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La casa de Fleischer se encontraba en el interior del recinto hospitalario, en la cara sur de la Clínica del Bosque, y como la mayoría de los edificios del recinto fue construida durante los primeros años, aquellos en los que los directores de ese tipo de instituciones eran tratados como príncipes, y por supuesto también vivían como tales.
Cuando Jan entró en el recibidor de la casa, con su techo alto, los enormes ventanales y el parquet del suelo perfectamente pulido, tuvo la sensación de que lo habían convocado a una recepción palaciega, y no a una cena con la familia del jefe.
-Que no salga de aquí, Jan, pero nunca nos hemos sentido del todo a gusto en esta casa tan grande -le confesó Fleischer algo después, durante la cena, cuando él le dijo que estaba impresionado ante tanta suntuosidad-. No te imaginas la de veces que he pensado en convertirla en una unidad de psiquiatría infantil y de mudarme con Hannah a un lugar más pequeño y acogedor, y más ahora que las niñas nos visitan tan poco...
-Venga, papá, eres injusto -le interrumpió Annabel.
La hija pequeña de Fleischer era una preciosidad rubia, igualita que su madre.
-Estamos aquí cada dos por tres -dijo, acariciándose su redondeada barriga-. Ya verás como en tres meses me vas a pedir que venga menos... ¡El enano ya está dando patadas otra vez, y me temo que va a ser un terremoto!
-Nunca será demasiado, cielo, nunca -le dijo la señora Fleischer-. Aunque viviéramos en una chabola querríamos veros siempre.
-En mi época de estudiante tenía un piso más pequeño que el lavabo del piso de arriba -dijo Fleischer, ofreciendo a Jan una bandeja con patatas que éste rechazó cortésmente.
-Y la primera casa que compartimos no es que fuera muy grande, la verdad -dijo Hannah, guiñándole el ojo a su marido-, pero era muy acogedora, ¿verdad, Raimund?
Éste sonrió a su mujer.
-Es que todavía no podíamos permitirnos una mujer de la limpieza.
-¡Por Dios, qué hombre! -dijo la señora Fleischer, sonriendo, mientras servía más vino a Jan.
-Lo sé, querida, lo sé. Ibas a decir irresistible, ¿no es cierto?
-Recuerdo que cuando nos trasladamos a vivir aquí me sentí como la protagonista de la película Princesa por sorpresa -dijo Annabel-. ¿La has visto, Jan?
-Creo que no.
-Es la historia de una chica que de pronto descubre que es una princesa y tiene que irse a vivir a un castillo -añadió la joven, limpiándose con la servilleta unas gotas de vino que se le habían caído en el jersey-. La diferencia es que por el jardín de su castillo no paseaban continuamente chiflados, trastornados y todo tipo de perturbados mentales.
-¡Annabel, por favor! -dijo Hannah, con exasperación pero sin perder la compostura-. No le hagas caso, Jan. Annabel nunca ha sentido el menor interés por el trabajo de su padre.
-Por eso me he casado con un biólogo -dijo la chica, levantándose para dar la vuelta a la mesa e ir a abrazar a su padre-. Aunque eso no signifique que mi padre no sea el mejor del mundo, se entiende.
Plantó a Fleischer un beso en la mejilla y acto seguido se fue a la cocina.
-Ya ves, Jan -dijo el director de la clínica, siguiendo a su hija con una mirada cargada de orgullo-, ¡aún las tengo en el bote!
Y dicho aquello se colocó bien las gafas, con un gesto que a Jan le hizo pensar de nuevo en su parecido con Gregory Peck.
-¿Tú te has casado, Jan? -preguntó Hannah Fleischer.
-Sí -dijo él, tosiendo ligeramente-, y me he separado.
-Oh, vaya, lo siento. ¿Tienes hijos?
-No.
Hannah Fleischer asintió, como si le entendiera. Entonces señaló la bandeja con la carne y le preguntó:
-¿Quieres más?
-No, gracias, estoy a punto de explotar.
Jan notó que se había sonrojado. No le gustaban nada aquellas charlas en las que se hablaba de matrimonios y de niños. Le parecía que todo el mundo podía leer en su cara que su miedo a perder a los seres queridos le había impedido decidirse a tener hijos...
-Feliciten de mi parte a la cocinera -dijo, sonriendo a Hannah-. Estaba delicioso.
-Me alegro. Raimund tiene una buena relación con un cazador de la zona que siempre le consigue carne de la mejor calidad. El señor... ¿cómo se llama, querido?
-Hesse -dijo Fleischer-. Hermann Hesse, como el escritor. Su hijo es un colega de profesión. Médico de cabecera. Muy buen profesional, según me han dicho.
-Lo conozco -dijo Jan-. Hablé con él hace unos días.
Fleischer parecía muy sorprendido.
-¿Ah, sí? ¡Qué pequeño es el mundo! En fin, volviendo a la carne..., en esta ocasión tenemos que agradecérsela a Norbert Rauh. Él es quien me presentó a Hesse y quien tiene verdadero contacto con él. Se conocen desde que Rauh era niño, y desde que entró en la clínica no nos ha faltado un buen trozo de carne de Kössingen en la nevera.
-Kössingen -repitió Jan.
La palabra le provocó un pinchazo en el estómago. Vio la carretera solitaria frente a sí. El bosque más allá de las curvas. La nieve. El volkswagen passat amarillo empotrado en un árbol...
Notó la mirada preocupada de su anfitrión y sonrió, avergonzado.
-Bueno -dijo Hanna lenvantándose y recogiendo los platos-, voy a ayudar a Annabel a recoger la cocina-. ¿Queréis un café? ¿O algo dulce?
-Un café me sentaría de maravilla -dijo Jan, y Fleischer añadió:
-Lo tomaremos en mi despacho, querida. Tienes que verlo, Jan. A su lado, el despacho de la clínica no es más que una cabina de teléfonos.
-Impresionante -dijo Jan, cuando entraron en el despacho de Raimund Fleischer.
No era una habitación, sino una sala lo suficientemente grande como para montar un baile en ella.
-Ya, directamente proporcional a los gastos de calefacción -dijo Fleischer, sonriendo-. Si un día me decido realmente a convertirlo en una unidad infantil tendremos que hacer una buena inversión en recubrimientos y cierres.
Después de que Hanna les dejara el café, ambos hombres se sentaron en los sillones que quedaban en una de las esquinas, frente a una enorme biblioteca.
-Cuando hemos hablado de Kössingen has recordado a tu padre, ¿no es cierto? Fleischer echó dos cucharadas de azúcar en su taza, la levantó y empezó a revolver su contenido.
Jan asintió con la cabeza.
-¿A dónde crees que debía de ir?
-No tengo ni la más remota idea -respondió el doctor, dando un trago a su café y dejando la taza sobre la mesita auxiliar. Después se recostó en el respaldo de su sillón, cuyo cuero crujió levemente bajo su peso-. Escucha, Jan, debo serte sincero. Estoy preocupado por ti.
-¿Preocupado? -dijo Jan, sorprendido-. ¿Por mí?
-Sí. Ayer hablé con Norbert Rauh. No te preocupes, no me reveló ningún secreto profesional. Sólo quería saber en líneas generales cómo iba tu terapia.
Jan también dejó su taza. Notó que se le humedecían las palmas de las manos.
-¿Y qué te dijo?
-Que habías hecho grandes progresos, pero que aún reprimías algo. Algún recuerdo que no querías dejar salir.
-Rauh sólo me ha visto en dos ocasiones. ¿Cómo puede haberse formado este juicio?
Fleischer cruzó las piernas y juntó los dedos de tal modo que quedaron formando un triángulo sobre su pecho.
-Esta clínica tiene muchos ojos y orejas, Jan. He oído que estás investigando cosas. Que ocupas tu tiempo con asuntos del pasado. Me han dicho que fuiste a ver a Liebwerk varias veces. ¿Es eso cierto?
Jan se encogió de hombros.
-Sí.
-Me alegra que podamos hablar sinceramente -dijo Fleischer, asintiendo con satisfacción-. No esperaba otra cosa de ti.
-No he molestado a nadie con mis preguntas -dijo Jan, defendiéndose.
-Sí, amigo mío. A ti mismo -dijo Fleischer, con calma-. Te ofrecí una oportunidad laboral porque quería ayudarte a olvidar el pasado, pero para eso tienes que mirar hacia delante. Tienes que ser tú quien lo haga. Ya sé que no es nada fácil porque aquí empezó todo, pero no debes olvidar que ésta es la última oportunidad profesional que vas a tener en tu vida y sería una pena, además de una irresponsabilidad, echarlo todo a perder. Sobre todo ahora que Laszinski ha muerto.
Jan se irguió como un palo.
-¿Laszinski ha muerto?
-Sí. Dos compañeros de celda lo violaron y lo mataron a palos.
Jan se derrumbó.
-Si eso sale a la luz todos volverán a importunarme con las viejas historias...
-Seguramente, sí -dijo Fleischer-. Por ahora el asunto no es oficial y, por lo que me han dicho, van a intentar llevarlo todo con la máxima discreción, pero como la prensa se entere de algo... Se va a armar un buen revuelo.
A Jan le pareció ver los titulares frente a él. «Psicópata de bata blanca» o «Cuando los asesinos se convierten en víctimas» eran lo más inofensivo que se le ocurrió.
Si bien era cierto que el caso Laszinski sólo ocupó los medios durante unos días, estaba claro que su muerte en prisión levantaría mucho revuelo, además de todo un debate sobre el valor de este grupo de psicópatas y sus privilegios normativos, y el caso del doctor Forstner, aquel psiquiatra que agredió brutalmente a su paciente mientras los vigilantes se tomaban su tiempo para reaccionar, volvería a ocupar, sin duda, las primeras páginas de todos los diarios.
-Por eso -continuó Fleischer- es importante que aproveches la oportunidad que te doy. Como ya te dije, tu contrato indefinido avanza viento en popa, de modo que un paso en falso sería una soberana tontería. Ha llegado el momento de demostrar a todo el mundo lo buen médico que eres.
Ausente, Jan se quedó mirando por la ventana. A la débil luz de las estrellas, los árboles del parque apenas se reconocían.
«Una jaula dorada -pensó Jan-. Fleischer me ofrece su protección en una jaula dorada. Pero entonces seguiré siendo un preso...»
-¿Quieres aprovechar la oportunidad o no? -le preguntó el director.
-Sí, sí, claro.
-Bien -dijo Fleischer-. Sólo una cosa más. Me consta que también preguntaste a Norbert por Alexandra Marenburg.
-Efectivamente -dijo Jan en tono de disculpa-. Pero ya sé: tengo que dejar atrás el pasado...
-Escucha, Jan -le interrumpió Fleischer-. La chica era esquizofrénica. No es sólo que estuviera deprimida, como quería creer su pobre padre. Sufría alucinaciones, y en tales casos era impredecible. Tu padre, Jan, se preocupó mucho por ella e hizo cuanto pudo por ayudarla, pero los medicamentos no eran lo suficientemente efectivos y tenía que ser ingresada de vez en cuando. No se podía hacer de otro modo. -Hizo una pequeña pausa antes de continuar-. La noche en que se suicidó había empeorado. Aquellos días tuvimos problemas con el personal y por la noche dispusimos de un solo enfermero para dos unidades. Todo sucedió cuando el pobre hombre empezó su turno: la chica salió corriendo por el pasillo... -suspiró-, atravesó una ventana y salió al jardín, donde no dejó de correr. El enfermero llamó a la policía inmediatamente pero..., bueno, ya conoces el resto.
-Sí, perfectamente -dijo Jan, pensando en el radiocasete que llevaba en su chaqueta.
Su idea de grabar en ella la voz de una muerta le pareció de pronto tan ingenua, tan infantil, y sobre todo tan absurda, que le habría gustado poder reírse de ello.
-No quisiera meterme en tu vida privada -dijo Fleischer, inclinándose hacia Jan-, pero te daré un consejo: ten cuidado con Rudolf Marenburg. Está obsesionado con la idea de que le hicimos algo a su hija. Yo diría que en ese sentido está enfermo. Si supieras la cantidad de veces que nos ha llamado, a Rauh y a mí... En mitad de la noche. Borracho como una cuba. Dice que la culpa es nuestra, y eso que el pobre Norbert ni siquiera la conoció: la hipnosis no tiene sentido en los esquizofrénicos.
A Jan le molestó que Fleischer hablara mal de su amigo, pero entendió que tenía parte de razón: Rudi era un mal consejero en esa tesitura. De hecho, eso fue justo lo que él le dijo a Carla.
Sea como fuere, había otra cosa que le interesaba más en aquel momento, y decidió comentársela a Fleischer:
-Hace unos días el señor Liebwerk buscó en el archivo el informe de Alexandra Marenburg y no pudo encontrarlo. ¿Cómo se lo explica? ¿Cree que fue casualidad?
Fleischer cogió su café, le dio un trago, y al hacerlo miró a Jan por encima de la taza.
-No, Jan, supongo que no es casualidad. Pero si lo piensas con calma, entenderás dónde está el informe, en realidad.
Jan miró a su jefe, consternado.
-¿Yo? ¿Cómo voy a saberlo?
-Tu padre tenía el informe -le dijo Fleischer-. Alexandra era su paciente, y Bernhard solía llevarse sus historias clínicas a casa para estudiarlas durante los fines de semana. Si, como dices, el informe de Alexandra no estaba en el archivo, lo más probable es que tu padre lo tuviera en casa, o quizá en su despacho, y que con la cadena de desgracias que se sucedió aquellos días acabara perdiéndose. Como imaginarás, todo aquello supuso también un terrible descalabro en la clínica.
Jan se aferró a los brazos de su sillón. Fleischer tenía razón. Tenía que haberlo supuesto. Quizá hasta lo había imaginado pero había preferido reprimirlo.
«¿Habré estado todo este tiempo buscando respuestas en el lugar equivocado?»
-¿Otro café? -le preguntó Fleischer, señalando las tazas vacías.
-No, gracias -murmuró Jan.
Por hoy ya había tenido bastante.