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Carla estaba preocupada. Ya habían pasado más de siete horas desde que él colgó el teléfono. Había intentado devolverle la llamada en varias ocasiones, pero fue en vano.

También estuvo en su piso. Llamó al timbre y golpeó la puerta, y esperó a ver encenderse una luz tras las ventanas, cosa que no sucedió. Entonces volvió a su casa. Salir a buscarlo no tenía demasiado sentido: estaba claro que después de la noticia quería estar solo, y quizá ella también debiera estarlo.

Se inclinó sobre la pila del lavabo y se mojó la cara con agua fría. Estaba agotada por el jet-lag y tenía los ojos hinchados de tanto llorar. Por Dios, tenía un aspecto terrible.

Aquella mañana había vuelto a pisar suelo alemán después de casi treinta horas de vuelo. Estaba hecha polvo, aunque evidentemente no era nada en comparación a como se sentía ahora. Todo había cambiado. Su vida se había convertido en una pesadilla.

Inmediatamente después de su regreso de Nueva Zelanda se había dirigido a la redacción del periódico y, como siempre, había entregado en persona las fotos y el artículo que escribió durante su viaje de vuelta. En ese sentido desconfiaba bastante del correo electrónico, porque en más de una ocasión sus mensajes no habían llegado al destinatario deseado.

Ahora se arrepentía tanto de haber pasado por ahí... De haber ido directamente a casa, habría tenido tiempo de dormir un rato y ahora estaría mucho más en forma para afrontar la tragedia. Pero mientras se mojaba la cara una y otra vez, comprendió que aquello no tenía sentido. Daba igual cuándo se había enterado: en cualquier caso se trataba de un puñetazo brutal en plena cara. Uno para el que no podía estar preparada.

Nathalie estaba muerta. Había saltado desde el puente que cruzaba la autovía, justo cuando el avión en el que ella iba aterrizaba en el aeropuerto de Stuttgart. Y cuando por fin llegó a la estación de Fahlenberg, el embotellamiento ya había sido disuelto y la nieve había borrado todo rastro del accidente.

Agotada, Carla salió del baño y fue a su habitación. Estaba algo mareada, y le parecía que en su cabeza alguien aporreaba un órgano cuyas notas eran sus sentimientos. Tenía que calmarse. Tenía que descansar. Pero al meterse en la cama comprendió que aquello iba a ser imposible. No podía relajarse en aquella cama en la que Nathalie había pasado tantas noches, después de salir a dar una vuelta con ella. No podía estar tranquila en aquella cama en la que su amiga se sentó una tarde y le confió su gran secreto.

«Por eso soy como soy», oyó decir a su querida Nathalie, que ahora no era más que un fantasma del pasado. Cerró los ojos. Las lágrimas le caían por las mejillas.

Se quedó quieta unos segundos y después fue a la cocina, se sirvió una copa de vino tinto y se la bebió de un trago. Se sentía descolocada, como si estuviera borracha, así que... ¿por qué no emborracharse de verdad? Estaba en su casa y tenía todo el derecho a hacerlo. Había perdido a su mejor amiga. No, más aún, Nathalie era como su hermana.

-¿Por qué lo has hecho? -preguntó en voz alta, con la copa en la mano.

Fue al comedor, se dejó caer en el sofá, cogió el teléfono y apretó la tecla de rellamada por milésima vez, pero, una vez más, no oyó a nadie al otro lado.

¿Por qué no cogía al menos el maldito teléfono? Necesitaba hablar con alguien, y él era el único que sabía cuánto iba a echar de menos a Nathalie. ¡Si al menos tuviese un contestador!

Cogió la maleta en la que llevaba el portátil, le arrancó la etiqueta de la compañía neozelandesa y sacó el aparato de su interior. Esperó impaciente a que éste se cargara y abrió el correo electrónico.

Sólo escribió una línea: «LLÁMAME, POR FAVOR», y apretó la tecla de «enviar/recibir». Su mensaje acababa de salir hacia el ciberespacio, cuando le aparecieron en la bandeja de entrada treinta y dos mensajes nuevos. Hacía dos días que no miraba su correo y la mayoría de ellos no era más que spam o cadenas de amistad. Estaba a punto de cerrar el programa y apagar el ordenador cuando un nombre en la casilla de los remitentes se le clavó en la retina.

Sintió que no le llegaba la sangre al cuello y creyó que iba a desmayarse. Se quedó mirando la pantalla con los ojos muy abiertos. Y cuando al fin logró hacer acopio de todas sus fuerzas y abrir el mensaje, notó que le temblaban las manos. Estaba helada de frío.