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Una enfermera joven y de tez pálida, en cuyo bolsillo ponía que se llamaba Sabine, la precedió por las escaleras hasta el piso de abajo, en el que se hallaba la unidad número doce.
Una vez allí invitó a Carla a entrar en una habitación que la dejó sin palabras. Las paredes estaban pintadas de rojo, y en el suelo, del mismo color, los pasos quedaban amortiguados, como si estuviese andando sobre terciopelo.
-El doctor Rauh vendrá enseguida -le dijo la enfermera, y añadió-: Por favor, tome asiento.
Y dicho aquello le señaló las tres opciones que le ofrecía aquel despacho: el diván, el sillón de brazos y la silla de madera.
Carla se sentó en la silla.
Sabine le sonrió, dejó el informe escrito por Jan sobre la mesa de madera y se marchó sin decir una palabra más.
Aunque la consulta era considerablemente grande y su decoración de lo más espartana, Carla empezó a sentir cierta claustrofobia. Como si le costara respirar.
Quizá fuera por aquel color rojo, que le recordaba a algo orgánico. A una garganta a punto de tragársela.
¿Se habría sentido Nathalie igual que ella? A su amiga le gustaban las paredes de colores intensos -las de su piso, sin ir más lejos, eran de un subido tono melocotón-, así que quién sabe. Pero ¿en qué estaría pensando ese tal doctor Rauh al pintar así su consulta?
«Así debe de ser la habitación de un burdel -pensó, dejando escapar una risita nerviosa-. Sólo falta bajar la luz y poner ambientador de almizcle.»
De hecho, la consulta tenía un olor especial, algo que le hizo pensar en una cesta de frutas, pero era muy leve; apenas perceptible. Todo lo que había en aquella sala parecía estar pensado para acceder a la conciencia de un modo francamente subliminal.
Quizá por eso le resultara tan perturbadora. Aquella consulta era..., bueno, en cierto modo era irreal. Y parecía capaz de acceder de un modo misterioso al subconsciente de quienes se hallaran en ella.
¿Habría desvelado Nathalie sus secretos en el interior de aquellas paredes? Nunca le dijo nada al respecto. De hecho, apenas le habló del tiempo que pasó en la clínica.
Se le hacía prácticamente imposible imaginar a Nathalie en aquella sala de atmósfera tan extraña, a solas con un hombre, y hablándole de todo lo que a ella tardó tanto tiempo en contarle (y sólo consiguió exteriorizar en el marco de una conversación de amigas, a solas en su piso y tapadas con una manta). Aunque quizá se equivocara por completo. Entrar en aquella sala implicaba la voluntad de favorecer una conversación íntima y sincera, no susceptible de ser compartida fuera porque el juramento hipocrático y la densidad de aquellas paredes rojas lo impedían. Entrar en aquella sala implicaba la voluntad de mantener un encuentro íntimo a nivel espiritual.
¿Sería aquél el demonio al que se refería Nathalie? ¿Habría tenido en aquella consulta una conversación realmente íntima y personal? ¿Algo a lo que las vecinas del burdel se habrían referido como sexo espiritual?
«Pero el espíritu no te deja embarazada.»
En aquel momento llamaron a la puerta y un hombre entró en la habitación. Debía de tener cincuenta y pocos años y era muy atractivo. Cuerpo de deportista, aspecto bien cuidado y ropa cara e impecable.
Seguro que volvía loca a las mujeres, porque, aunque se le intuía un puntito de arrogancia, no parecía el típico vacilón que aparca en mitad de la calle su descapotable rojo.
Cuando el hombre la vio, se detuvo unos segundos, visiblemente impresionado. Carla juraría que hasta había palidecido un poco. Pero enseguida se recompuso y cogió la carpeta con su informe médico.
-¿Señorita Weller? Mi nombre es Rauh -la saludó.
Tenía una voz muy agradable, casi embriagadora. Un timbre suave y cálido.
Carla se levantó y le dio la mano. Él se la apretó con firmeza, aunque tenía las palmas un poco húmedas.
-Pero siéntese, por favor -dijo, pensativo.
Ambos tomaron asiento. Rauh, en el sillón de brazos. Carla, en la silla. Por algún motivo, le pareció que él habría preferido la silla. Lo vio leer atentamente su historia. Y cuando hubo acabado, puso la carpeta sobre la mesa y le sonrió.
-Por lo que veo, viene usted de parte del doctor Forstner.
-Me dijo que usted era el mejor. Que podría ayudarme.
-Me siento halagado.
Rauh continuaba sonriendo, pero Carla pudo notar que la estaba evaluando.
-¿Por qué no ha querido tratarla él?
-Pues no lo sé. Eso pregúnteselo a él.
-Lo haré, sin duda. Pero primero cuénteme por qué está aquí.
-Mi mejor amiga ha muerto -dijo Carla, observando fijamente a Rauh para no perderse ninguna de sus reacciones.
Rauh asintió y la miró compasivamente.
-¿Y le cuesta hacerse a la idea?
-Sí.
-¿Por eso ha intentado seguir su camino?
Carla se miró las muñecas y asintió.
-Sí.
-No -dijo Rauh, moviendo la cabeza para señalarle las muñecas-. No me refiero a su intento de suicidio. Me refiero a su aspecto, y al hecho de que esté aquí.
Carla notó que la sangre se le acumulaba en la cara.
-Quería ver cómo reaccionaba yo ante su extraordinario parecido físico -continuó diciendo Rauh, con voz suave-, porque cree que sé qué impulsó a su amiga a quitarse la vida tan repentinamente, ¿no es cierto?
«Bingo -pensó Carla-. Lo has cogido por sorpresa, y ahora él intenta hacer lo mismo contigo.»
-¿Lo sabe?
Rauh siguió sonriendo, pero en esta ocasión parecía algo menos sincero.
-Lo importante en estas sesiones es trabajar lo que usted cree saber.
-De acuerdo. Yo creo que usted sabe por qué mi amiga se quitó la vida -dijo Carla, imitando el tono pausado de Rauh.
-Ajá -dijo Rauh.
Su sonrisa había desaparecido.
-Y también creo que, fuera cual fuera el motivo que provocó su reacción, está estrechamente relacionado con la clínica.
El doctor se quedó en silencio unos segundos, pensando. Parecía algo inseguro, aunque quizá estuviera más bien enfadado por su acusación...
-¿Está buscando culpables?
Carla se encogió de hombros.
-Si quiere llamarlo así... Sí.
-¿Y yo soy su principal sospechoso?
-Quién sabe -contestó ella, descubriendo un breve destello de enojo en su mirada.
-¿Adónde pretende llegar usted con esta conversación, señorita Weller?
-¿A la verdad? -respondió Carla, mirándolo directamente a los ojos.
-¿No será más bien a la verdad que le gustaría oír? -dijo Rauh, subiendo ligeramente el tono de voz-. Porque algo me dice que no se conformará con una distinta a la que espera.
-Sea como sea, vale la pena intentarlo.
-Está bien -dijo Rauh, suspirando-. La verdad es que una de mis pacientes, a la que traté por un trastorno de pánico irracional provocado por un hecho del pasado, se quitó la vida hace unos días. La verdad es también que una de sus amigas me cree culpable de su muerte y está tan convencida de ello que ha sido capaz de cortarse las venas y caracterizarse como mi paciente para ser internada en la misma clínica que ella, convencer a uno de mis colegas de que la envíe a mi consulta y esperar a que yo le haga lo mismo que le hice a su amiga, sea lo que sea lo que tenga usted en la cabeza. Ésta, querida señorita Weller, ésta podría ser la verdad que querría oír.
-Bien. Entonces dígame por favor qué le hizo a Nathalie -preguntó Carla.
Rauh estiró el cuello, respiró hondo y la miró de nuevo.
-Hablé con ella igual que estoy hablando con usted ahora. La oí hablar de sus miedos.
-Ella jamás le habría hablado de lo que sentía.
Rauh sonrió.
-¿Advierto algo de celos, señorita Weller? ¿Cómo está tan segura de que no habría querido contármelo?
-Porque conocía muy bien a Nathalie -dijo, con algo más de dureza de lo que habría querido-. Mejor que nadie.
-¿Ah, sí? -Rauh arqueó una ceja. Parecía divertido-. Entonces tendría que haber sabido que en su primera visita su amiga no escogió la silla.
-¿La silla? ¿Y qué importa eso?
-Más de lo que imagina, señorita Weller. -Con un movimiento ágil, Rauh se incorporó y fue hasta la puerta. Una vez allí la abrió y dijo, con el mismo tono suave de siempre-: Y ahora... será mejor que se vaya.
-¿Me echa?
-Considero que nuestra charla de hoy ya ha terminado. Vuelva a verme cuando de verdad quiera someterse a una terapia. Algo que, por cierto, le recomiendo encarecidamente. En caso contrario, plantéese seriamente por qué se queda en la clínica.
Carla se levantó.
-Aún no me ha dado una respuesta.
-No le diré nada más sobre la señorita Köppler -dijo Rauh, malhumorado-. Me lo impide mi juramento hipocrático, que va más allá de la muerte de mi paciente. ¡Ah, señorita Weller! Y tengo otra pregunta.
-¿Sí?
-¿Conoce al señor Rudolf Marenburg?
La pregunta le pilló tan por sorpresa que se quedó con la boca abierta, incapaz de contestarle de inmediato.
Rauh asintió brevemente con la cabeza, y luego cerró la puerta.