EPÍLOGO
Dos meses después, Jan recibió una visita de Heinz Kröger. Ya había empezado a anochecer cuando el rollizo policía se plantó ante la puerta de su casa y se sacudió la nieve de los zapatos en la alfombrilla.
-Perdón por venir tan tarde -dijo-, pero es que quería darle algo antes de que se me olvidara.
-No hay problema. ¿Quiere pasar? -dijo Jan, echando un vistazo a la bolsita de plástico con el logo de una farmacia que el comisario llevaba en la mano.
-No, gracias -contestó Kröger, señalando las numerosas cajas de mudanza que se acumulaban en el pasillo-. Seguro que tiene mucho que hacer. Además, en casa me está esperando un sabroso asado de buey.
-Me temo que contra eso no puedo competir. Por ahora aquí sólo funciona el microondas.
-Es una casa muy bonita. El señor Marenburg me ha dicho que vuelven a ser vecinos.
-Sí, al final decidí volver a la casa de mis padres. Hasta hace poco me parecía una opción imposible, pero ahora... ¿De verdad que no quiere pasar?
-De verdad, de verdad. -Kröger le entregó la bolsita de plástico-. Pensé que le gustaría recuperarla.
Jan cogió la bolsa y miró en su interior. Asintió con la cabeza y sacó la grabadora.
-Hemos copiado la cinta en versión digital. La de aquí la borramos, por una cuestión de protección de datos, supongo que lo entiende. Pero el aparato es suyo.
Jan se quedó mirando la grabadora en silencio, pensativo. La había llevado consigo durante más de dos décadas. Había sido testigo de sus locuras de juventud, había vivido el secuestro de Sven y le había permitido capturar al culpable. Y ahora volvía a él. Era como un símbolo.
«La vida es circular -pensó-. No importa dónde empiece; seguro que acabará en el mismo lugar.»
-En fin -dijo Kröger-. Ahora tengo que irme.
-Gracias. -Jan levantó la grabadora en la mano-. Ha sido todo un detalle.
-Para eso estamos -respondió Kröger, y sonrió.
Cuando el policía se hubo marchado, Jan fue a la cocina y se sentó a la mesa, dejó el aparato frente a él y, por primera vez en muchos años, pudo mirarlo sin sentir pavor.
Apretó la tecla de inicio y por unos instantes creyó que iba a volver a oír el conocido sonido de los últimos años, pero en su lugar escuchó el silencio. Hasta hacía poco le habría provocado una desazón terrible y un sudor frío en las sienes, pero ahora... Ahora le parecía bien.
Se levantó y se dispuso a abrir más cajas cuando el sonido de una voz le puso la piel de gallina.
Era una voz conocida, y pronunció tres palabras. Era la voz de un niño de seis años que desapareció para siempre veintitrés años atrás.
La cinta se acabó con un ruidito y Jan sintió un escalofrío.
Observó el aparato desde la mesa de la cocina, incapaz de dar crédito a lo que acababa de oír. Empezó a acercarse a la grabadora con cuidado, lentamente, sin perderla de vista, como si se tratara de un animal asustado que en cualquier momento pudiera saltarle a la cara y salir huyendo de ahí. Tembloroso, cogió el aparato y apretó la tecla de rebobinar.
Tragó saliva. Su corazón latía a toda velocidad. Se acercó el altavoz a la oreja y apretó la tecla de inicio.
Silencio. Y entonces un sonido. Parecía el clic que indicaba el final de la grabación anterior, la que la policía había borrado.
Lo que oyó a continuación era el resto de lo que él grabó aquella fatídica noche de invierno: un fragmento de la última frase que Sven le dijo antes de que se acabara la primera cara de la grabación.
Pero ahora que oía esas tres palabras aisladas... Parecían un mensaje directo de su hermano. Una información que Sven había querido traerle del más allá.
«... volver a casa.»