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Carla levantó la tapa de su bandeja del desayuno. Dos panecillos minúsculos, un paquetito de mantequilla, uno de margarina light, uno de mermelada de fresa y dos lonchas de embutido. Cualquier cosa menos apetitoso.

Apartó la bandeja y probó el café, tan aguado que en el primer momento le pareció que era té.

Había escogido una mesita que quedaba en la esquina del comedor, desde donde podía observar toda la sala. La mayoría de las mujeres iban vestidas con chándal o con leggins y jerséis. Algunas charlaban entre sí y otras se limitaban a masticar sus panecillos en silencio.

Una gorda con brazos de luchadora de sumo se le acercó y señaló su bandeja.

-¿No vas a comértelo?

-No -dijo Carla, sonriendo-. Hoy no tengo hambre.

-Pues puedes dármelo, ¿no? -dijo la otra, sin apartar la vista del desayuno.

-Claro.

Carla le acercó la bandeja y la mujer se marchó de allí sin darle las gracias.

¿Cómo se habría sentido Nathalie ahí dentro? En la mayoría de los casos era evidente que las mujeres sufrían problemas psíquicos. Era como si llevaran sus enfermedades escritas en la cara. Algunas parecían asustadas, otras ensimismadas, unas cuantas se ponían a reír de repente, sin motivo alguno, y otras se quedaban escuchando en silencio, como si un ser invisible estuviera confiándoles un mensaje misterioso e importantísimo.

Aquél era un mundo aparte, completamente distinto al que reinaba en el exterior. Nathalie debió de sentirse tan extraña como ella ahora. De pronto entendía por qué nunca quiso quedar con ella ahí dentro. Las veces que fue a visitarla se habían visto en la cafetería de la entrada o en los jardines de la clínica, para dar un paseo, pero nunca dentro de la unidad número doce. Debía de darle vergüenza. Pero aun así se quedó todo el tiempo que le dijeron, con la esperanza de salvarse; con la ilusión de superar sus miedos.

Carla sintió de pronto una profunda admiración por su amiga, que había sido capaz de enfrentarse a todo aquello sólo por llevar una vida normal. Una vida feliz y tranquila junto a Ralf, a quien tanto amaba.

Una mujer entró en el comedor. Llevaba su bandeja como si fuera un tesoro y echó un vistazo por la sala en busca de una silla libre. Carla se asustó al ver su rostro, desfigurado por algún terrible tumor, pero más se asustó la mujer al verla a ella: dio un respingo, dejó la bandeja sobre una mesa sin apartar los ojos de Carla y se acercó hasta su mesa.

-Has vuelto -dijo en voz baja, una vez allí-. Sabía que volverías...

Carla no fue capaz de decir una palabra. El tumor temblaba con cada movimiento de la desconocida, como si estuviera hecho de gelatina lila.

-Oh, no eres ella -añadió entonces la mujer, mirándola más de cerca-. Pero te pareces una barbaridad.

-Me llamo Carla.

Le ofreció la mano, pero ella no le prestó atención. En su lugar cogió una silla y se sentó frente a ella, al otro lado de la mesa.

-Te pareces muchísimo a una chica que pasó aquí un tiempo. Se llamaba Nathalie.

-Sí, lo sé. Era muy amiga mía. ¿Y tú eres?

-Me llaman Sibylle. ¿Sabes lo que significa?

-No.

-La vidente -dijo, con un tono que esperaba infundir respeto.

Sentada ahí delante, tensa y recta delante de ella, parecía una muñeca de cera que se hubiese acercado demasiado a una vela enorme.

-A veces veo cosas que los demás no ven. Pero ahí fuera casi nadie me cree -dijo, señalando la ventana que quedaba a su lado-. Tu amiga sí me creyó. Tenía que estar aquí, pero no era una de las nuestras. En tu caso es al revés: no tienes que estar aquí, pero te pareces mucho a nosotras.

La mujer estaba loca, de eso no cabía la menor duda, pero su instinto le dijo que Sibylle iba a ser la primera pista de sus investigaciones. No en vano conoció a Nathalie, y, por lo que se podía derivar de sus palabras, tuvieron una relación algo más estrecha que la de simples compañeras de comedor.

-¿Te habló Nathalie de sus... problemas?

Sibylle sonrió y su rostro deformado se torció en una nueva mueca.

-¿Te refieres al demonio?

Carla no podía dar crédito a lo que acababa de oír.

-¿Habló contigo del demonio?

-Desde luego que sí -dijo Sibylle, asintiendo con la cabeza.

-¿Y qué te contó?

Sibylle miró a todas partes, y luego se dirigió a Carla y bajó la voz y dijo:

-La visitaba en sueños. Sueños en los que no estaba dormida. Varias veces.

-¿Qué... qué significa esto?

-¿Tú también tienes un demonio? -le preguntó Sibylle, casi asustada-. ¿Hay algún espíritu maligno que te visite en sueños?

-No -dijo Carla-. Creo que no.

Sibylle asintió, enérgica.

-¡Oh, sí, sí lo tienes! Todos tenemos uno. Yo tengo el mío, tú el tuyo y tu amiga el suyo. Incluso hay por aquí un doctor joven que tiene varios. Y tendríamos que andarnos con ojo. Tendríamos que evitar estar cansados.

«Evitar estar cansados...» ¿Tendría eso algo que ver con los ataques de sueño de Nathalie?

-Pero el demonio de Nathalie es real, ¿no?

-Todos lo son. -Con un suspiro, Sibylle apartó la silla y se levantó. Una vez más miró a Carla atentamente, y añadió-: Ten mucho cuidado con el médico de la habitación roja.

-¿El doctor Rauh?

-Así se llama, sí -dijo Sibylle, asintiendo.

-¿Por qué? ¿Qué le pasa?

La loca miró a su alrededor, como si tuviera miedo de que la oyeran, y le susurró:

-Él es quien rescata a los demonios del mundo de las sombras.