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Veintitrés años después, Jan había olvidado por completo el calor de aquel viernes, 19 de julio de 1985. Había olvidado que llevaba tejanos, zapatillas de deporte y una camiseta de color mostaza, y había olvidado también lo que pesaba aquella mochila cargada de ropa sucia que cada dos semanas llevaba a casa a lavar. Pero la hipnosis de Rauh le hizo recordar todos aquellos detalles.

Y volvió a verse en la estación de Fahlenberg. El bochorno de la tarde se cernía en el aire y Jan tenía una sed espantosa. La última clase de la mañana se había alargado un poco más de lo normal, de modo que no tuvo tiempo de pasar por el comedor del internado a coger provisiones, como solía hacer.

Y puesto que el transbordo que tenía que hacer en Karlsruhe era muy rápido, tampoco pudo enmendar el fallo y se quedó sin comer ni beber nada en las tres horas de viaje que lo separaban de su casa, por lo que su lengua había ido convirtiéndose poco a poco en un pedazo de papel secante.

Cuando Jan llegó a Fahlenberg el kiosco de la estación estaba cerrado, de modo que no le quedó más que aguantar aún un kilómetro y medio de caminata hacia su casa, soñando, eso sí, con el enorme vaso de limonada fría que se prepararía al llegar.

«No, un vaso no. Una jarra. O mejor dos», pensaba, mientras caminaba.

Las calles estaban casi desiertas, y en las casas, las persianas estaban bajadas y las cortinas bien corridas. Todo Fahlenberg parecía avanzar lentamente hacia el atardecer, preso de un bochorno abrasador y opresivo. Sudando, Jan se afanó en subir la cuesta de la calle de la estación, dobló una esquina, pasó junto al cine, donde echó un vistazo al cartel en el que aparecían Roger Moore y Grace Jones anunciando la nueva entrega de James Bond, y por fin llegó al parque por una calle muy estrecha.

Como siempre, tomó el camino más largo, el que bordeaba el parque por fuera, para no pasar junto al banco que había a orillas del lago. Aunque en aquel momento nada hacía recordar aquella gélida noche de hacía seis meses y las risas y chillidos de los niños se oían desde lejos, Jan era sencillamente incapaz de volver a ver el lugar en el que desapareció Sven.

Por fin pasó junto a la casa de Marenburg, lo vio regando su huerto y le saludó con la mano, justo antes de darse la vuelta hacia la cerca del jardín de su casa, donde se detuvo y suspiró.

Hacía menos de un año el jardín de la entrada había sido un espacio magnífico: bien cuidado, fértil, frondoso. Sobre la hierba siempre bien cortada, los macizos de flores parecían islas de colores en un océano verde. En la cara este de la casa tenían un pequeño estanque de peces rojos rodeado por juncos sibilantes, y algo más allá su madre había plantado un pequeño huerto de lechugas, verduras y bayas.

Su madre disfrutaba cuidando el jardín y no había rincón que no hubiese plantado y abonado amorosamente. En una ocasión, incluso, ganó el primer premio en la edición anual de «El jardín más bonito de Fahlenberg».

Pero ahora... ya nada recordaba aquella abundancia. Apenado, Jan echó un vistazo a la celosía rota, con sus rosas trepadoras ya secas y muertas de sed, y el césped, tan alto que a duras penas podían distinguirse los antiguos macizos de flores, ahora en barbecho.

«Desde que sólo quedamos mamá y yo han cambiado muchas cosas... No, no es cierto -pensó Jan-. Ha cambiado todo.» La tristeza, una tristeza infinita y desconsolada, los había convertido en personas distintas. Su madre ya no tenía nada que ver con la mujer que le dio la vida y le acompañó amorosamente en sus primeros doce años, cuidándolo y enseñándole todo lo que sabía. Ahora ya no se reía ni salía ni se arreglaba, y había descuidado por completo el cuidado de la casa y el jardín.

Según le dijo el doctor Raimund Fleischer, estaba profundamente deprimida. Su padre y él habían sido más que colegas; habían sido amigos, y después de la tragedia Fleischer se había ocupado de su madre, había hablado con ella, le había recetado pastillas.

Al principio Jan se había sentido capaz de afrontar la depresión de su madre: se hizo cargo de las labores de la casa e incluso cocinó alguna vez para los dos al volver del colegio. Se quedaba con ella en el comedor hasta muy tarde, algo que nunca había hecho, porque prefería irse a su habitación a leer y desconectar del mundo, y la acompañaba mientras veía su serie preferida: La clínica de la Selva Negra. Pero ni siquiera el próspero mundo del doctor Brinkmann logró liberarla de sus oscuras y tristes cavilaciones.

Por mucho que se esforzó, por mucho que lo intentó, no pudo hacer nada por ayudar a su madre. Le fue imposible animarla, y sufría ataques de ira incontrolada por cualquier nimiedad.

El peor momento tuvo lugar el día en que Jan entró en la habitación de Sven para recuperar una cinta que le había prestado el día anterior a su desaparición. Su madre lo vio cogiéndola y enloqueció. Le pegó, le gritó y le ordenó que «nunca nunca nunca» volviera a entrar en aquella habitación.

Jan se asustó tanto que salió corriendo de la casa y no volvió hasta bien entrada la noche.

En marzo las notas de Jan habían empeorado tanto que su tutor, el profesor Kaiser, fue a visitar a su madre. Habló largo y tendido con ella, y al final logró convencerla de que lo mejor sería matricularlo en un internado. Él mismo se encargó de todos los trámites, pues se encontraban a mitad de curso, y la única plaza libre que encontró se hallaba en la lejana Karlsruhe.

Al principio Jan no se había sentido nada atraído por la idea, pero el señor Kaiser logró convencerlo diciéndole que el cambio no era para siempre, sino sólo hasta que su madre se encontrara mejor. Le aseguró que encontraría nuevos amigos y le hizo ver que la distancia con Fahlenberg le sentaría bien.

-¿Sabes, Jan? -le dijo, mirándolo con preocupación-. De hecho creo que necesitas con urgencia esta distancia. Cuidas de tu madre con abnegación, lo cual me parece admirable, pero creo que en parte lo haces para no enfrentarte a ti mismo, a tus propios sentimientos, y te aseguro que eso no es bueno. Algún día tus sentimientos te explotarán en la cara, y cuanto antes lo hagan menos daño provocarán.

Fue así como Jan se fue a estudiar al internado, del que volvía cada quince días para ver a su madre. Es cierto que hizo amigos en Karlsruhe, y también le sentó bien no tener que preocuparse de su madre y de la casa los siete días de la semana, de modo que sus notas volvieron a mejorar. Estaba de nuevo entre los primeros de la clase. Todo sucedió como el señor Kaiser había previsto.

Todo, excepto la mejoría de su madre, que seguía deprimida e instalada en el autoabandono. Por eso no le sorprendió encontrar el buzón lleno de cartas al abrir la cerca del jardín. Recogió los papeles y cruzó aquel vergel abandonado.

El interior de la casa estaba agradablemente fresco, gracias a Dios. Distinguió un olor dulzón, y en un primer momento pensó que su madre podría haberle hecho un pastel, lo cual habría sido magnífico, pero cuando entró en la cocina para coger una bebida fría de la nevera su esperanza se diluyó como la sal en el agua.

El olor dulzón que impregnaba la casa no venía de un pastel, sino de una montaña de platos sucios acumulados en el fregadero. Jan vio un plato prácticamente lleno de espaguetis resecos y cubiertos por una capa grisácea de moho, y se estremeció. La última vez que estuvo allí, hacía dos semanas, tomaron espaguetis con carne picada. Él mismo los cocinó. Su madre apenas había probado bocado, como siempre, y su plato quedó prácticamente intacto cuando lo dejó en el mármol de la cocina. Y ahí seguía, entre las cazuelas, que también se habían llenado de moho.

Jan dejó escapar un suspiro. Genial, durante aquellos quince días su madre tampoco había sido capaz de hacer nada. Ni siquiera de lavar los platos, aunque le había prometido que lo haría. Debía de haber comido latas de conservas, o quizá ni siquiera eso. En el último medio año había adelgazado preocupantemente, y eso que el doctor Fleischer no sólo le recetó antidepresivos, sino también unas pastillas para abrir el apetito.

Jan se tomó dos vasos de agua del grifo -no había limonada- y llevó su mochila al sótano, donde estaba la lavadora.

En la casa reinaba el más absoluto silencio. Seguro que su madre estaba echada en su cuarto con la manta hasta la cabeza, como siempre. La cama era su mayor refugio, y ay del insensato que la molestara.

Jan fue a su habitación. Sacó los libros de su mochila, les lanzó una mirada malhumorada y pensó en el examen de inglés que tenía el lunes. Entonces cogió una camiseta y unos pantalones cortos del armario y se dirigió al baño, pasando junto a la habitación de su madre con el mayor sigilo de que fue capaz. Después del trayecto en tren y la caminata, necesitaba urgentemente una ducha.

Abrió con cuidado la puerta y...

-¡No! ¡No! ¡No quiero!

-Sí, Jan, sí que quieres. Quieres contarlo. Necesitas soltarlo de una vez. Sólo así podrás liberarte.

-Pero es que no puedo.

-Vamos, sí que puedes. No olvides que todo pasó hace tiempo. Estás en el pasado, Jan, ya no puedes cambiar nada.

-Pero es que... es que duele... tanto...

-¿Qué viste en el baño, Jan? Dímelo. Yo estoy contigo. No te pasará nada. Yo estoy contigo.

-¿De verdad?

-Sí, mira, cógeme la mano. No tienes por qué hacerlo solo. Vamos, dime lo que ves.

-Yo... veo...

El baño lleno de velas. La mayoría completamente derretidas. Parecía una cueva llena de estalagmitas y estalactitas. La cera resbalaba por el lateral del lavabo, la tapa del retrete, el taburete que quedaba junto a la bañera y el borde de la bañera misma.

Algunas de las velas habían dejado marcas de tizne oscuro sobre las baldosas del baño, y otras parecían haberse apagado antes de tiempo, seguramente porque la ventana se había quedado entreabierta y había corriente.

Angelika Forstner estaba metida en la bañera y miraba a su hijo con los ojos vacíos. Parecía un monstruo. Uno de los que aparecían en sus cómics. La cabeza, el cuello y los hombros sobresalían del agua y habían adquirido una extraña tonalidad amarillenta; la piel estaba extrañamente arrugada, como la de un globo al que hubiesen quitado todo el aire, y sobre las pupilas se había formado una capa de velo lechoso, como si llevara lentillas blancas.

La cara de su madre estaba llena de moscas. Entraban y salían de los orificios de su nariz, sus orejas y su boca, abierta de par en par, y revoloteaban por su pelo enmarañado. Parecía paja de color gris y nada en él recordaba el brillo de los recogidos que solía hacerse.

El agua de la bañera parecía un cristal púrpura tras el que se veía el cuerpo hinchado de Angelika Forstner, con las muñecas cortadas. Cada dos por tres emergía a la superficie una burbuja de aire maloliente y a Jan le pareció oír un gorgoteo prácticamente imperceptible.

Se quedó ahí quieto, mirando a su madre muerta. No podía creer lo que estaba viendo. Tenía la mente en blanco, se sentía incapaz de pensar en nada.

Sin sentimientos.

Sólo el vacío.

Y el silencio.

Un silencio insoportable.

Miró el taburete que quedaba junto a la bañera. Sobre él solía haber dos toallas y un libro, además de una taza de té (a su madre, le encantaba bebérselo mientras se relajaba), pero ahora estaba lleno de velas consumidas y el cuchillo de cocina con el que se quitó la vida. La sangre de la cuchilla estaba muy reseca.

Fue esta imagen, al fin, la que le hizo reaccionar. Con ese cuchillo cortó los pepinos para la ensalada y las cebollas para el plato de espaguetis que preparó la última vez.

«¡Seguro que ni siquiera lo lavaste antes de cortarte las venas!», dijo una voz que sonó en su interior aunque no se parecía nada a la suya. Sonaba tan... tan enfadada...

-¿Qué es lo que te indigna, Jan? ¿Es el cuchillo? ¿Te molesta que haya utilizado precisamente este cuchillo?

-No, no es el cuchillo.

-¿Qué es, entonces?

Silencio.

-¿Estás enfadado porque se ha suicidado? ¿Porque te ha dejado solo?

-Sí, eso también. Pero no es éste el motivo.

-¿Cuál es, entonces?

-Las fotos.

-¿Qué fotos?

Sobre la mesita, junto al cuchillo, había dos fotos enmarcadas. Su madre las había colocado de modo que pudiera verlas bien desde su posición.

Jan dio un par de pasos hacia delante para verlas mejor, aunque por los marcos las había reconocido de inmediato. Sabía de qué fotos se trataba. En su última visita, dos semanas atrás, habían estado aún en la estantería del comedor, junto a otra que ahora faltaba.

Las lágrimas le corrían por la cara cuando cogió ambas instantáneas. La grande mostraba una escena de la boda de sus padres. Bernhard y Angelika Forstner aparecían juntos y enamorados en un parque, con los colores del otoño, y el vestido blanco de su madre brillaba como si se hubiese propuesto cegar a quien lo mirara.

La pequeña era una imagen de Sven. Se la hicieron el día de su quinto cumpleaños, justo después de soplar las velas de su pastel. La expresión del niño era tan viva que Jan sintió que le costaba respirar. Aquello le afectó más que el cuerpo muerto de su madre en la bañera. Era como si Sven estuviera riéndose de él. Como si su hermano pequeño, el desaparecido, hubiera vuelto para gritarle algo que le provocó un dolor inenarrable.

«¡Falta una foto, falta una foto! -parecía gritar el niño-. ¡Falta la foto de mi hermano mayor!»

-Me culpó a mí -dijo Jan, al recuperarse de los efectos de la hipnosis.

Él y Rauh estaban sentados uno frente al otro y bebían té de frutas. Rauh se había quedado en silencio, dándole tiempo para regresar al presente. Y al oírlo sacudió la cabeza y dirigió a Jan una mirada en la que se mezclaban la pena, la rabia y la comprensión.

-Nadie tuvo la culpa, Jan. Ni tu madre ni tú. Fue una concatenación de acontecimientos trágicos e inevitables. Es posible que tu madre te echara la culpa porque necesitaba un culpable. Intentó vivir con su dolor, pero no fue capaz. -Dio unos golpecitos a su taza y continuó-: Tú dejaste que te considerara culpable. Lo sabes, ¿no?

-¿A qué se refiere?

-Bueno, nunca te defendiste en ese sentido. Nunca le hiciste ver lo contrario.

-No -dijo Jan-. Es cierto, no lo hice.

-¿Puedo preguntarte algo?

-Por supuesto.

-Ayer -dijo Rauh, carraspeando-, cuando se produjo el incidente con Alfred Wagner, hiciste cuanto estuvo en tus manos para impedir que se suicidara. ¿Qué te pasó por la cabeza?

-Nada en concreto. Cumplí con mi deber profesional, eso es todo -dijo Jan, tras pensárselo unos segundos.

Rauh le dedicó una ligera sonrisa.

-¿Estás seguro?

-¿Adónde pretende llegar?

-¿Seguro que no estableciste ningún paralelismo con el suicidio de tu madre? Es decir, una vez más, alguien cerca de ti tenía intención de quitarse la vida, pero en esta ocasión tuviste la posibilidad de evitarlo. Llegaste demasiado tarde para ayudar a tu madre, pero no para ayudar a Wagner.

Jan se quedó pensativo unos instantes, y por fin asintió.

-Bueno, mirándolo así... Es posible, sí.

-¿Y qué sentiste por Wagner? ¿Podrías explicármelo con una sola palabra?

Jan dejó su taza sobre la mesa.

-Responsabilidad.

Rauh se apoyó en el respaldo de su silla, satisfecho.

-Pues aquí viene la pregunta definitiva, Jan: ¿es posible que confundas la reacción de tu madre, esto es, el hecho de que te considerara culpable, con tu propio sentimiento de responsabilidad?

-¿Quiere decir que me siento culpable de todo lo que sucedió en mi familia?

Rauh asintió con la cabeza.

-Puede ser.

-A mí me parece que no sólo puede ser, sino que es. Permitiste que Sven se quedara contigo en el bosque, y por eso te consideras responsable de todas las tragedias que se sucedieron tras su desaparición. Y tu madre, al quitarse la vida y asegurarse de que fueras el primero en encontrar su cuerpo, no hizo más que reforzar ese pensamiento. Al fin y al cabo, ella escogió las fotos para señalar a quien, en su opinión, cargaba con la culpa de su dolor.

Rauh dejó que sus palabras hicieran mella en Jan. Éste se quedó mirando su taza de té y de pronto se le ocurrió pensar que el líquido rojo en el vaso blanco se parecía excesivamente a una bañera de agua ensangrentada, de modo que lo apartó, asqueado.

-Sí, me siento culpable. Si no hubiese salido aquella noche, Sven no me habría seguido y no habría pasado nada.

-¿Cómo puedes estar tan seguro? -Rauh lo miraba arqueando una ceja-. Quizá Sven no hubiese desaparecido aquella noche, pero sí al día siguiente, o al otro. ¿Cómo puedes saberlo? Pero, sobre todo, no olvides que Sven te siguió porque quiso, y no porque tú le obligases. -Se inclinó hacia delante y añadió-: No se puede echar la culpa de tanta desgracia a un niño de doce años, Jan. Tu madre no debió hacerlo, pero tú tampoco. Ella estaba enferma y lo sabes perfectamente. Al fin y al cabo, por eso escogiste la carrera de psiquiatría, ¿no? Querías salvar algún alma, ya que no pudiste hacer nada por la de tu madre, y de paso, comprender a otras personas puesto que eras incapaz de entender al delincuente que sembró el horror y la desesperación en tu familia. -Rauh hizo una breve pausa, puso la mano en el hombro de Jan y añadió-: Tienes que admitir tu rabia, Jan. Tienes que aprender a hacerlo de una vez por todas. Estás enfadado con tu madre, eso ya lo hemos visto, pero como era el único familiar que te quedaba, y al final también murió, no llegaste a manifestarlo nunca, y en su lugar dirigiste hacia ti mismo toda la ira que ella avivó. No entendiste que tu madre actuó destrozada por el dolor y la desesperación. Eras demasiado pequeño y estabas demasiado consternado como para poder enfrentarte a esa pérdida, lo peor que podía pasarte, de modo que aceptaste su acusación y la interiorizaste, dándola por buena.

Jan empezó a temblar sin poder evitarlo. Rauh había echado un vistazo a lo que sucedía tras la cortina de su subconsciente, y la valoración que le ofrecía ahora era la expresión de algo que nunca se había atrevido a admitir. Y tenía razón, por supuesto, aunque en su fuero interno Jan siguiera negándose a aceptarlo.

-Pero yo...

-¡No, Jan, no hay pero que valga! Reconoce de una vez por todas con quién estás enfadado desde hace más de veinte años. No es contigo mismo, ni con el destino. ¡Es con tu madre!