y mi pueblo no son lo mismo, por cierto —dijo Shai, irritada—. Puede que estuviéramos relacionados hace mucho tiempo, pero ahora somos completamente distintos de ellos.
Grandes… Solo porque la gente tuviera rasgos similares, los grandes ya asumían que eran prácticamente idénticos.
Gaotona contempló la habitación y sus hermosos muebles, que habían sido tallados y pulidos. El suelo de mármol con incrustaciones de plata, la chisporroteante chimenea y la pequeña lámpara. Una elegante alfombra (antes fue una colcha con agujeros) cubría la superficie. La vidriera de la ventana destellaba en la pared derecha, iluminando el precioso mural.
Lo único que conservaba su forma original era la puerta, gruesa pero común y corriente. Shai no podría falsificarla, no con aquel sello de sangre.
—¿Eres consciente de que ahora tienes el aposento más exquisito del palacio? —dijo Gaotona.
—No lo creo —respondió Shai, arrugando la nariz—. Sin duda que los aposentos del emperador son los más bellos.
—Más grandes, sí. Más bellos, no.
Gaotona se arrodilló junto a la pintura y examinó los sellos de la parte inferior.
—Has incluido explicaciones detalladas sobre cómo fue pintado esto.
—Para crear una falsificación realista, hay que tener la habilidad técnica que estás imitando, al menos hasta cierto grado.
—Entonces, podrías haber pintado esta pared tú misma.
—No tengo las pinturas.
—Pero podrías haberlo hecho. Podrías haberlas pedido. Yo te las habría proporcionado. En cambio, creaste una falsificación.
—Es lo que soy —dijo Shai, molesta de nuevo con él.
—Es lo que decides ser. Si una pared puede desear ser un mural, Wan ShaiLu, entonces tú podrías desear convertirte en una gran pintora.
Ella soltó de golpe el sello sobre la mesa, luego inspiró varias veces.
—Tienes temperamento —dijo Gaotona—. Como él. De hecho, sé exactamente cómo te sientes ahora, porque me lo has demostrado en varias ocasiones. Me pregunto si esta… cosa que haces podría ser una herramienta para ayudar a desarrollar sensibilidad en la gente. Inscribe tus emociones en un sello, luego deja que los otros sientan cómo es ser tú…
—Suena magnífico —aseveró Shai—. Si tan solo falsificar almas no fuera una ofensa tan horrible a la naturaleza.
—Así es.
—Si puedes leer esos sellos, es que te has vuelto muy bueno —dijo Shai, que había cambiado deliberadamente de tema—. Casi diría que me has estado engañando.
—La verdad…
Shai alzó la cabeza, olvidando su furia, ahora que había pasado el arrebato inicial. ¿Qué era eso?
Gaotona rebuscó avergonzado en el profundo bolsillo de su túnica y sacó una caja de madera. La caja donde ella guardaba sus tesoros, las cinco Marcas de Esencia. Esas revisiones de su alma podían cambiarla, en tiempos de necesidad, para convertirla en alguien que podría haber sido.
Shai dio un paso adelante, pero cuando Gaotona abrió la caja, descubrió que los sellos no estaban dentro.
—Lo siento —dijo el anciano—. Pero creo que dártelos sería un poco… estúpido por mi parte. Al parecer, cualquiera de ellos podría haberte liberado de tu cautiverio en un momento.
—En realidad, solo dos podían conseguirlo —repuso Shai con amargura, crispando las manos.
Esos sellos de alma representaban más de ocho años del trabajo de su vida. El primero de ellos lo había empezado el día que terminó su aprendizaje.
—Hum, sí —dijo Gaotona. Dentro de la cajita había placas de metal inscritas con los sellos más pequeños que componían los planos de las revisiones de su alma—. Este, ¿no? —Alzó una de las placas—. Shaizan. Que traducido significa… ¿Shai del Puño? ¿Este haría de ti un guerrero, si te sellaras a ti misma?
—Sí —respondió Shai.
Así que él había estado estudiando sus Marcas de Esencia, por eso era tan bueno leyendo sus sellos.
—Apenas entiendo una décima parte de lo que hay inscrito aquí —confesó Gaotona—. Lo que encuentro es impresionante. Desde luego, han debido de llevarte años de trabajo.
—Son… valiosos para mí —admitió Shai, que se obligó a sentarse ante su mesa y a no fijarse en las placas.
Si pudiera escapar con ellas, podría crear un nuevo sello fácilmente. Seguiría tardando semanas, pero la mayor parte de su trabajo no se perdería. Si en cambio destruyeran esas placas…
Gaotona se sentó en su silla de costumbre, examinando abstraído las placas. De otra persona, ella habría sentido una amenaza implícita. «Mira lo que tengo en las manos; mira lo que podría hacerte». De Gaotona, sin embargo, no. Sentía auténtica curiosidad.
¿O no? Como solía ocurrirle, Shai no podía reprimir sus instintos. Por buena que fuese, siempre podía haber alguien mejor. Como le había advertido el tío Won. ¿Acaso Gaotona la había tenido engañada todo el tiempo? Sentía con todas sus fuerzas que debería confiar en su valoración del anciano. Pero si estaba equivocada, podría ser un desastre.
«Podría serlo de todas formas —pensó—. Tendrías que haber escapado hace días».
—Entiendo lo de convertirte en soldado —dijo Gaotona, colocando a un lado la placa—. Y esta también. Hombre de los bosques y experto en supervivencia. Parece extremadamente versátil. Impresionante. Y aquí tenemos un sabio. Pero ¿por qué? Ya lo eres.
—Ninguna mujer puede saberlo todo —explicó Shai—. El tiempo de estudio es limitado. Cuando me sello a mí misma con la Marca de Esencia, de pronto puedo hablar una docena de idiomas, desde Fen a Mulla’dil… e incluso unos pocos idiomas de Sycla. Conozco docenas de culturas distintas y sé desenvolverme en ellas. Entiendo de ciencias, de matemáticas, y de las principales facciones políticas del mundo.
—Ah —dijo Gaotona.
«Dámelas», pensó ella.
—Pero ¿y esta? —preguntó Gaotona—. ¿Mendiga? ¿Por qué querrías estar demacrada? Y… por lo que veo, casi todo tu pelo se caería, tu piel se llenaría de cicatrices.
—Permite cambiar mi aspecto —reveló Shai—. Drásticamente. Es útil.
No mencionó que con esa apariencia conocía las calles y cómo se sobrevivía en los bajos fondos de cualquier ciudad. Sus habilidades como ratera no eran despreciables cuando no llevaba ese sello, pero con él puesto, Shai era incomparable.
Con su ayuda, probablemente conseguiría salir por la diminuta ventana (esa marca reescribía su pasado para darle años de experiencia como contorsionista) y bajar las cinco plantas hasta la libertad.
—Tendría que haberme dado cuenta —dijo Gaotona. Alzó la última placa—. Nos queda esta, la más enigmática de todas.
Shai no dijo nada.
—Cocina —prosiguió el anciano—. Trabajo de granja, costura. Otro alias, supongo. ¿Para imitar a una persona más simple?
—Sí.
Gaotona asintió, bajando la placa.
«Sinceridad. Tiene que ver mi sinceridad. No puede falsificarse».
—No —dijo Shai, suspirando.
Él la miró.
—Es… mi escapatoria —confesó ella—. Nunca la utilizaré. Está ahí, siempre que quiera.
—¿Tu escapatoria?
—Si la empleo alguna vez, escribiré encima de mis años como falsificadora. Todo. Olvidaré cómo hacer el más sencillo de los sellos; olvidaré incluso que fui aprendiz de falsificadora. Me convertiré en alguien normal.
—¿Y quieres eso?
—No.
Una pausa.
—Sí. Tal vez. Una parte de mí lo quiere.
Sinceridad. Era tan difícil. A veces era el único camino.
En ocasiones, ella soñaba con esa vida sencilla. De esa manera morbosa en que alguien que está de pie al borde de un precipicio se pregunta cómo sería saltar. La tentación está ahí, aunque sea ridícula.
Una vida normal. Sin esconderse, sin mentir. A Shai le encantaba lo que hacía. Le encantaba la emoción, los logros, la maravilla. Pero a veces… atrapada en una celda o corriendo para salvar su vida… a veces soñaba con otra cosa.
—¿Tus tíos? —preguntó él—. Tío Won, tía Sol, son partes de esta revisión. Lo he leído aquí dentro.
—Son falsos —susurró Shai.
—Pero los mencionas constantemente.
Ella apretó los ojos con fuerza.
—Sospecho que una vida llena de mentiras hace que realidad y falsedad se entremezclen —dijo Gaotona—. Pero si utilizaras este sello, no creo que lo olvidaras todo. ¿Cómo te engañarías a ti misma?
—Sería la falsificación más grande de todas —respondió Shai—. Una falsificación que pretendería engañarme incluso a mí. Ahí dentro está escrita la creencia de que sin ese sello, aplicado cada mañana, moriré. Incluye una historia de enfermedad, de visitar a un… resellador, como lo llamáis vosotros. Un sanador que trabaja con sellos de alma. Con ellos, mi falso yo recibiría un remedio, que tendría que aplicar cada mañana. La tía Sol y el tío Won me enviarían cartas; eso forma parte de la charada para autoengañarme. Las he escrito ya. Cientos, que (antes de usar la Marca de Esencia en mí misma) encargaré a un servicio de entrega al que pagaré una buena suma de dinero para que las envíe periódicamente.
—Pero ¿y si intentas visitarlos? —preguntó Gaotona—. Para investigar tu infancia…
—Todo está en la placa. Me dará miedo viajar. Hay algo de verdad en eso, ya que, en efecto, de joven sentí miedo cuando salí de mi aldea. Cuando esa marca esté en su sitio, me mantendré apartada de las ciudades. Creeré que el viaje para visitar a mis parientes es demasiado peligroso. Pero no importa. No la utilizaré nunca.
Ese sello acabaría con ella. Olvidaría sus últimos veinte años, volvería a cuando tenía ocho y empezó por primera vez a plantearse ser falsificadora.
Se convertiría en una persona completamente distinta. Ninguna de las otras Marcas de Esencia hacía eso: reescribían parte de su pasado, pero preservaban el conocimiento de quién era de verdad. No sucedía así con esa última. Esa sería definitiva. La aterrorizaba.
—Es mucho trabajo para algo que no emplearás jamás —dijo Gaotona.
—A veces, la vida es así.
Gaotona sacudió la cabeza.
—Me contrataron para destruir el lienzo —estalló Shai.
No sabía con certeza qué la había impulsado a decirlo. Necesitaba ser sincera con Gaotona (era el único modo de que su plan funcionara), pero él no necesitaba conocer esa parte. ¿Verdad?
Gaotona alzó la cabeza.
—ShuXen me contrató para que destruyera el lienzo de Frava —confesó Shai—. Por eso quemé la obra maestra, en vez de sacarla de la galería.
—¿ShuXen? ¡Pero… si es el artista original! ¿Por qué iba a contratarte para que destruyeras una de sus obras?
—Porque odia el imperio —respondió Shai—. Pintó ese cuadro para una mujer que amaba. Los hijos de ella se lo entregaron al imperio como regalo. ShuXen es viejo ahora, ciego, apenas puede moverse. No quería irse a la tumba sabiendo que una de sus obras servía para glorificar al Imperio Rosa. Él me imploró que lo quemara.
Gaotona parecía perplejo. La miraba como si intentara penetrar a través de su alma. Shai no entendía su fastidio; bastante había desnudado ya su alma con esa conversación.
—Un maestro de semejante categoría es difícil de imitar —dijo Shai—, sobre todo si no se cuenta con el original para trabajar. Si lo piensas, entenderás que necesitara su ayuda para crear esas falsificaciones. Me dio acceso a sus estudios y conceptos. Me explicó de qué modo la había pintado. Me adiestró por medio de las pinceladas.
—¿Y por qué simplemente no le devolviste el original? —preguntó Gaotona.
—Se está muriendo —respondió Shai—. Poseer un objeto ya no tiene sentido para él. Esa pintura la hizo para una amante. Ahora ella ya no existe, así que consideró que el lienzo tampoco debería existir.
—Un tesoro incalculable —dijo Gaotona—. Desaparecido, por causa de un orgullo estúpido.
—¡Era su obra!
—Ya no —replicó Gaotona—. Pertenecía a todos los que la contemplaban. No tendrías que haber accedido a su petición. Destruir una obra de arte nunca está bien. —Vaciló—. Pero, con todo, creo que puedo entenderlo. Lo que hiciste tenía nobleza. Tu objetivo era el Cetro Lunar. Exponerte para destruir ese lienzo fue peligroso.
—ShuXen me enseñó a pintar cuando era joven —dijo ella—. No podía negarme a su petición.
Gaotona no parecía estar de acuerdo, pero sí comprender. Noches, sí que se sentía expuesta.
«Es importante hacer esto —se dijo—. Y tal vez…»
Pero él no le devolvió las placas. Shai no esperaba que lo hiciera, ahora no. No hasta que su acuerdo hubiera terminado, un acuerdo del que sin duda no vería el fin, a menos que escapara.
Trabajaron con el último grupo de sellos nuevos. Cada uno de ellos prendió al menos un minuto, como ella ya esperaba. Ahora tenía la visión, la idea del alma final tal como sería. Cuando terminó el sexto sello del día, Gaotona aguardó al siguiente.
—Ya está —dijo Shai.
—¿Has acabado por hoy?
—He acabado para siempre —respondió ella mientras guardaba el último de los sellos.
—¿Has terminado? —preguntó Gaotona, irguiéndose en la silla—. ¡Casi un mes antes! Es…
—No he terminado el trabajo. Ahora viene la parte más difícil. Tengo que tallar esos cientos de sellos con minucioso detalle, uniéndolos, para crear un sello eje. Lo que he hecho hasta ahora es igual que preparar todas las pinturas, elaborando el color y los estudios de las figuras. Ahora tengo que ensamblarlo todo. La última vez que hice esto me llevó casi cinco meses.
—Y solo tienes veinticuatro días.
—Y solo tengo veinticuatro días —repitió Shai, pero sintió al instante una puñalada de culpa. Tenía que huir. Pronto. No podía esperar a finalizar el proyecto.
—Entonces, te dejo que trabajes —dijo Gaotona, poniéndose en pie y bajándose la manga.