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Hay heridas que nunca se curan. A veces creemos que se ha formado una capa de piel bajo la costra, pero en cuanto nos la rascamos empieza a sangrar de nuevo.
Pues lo mismo sucede con las heridas del alma, pensó Rudolf Marenburg. Aunque habían pasado ya muchos años y creía haberse acostumbrado al dolor que le producía el recuerdo de Alexandra, de nuevo se sentía como si se le hubiese abierto una vieja cicatriz.
Tenía el informe de Nathalie Köppler delante, y cuanto más leía, más recordaba a su querida hija. Al final resultó que las dos chicas tenían muchas más cosas en común aparte de su aspecto físico. Ambas habían tenían miedos irracionales, y a ambas les costaba abrirse a los demás. La diferencia era que los miedos de Nathalie eran de origen real y los de Alexandra surgían de su fantasía.
Pero ambas eran pacientes de la Clínica del Bosque y ambas habían acabado lanzándose a los brazos de la muerte, huyendo de algo que las aterrorizaba y sin que nadie hubiese detectado el menor síntoma de que aquello fuera a suceder.
Marenburg estudió el informe de arriba abajo buscando alguna pista, alguna pieza que no encajara, quizá. Analizó cada palabra de cada línea, pero fue en vano.
Resignado, dejó el informe sobre la mesa del comedor, y entonces se levantó y se dirigió al teléfono del pasillo, en el que tenía la notita con el número del móvil de Carla. Le habría gustado llamarla, pero habían decidido que sería ella quien lo llamara en cuanto descubriera alguna cosa. Tendría que esperar, pues, por difícil que le resultara.
Se frotó las sienes, suspirando. Volvió al comedor y tomó el último trago de café que quedaba en su taza. «La taza de Alexandra», pensó, mirando melancólicamente el retrato de David Bowie que tenía impreso. Por un segundo se le ocurrió preguntarse si el chico que algún día le habría presentado su hija habría sido uno seco y larguirucho como ese cantante. Otra de las miles de preguntas para las que no tendría respuesta.
Marenburg llevó su taza vacía a la cocina, donde se sirvió todo lo que quedaba en la cafetera, y se tomó de paso una aspirina, porque tenía un dolor de cabeza insoportable.
Cuando llamaron a la puerta miró el reloj, sorprendido. Eran las ocho y media de la mañana. Demasiado pronto para el cartero. ¿Quién podría ser a aquellas horas?
Marenburg disimuló un bostezo y se arrastró hacia el pasillo. Quizá debería dormir una o dos horitas más antes de volver a leerse el informe. A veces era necesaria cierta distancia para ver las cosas desde otra perspectiva. Quizá así descubriría algo que hasta ahora se le había pasado por alto.
Cuando abrió la puerta no podía creer lo que estaba viendo.
-¡Por todos los diablos!
-Hola, Rudi -dijo Norbert Rauh.
-¿Qué quieres?
Rauh miró hacia los lados antes de contestarle:
-¿Puedo pasar?