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Durante sus años como residente Jan trató a un chico joven que sufría ataques de pánico cada vez que subía a un coche.

«Cuando pienso en conducir con el tráfico que hay ahí fuera me entran ganas de vomitar -solía decirle, con las manos y las sienes sudorosas-, pero lo peor de todo es imaginarme en el asiento del copiloto, abandonado a la destreza o torpeza del conductor.»

En aquel momento, sentado junto a Rauh en el interior del coche y avanzando a toda velocidad por las calles de Fahlenberg, Jan comprendió perfectamente cómo debía de haberse sentido aquel paciente.

-Tengo que contarte algo -empezó a decirle Rauh, mientras ponía en marcha el limpiaparabrisas para apartar el agua que lanzaban las ruedas del coche de delante-. Cuando llegué a la Clínica del Bosque acababa de salir de la universidad. Sólo conocía la casuística de los libros y Hartmut Wagner fue, por así decirlo, mi primer caso real. Un paciente muy interesante con diversos antecedentes clínicos. Cuando me explicó su historia tiré toda la teoría que conocía a la basura. La realidad supera siempre a la ficción, y los teóricos jamás tendrán la imaginación suficiente para igualarla. Ni siquiera los mejores escritores serán capaces de crear una novela con tanta tensión dramática como la vida misma.

«¿Qué le pasa? -se preguntó Jan-. Está nervioso, pero no quiere que se le note.»

-Hartmut Wagner tendría que haber sido un joven sencillo y estructurado -dijo Rauh, sin apartar la vista de la carretera-. En mi opinión, su coeficiente intelectual era más bien bajo. Hasta la segunda guerra mundial su padre había sido guardabosques, pero fue reclutado por el ejército y cayó en la toma de Varsovia. Hartmut vivió con su madre y durante unos años malvivieron como pudieron. Entonces Hitler tuvo la terrible idea de enviar una última expedición a la guerra: los ancianos y los niños. Hartmut estaba a punto de cumplir diecisiete años y se apuntó voluntariamente al ejército, por mucho que su madre intentó impedírselo. El joven era un acérrimo panegirista de la idea nazi de la victoria final y estaba obsesionado con la idea de vengar la muerte de su madre. En fin, como te decía, nunca tuvo demasiadas luces...

Llegaron a un semáforo. Rauh giró a la izquierda en una callecita que bordeaba los aledaños de la ciudad y conducía al bosque.

-Cuando ingresó en la clínica habían pasado más de veinte años desde que luchó contra los rusos, pero el trauma hizo que se volviera esquizofrénico. Sufría continuas paranoias en las que se veía perseguido por «soldados de color púrpura». Mientras estuvo preso vio cómo los vigilantes de su gulag castraban a uno de los presos sólo para divertirse y lo dejaban morir desangrado. Desde aquel momento vivió con el temor de que los comunistas rusos lo encontraran y le hicieran lo mismo a él. Estábamos a principios de los setenta, Jan, y por entonces había un montón de fuegos que podían encender la mecha de su locura.

Llegaron a una urbanización y pasaron junto a un cartel que ponía «Fahlenberg». Cuando el coche traqueteó sobre el paso a nivel de la vía férrea, Jan miró hacia la cabaña de Hubert Amstner. A la luz del día parecía aún más desvencijada que en la oscuridad del atardecer. Aquí ni siquiera cabía pensar en la posibilidad de trabajar en su renovación. La antediluviana construcción, posiblemente la primera en divisar el vapor del primer tren que acercó Fahlenberg a Ulm, hacía años que tendría que haber sido derruida.

Rauh avanzó por la carretera que el padre de Jan debió de recorrer veintitrés años atrás. Tomó una curva a toda velocidad, sin apartar el pie del acelerador. El suelo no estaba nevado, pero aun así Jan notó que empezaba a sudar.

«... pero lo peor de todo es imaginarte en el asiento del copiloto, abandonado a la destreza o torpeza del conductor.»

-Antes de quitarse realmente la vida -siguió diciendo Rauh-, Wagner lo intentó en vano una vez más. Otro de mis pacientes vio un reguero de sangre saliendo de uno de los lavabos, y cuando los enfermeros forzaron la puerta se encontraron a Wagner intentando cortarse el miembro. No llegó a matarse, pero perdió la capacidad de procrear.

-¿Intentó castrarse a sí mismo? -dijo Jan, sin dar crédito-. ¿No habías dicho que ésa era su peor pesadilla?

-Y lo era, sin duda -asintió Rauh-. Cuando le pregunté por qué lo había hecho, me dijo que quería hacerle una ofrenda a la Virgen para que ella lo protegiera de sus perseguidores y no les revelara nunca su escondite.

-¿A qué escondite se refería? -preguntó Jan, sujetándose con fuerza a la puerta del coche.

Rauh lo miró de soslayo.

-¿Voy demasiado rápido?

-Ah, no, está bien.

Rauh sonrió maliciosamente, antes de continuar:

-Bueno, al principio pensé que se refería al lugar en el que vivía por aquel entonces, es decir, a la clínica, pero entonces me enteré de lo de su deuda.

-Las latas de conservas -dijo Jan.

-Exacto. Por lo visto, nadie se paró a pensar qué había hecho con ellas. No podía haberlas revendido, aunque fuera a un precio más bajo, porque entonces habría podido saldar parte de su deuda. De modo que debió de esconderlas.

Llegaron al lugar en el que Bernhard Forstner perdió la vida. Jan vio el descampado en el que hacía unos años había abetos altos y fuertes. Ahora no había más que unos troncos apilados junto a un cartel en el que se recordaba a los turistas la cantidad y variedad de paseos que podían encontrar en los bosques de Fahlenberg. Nada recordaba ya aquel trágico accidente de una noche de invierno.

-¿Cómo estás? -le preguntó Rauh, que debió de haber notado hacia dónde miraba.

Jan no le contestó. Ya le había confiado demasiados secretos. En lugar de eso le preguntó:

-¿Y bien? ¿Descubriste su escondite?

-No. En algún momento debí de olvidar todo este asunto. Me marché de la ciudad, viajé al extranjero, conseguí una beca de investigación. Seguí con mi vida, por así decirlo, y luego regresé a Fahlenberg. Pero entonces apareciste tú y el pasado cobró vida. Volvieron los recuerdos. Y aunque no me creas, Jan, después de las dos sesiones de hipnosis contigo, a mí también me entraron ganas de saber qué demonios había pasado.

Habían avanzado aproximadamente un kilómetro más cuando Rauh redujo la velocidad y entró en el aparcamiento del bosque. Apagó el motor y se desabrochó el cinturón.

-Y empecé a darle vueltas a una pregunta que tú formulaste: ¿adónde iba tu padre? Pues bien, creo que venía aquí. Creo que se había citado con el secuestrador de tu hermano.

Jan también se desabrochó el cinturón. Se dio la vuelta hacia Rauh y lo miró con escepticismo.

-¿Por qué me cuenta esto precisamente ahora?

-Porque hasta ayer no estaba seguro -le respondió Rauh-. Hace unos días me encontré con un viejo conocido. Vive en Kössingen pero tiene la licencia de cazador y viene mucho al bosque, a cazar. Muchas veces me ofrece carne. Bueno, quien me la ofrece en realidad es su hijo, pero la caza él. El caso es que empezamos a hablar y el tipo mencionó, como quien no quiere la cosa, que el trozo de bosque que tenía arrendado para cazar se había puesto a la venta porque su dueño había sufrido un accidente. Parecía que no iba a recuperarse nunca, pero necesitaban el dinero para pagar su tratamiento.

-Alfred Wagner -dijo Jan, pensando en lo que le había dicho antes Rauh.

Rauh asintió.

-Tras la muerte de Hartmut, su hijo heredó aquel trozo de bosque. Tuvo que vender más de la mitad para cubrir las deudas de su padre, pero aún le quedó una parte. Tenía que haberla deseado mucho, porque el banco le ofreció una buena suma de dinero a cambio.

-Dicho de otro modo: debía de tener algo lo suficientemente interesante para parecerle más valioso que el dinero -concluyó Jan.

-Evidentemente, el chico no habló de sus tierras con nadie, porque su padre le había metido en la cabeza que, si lo hacía, los comunistas irían a por él. -Rauh se inclinó un poco hacia Jan y lo miró directamente a los ojos-. En el momento en que alguien atacaba a su amigo Marenburg, yo estaba en la oficina topográfica, hablando con el jefe, que casualmente iba conmigo a clase. Le pedí que me enseñara mapas y fotografías aéreas de los bosques de Fahlenberg, principalmente del trozo que pertenecía a Wagner. Haz el favor de abrir la guantera, Jan.

Éste obedeció y sacó un cilindro transparente en el que se veían varios papeles enrollados. Los sacó y vio las líneas que demarcaban el fragmento de bosque en el que se hallaban en ese preciso momento.

-Mira la segunda hoja -dijo Rauh-. Sigue el camino.

Jan cogió la hoja a la que se refería Rauh, y reconoció el sendero que vio ahí marcado: el que salía del aparcamiento y se adentraba en el bosque, donde se bifurcaba.

Con sus uñas perfectamente cuidadas, Rauh señaló el papel.

-Mi antiguo compañero de escuela me contó algo muy interesante sobre este lugar. Algo que muy pocos ciudadanos de Fahlenberg saben: este aparcamiento existe desde hace muchos años; al principio no era más que un terreno agreste en el que apilar los troncos del bosque, pero a finales de la segunda guerra mundial lo asfaltaron y lo consideraron zona militar. Se dijo que la carretera que conducía a Kössingen iba a utilizarse como pista de despegue para los aviones militares. Algo parecido montaron a unos veinte kilómetros de aquí, cerca de la autopista. Y esta gran superficie de asfalto se convirtió en una especie de hangar, del que una parte debía de estar cubierta, probablemente con madera.

Jan miró por la ventana. De pronto, aquel enorme aparcamiento en mitad del bosque adquiría una nueva luz, un nuevo sentido. Siempre había creído que se había montado allí para los guardas forestales y los turistas, tan numerosos en la zona, y que por eso se había hecho tan grande. Pero en aquel momento le pareció ver el contorno de los aviones y los hombres que trabajaron allí durante la guerra. Pilotos, soldados, controladores aéreos, radiotelegrafistas...

-La última posesión de Wagner queda justo aquí -dijo Rauh, señalando una vez más el papel-, y éste es el trozo del que Alfred no quiso desprenderse. Mucho más pequeño que el original, pero, aun así, lo bastante para...

-Creo que ya sé adónde quieres ir a parar -le interrumpió Jan, mirando hacia el bosque-. Si este aparcamiento fue en su día una base militar y un refugio para los aviones, está claro que cerca tenía que haber un cuartel para los soldados. Un... búnker.

Con la mirada aún fija en los árboles, Jan susurró su última palabra.

-Exacto -dijo Rauh, asintiendo-. Y si está bien camuflado, es lógico que los perros policía no olieran nada cuando rastrearon la zona en busca de tu hermano.

-Los que están bajo tierra -dijo Jan-. Se refería a esto. Sven debió de estar bajo tierra, en este búnker.

-Qué -dijo Rauh, sacando una linterna de la guantera-, ¿me ayudas a buscarlo?