26
Cuando llegó a casa aquella tarde tenía tanta hambre que tuvo que hacer un esfuerzo para no abalanzarse sobre la nevera sin quitarse siquiera la chaqueta. Marenburg no estaba y, en contra de su costumbre, no había dejado ninguna notita sobre la mesa, pero Jan no le dio ninguna importancia, vació el contenido de la nevera sobre la mesa, se cortó unas rebanadas de pan integral y empezó a comer.
Mientras se llenaba el buche de embutidos, queso y pepinillos, su cabeza parecía haberse quedado en blanco. La sensación era maravillosa. Por primera vez en muchísimo tiempo parecía dispuesta a darle un respiro. Había apretado la tecla de pausa y permitía al resto del cuerpo disfrutar de sus funciones, sin más.
Saciado ya el apetito y devueltos a la nevera los diezmados restos de su banquete, Jan fue al baño que estaba en el primer piso. Puso el tapón de la bañera, abrió el grifo de agua caliente, se desvistió, y se sumergió en ella dejando la vista perdida en las baldosas de color crema.
«Seguro que en los sesenta estas baldosas eran lo más moderno que había», fue lo único que alcanzó a pensar en la media hora siguiente.
Después del baño se sintió mucho mejor. Cogió una cerveza de la nevera y se sentó a la mesa de la cocina. Su chaqueta seguía colgada en el respaldo de la silla, y Jan sacó el radiocasete de su bolsillo interior. A la débil luz de la cocina, el viejo trasto parecía más opaco de lo normal. En las ranuras de las teclas, allí donde hacía años habían estado los símbolos blancos para play, rec, forward y backward, se había acumulado la mugre, y las teclas de play y backward estaban especialmente desgastadas.
Jan apretó play, pero lo paró inmediatamente.
«Hasta he oído a tu hermano.»
Era la voz de Alfred Wagner. La oyó tan clara e inteligible como un eco en su cabeza.
«Está con los que viven bajo tierra.»
-Un delirio mental, nada más -susurró al aparato.
Alfred debió de unir cabos sueltos: estaba claro que había oído hablar de la desaparición de Sven. Todos los habitantes de Fahlenberg conocían la historia. Y seguro que la había recordado al verlo. O quizá no la hubiese olvidado.
Aunque, por otra parte...
«¿Bajo tierra?»
¿Qué demonios podría significar aquello? ¿Que su asesino lo había enterrado? ¿Era posible que el joven chiflado hubiese presenciado la escena? ¿O que hubiese sido él el secuestrador, en definitiva?
Alfred tenía la misma edad que él, así que por aquel entonces tendría doce, y un comportamiento realmente extraño. Un niño que orinaba sobre sus compañeros, les rompía la nariz y les partía los dientes bien podría también haber secuestrado a un niño de seis años, por el motivo que fuera. Era terrible, pero no descartable.
Quizá le hubiese entrado miedo, o quizá se hubiesen peleado. Seguro que Sven habría ofrecido resistencia, y entonces...
Alfred siempre había tenido mucha fuerza. ¿Y si después había enterrado a Sven a tanta profundidad que ni los perros habían podido olerlo? Los alrededores de Fahlenberg eran lo suficientemente agrestes y extensos para que hasta el rastreador más atento acabara pasando por alto un montículo de tierra recién removida junto a un campo o en mitad del bosque. Y aunque al final utilizaron incluso sondas de metano, cuando ya estaban todos seguros de que Sven tenía que estar muerto, no encontraron más que alguna mascota ilegalmente enterrada en el huerto familiar.
Pero ¿de qué le servía pensar todo eso?
Alfred ya no disiparía sus dudas. Justo antes de irse de la clínica había llamado a la unidad de cuidados intensivos y había preguntado por él.
La enfermera que cogió el teléfono le preguntó si era el médico que había reanimado al señor Wagner, y cuando respondió afirmativamente le dijo:
-Pues no le hizo usted un favor, me temo.
Alfred estaba en coma, tenía daños cerebrales irreversibles y, por su constitución fuerte y saludable, parecía que seguiría en aquel estado una buena temporada.
-Rece para que no vuelva en sí -dijo la mujer al teléfono-. Con el poco cerebro que hemos podido rescatarle, lo mejor será que se quede como está.
Y dicho aquello, colgó.
Volvió a apretar la tecla de play. La cinta estaba puesta en la cara b, la que funcionaba cuando Sven desapareció.
En la cocina reinaba el más absoluto silencio. Sólo se oía el lacónico tictac del reloj, y ahora el murmullo de fondo del radiocasete. Nada más. Como siempre.
Cuando sucedió todo, los expertos se hicieron cargo de la cinta y la analizaron a conciencia: filtraron cada uno de los sonidos, por insignificante que fuera, y lo aislaron del resto, pero no encontraron nada que les fuera de utilidad: pasos en la nieve, probablemente suyos o de Sven, el lamento del viento nocturno y un tono breve y agudo justo antes del final.
Los técnicos se interesaron especialmente por ese ruido, que sonaba como «¡FIP!». Lo escucharon en repetidas ocasiones, aumentaron el volumen, redujeron la velocidad de reproducción y lo analizaron con todas las técnicas disponibles, pero el resultado fue, en todo caso, insuficiente.
Algunos consideraron la posibilidad de que aquélla fuera la voz de Sven. La vocecilla aguda de un niño de seis años que acabara de ser sorprendido por su secuestrador. Por alguien, quizá, que se hubiese puesto detrás de él y le hubiese tapado la boca con la mano. Otros, en cambio, creyeron que lo más probable era que aquel sonido proviniera de algún animal. Una ardilla molestada en su descanso invernal, quizá, o una marta. Sea como fuere, al final nadie pudo afirmar nada.
Jan miró atentamente el contador de la grabadora, y la apagó justo antes de que se oyera el sonido.
925. Hasta aquí y punto.
Una vez más, recordó las palabras de su padre: «A veces la vida nos plantea preguntas para las que no tenemos respuestas». Y entonces pensó que, otras veces, la vida nos confronta inesperadamente con el pasado: hacía un rato, cuando abrió el armario para coger unos calzoncillos limpios, logró a duras penas apartar de sí un recuerdo, pero ahora le había vuelto a la memoria y ya no pudo hacer nada por evitarlo.
Pensó en Alfred robando las bragas de una paciente, e inmediatamente pasó a pensar en Peter Laszinski, el corruptor de menores que desató su crisis nerviosa. Fue inevitable.
Se vio de nuevo con él en la sala de visitas. Estaban solos. Los guardias esperaban tras la puerta.
-Deme unas bragas usadas de su mujer para que me consuele por las noches -le oyó decir de nuevo-, y le mostraré todos mis registros. Así podrá saber si su hermano cayó o no en manos de un tío como yo. ¿Qué le parece? ¿Trato hecho?
Jan dudó unos segundos en contestarle. No fue más que un instante, pero bastó para desatar una sonrisa diabólica en el rostro de Laszinski. En aquel momento, el bastardo tuvo todo el poder. Había encontrado la herida abierta en el alma de Jan y le había echado sal a destajo con su sonrisa.
Por eso le pegó. No porque odiara a un pervertido hijo de puta, responsable de la muerte de una niña y de la ruina psicológica de su hermana, sino porque el criminal le había hecho daño en su propia herida. Y porque odiaba su eterna búsqueda de la verdad, convertida por entonces ya en obsesión, y su incapacidad para dejar atrás el pasado.
En la sonrisa de Laszinski había visto reflejada su propia obsesión, su vana esperanza, su desespero por que alguien pudiera explicarle lo que había sucedido con Sven. Un anhelo que era más bien una maldita adicción.
Durante un breve instante casi creyó a Laszinski -le habría entregado unas bragas de Martina sin dudarlo si con ello hubiese podido descubrir lo que pasó con Sven-, de igual modo que quiso creer a Alfred cuando le dijo que su hermano se hallaba entre los que viven bajo tierra.
«Eres un estúpido ingenuo. Siempre picas.»
El timbre de la entrada lo sacó de su ensoñación. Jan dio un trago más a su cerveza y fue hasta el pasillo. Metió la grabadora en el bolsillo de su chaqueta y abrió la puerta.
Ahí estaba Ralf Steffens, pálido como siempre, acompañado por una mujer cuyo rostro quedaba oculto por la capucha de su chaqueta.
-Buenas tardes, doctor Forstner. Ya sé que ha tenido un día muy duro, pero... ¿podemos hablar, de todos modos?
Jan recordó de pronto su cita con el enfermero. Se le había olvidado por completo y era lo que menos le apetecía en aquel momento, pero lo prometido es deuda, así que se hizó a un lado para dejarlos pasar.
-Adelante -dijo.
La mujer se quitó la capucha al pasar junto a Jan y lo miró con turbadora familiaridad.
-Hola, Jan.
Jan cerró la puerta y la miró con atención. Su rostro le resultaba familiar, pero no sabría decir de qué.
-¿Nos conocemos?
Ella se echó hacia atrás la melena ondulada, que se le había despeinado bajo la capucha, y le dijo:
-Soy Carla Weller.
Jan frunció el ceño.
-Carla Weller... Mmm... Perdona, pero no caigo.
Sonriendo, ella observó la figurita de madera del sereno sobre la cómoda de la entrada y pasó el dedo por la cabeza ligeramente empolvada de la figurita.
-No me sorprende, la verdad, aunque quizá te diga algo «Arandela». ¿O tampoco?
-¿Arandela?
-Sí, han pasado muchos años. Vamos, te doy la última pista: patio del instituto.
De pronto, Jan se puso rojo como un tomate. ¡Por Dios, claro! En aquel instante recordó a la niña que solía sentarse sobre la valla del patio de la escuela a observar a Jan y a sus amigos. No tendría más de diez años, y él ya debía de haber cumplido los doce.
Fue en el verano que precedió a la desaparición de Sven. Cada mediodía la niña se sentaba en la valla y se quedaba mirando a Jan. Era cualquier cosa menos mona. Su pelo negro y ondulado estaba siempre recogido en una coleta mal hecha que a Jan le hacía pensar en el estropajo con el que su madre quitaba los restos de comida quemada de las cazuelas.
Además, era demasiado delgada y llevaba un aparato de ortodoncia con un estribo de metal que le salía de la boca y se sostenía con unas arandelas de gomas sujetas a la nuca. A ese aparato se refirió Jan cuando un día, molesto porque ella no dejaba de mirarlo y sus amigos se burlaban de él diciendo que iban a ser novios, se acercó a la niña y le dijo «¿Quieres algo, arandela?», a lo que la niña siseó «¡Cabrón!» antes de alejarse corriendo de allí.
-Qué, ¿caes ya?
Carla lo miraba atentamente.
-Mmm, sí -dijo Jan, carraspeando-, creo que sí. Debió de afectarte mucho, dado que aún lo recuerdas, ¿no?
-Ni te lo imaginas. Pero me reconforta saber que tú también lo recuerdas.
-¿Sirve de algo que me disculpe ahora?
-Pues claro. -Carla asintió, divertida-. Borrón y cuenta nueva. ¿Dónde podemos hablar?
Todavía perplejo, Jan señaló la puerta de la cocina.
Los dos visitantes se sentaron a la mesa de la cocina y Jan les ofreció algo para beber. Carla le pidió un vaso de agua y Ralf hizo lo mismo. Mirando de soslayo la cerveza de Jan dijo:
-Demasiado pronto para repetir.
-Está bien -dijo Jan, sentándose con ellos-. ¿De qué queréis hablar?
-Se trata de Nathalie Köppler -dijo Carla.
-Sí, Ralf ya me adelantó que tenía que ver con ella.
Carla sacó un papel doblado del bolsillo trasero de su pantalón, lo desdobló y lo puso sobre la mesa.
-Intentamos entender por qué se suicidó. Ni Ralf ni yo somos capaces de explicárnoslo. No tiene ningún sentido que Nathalie quisiera saltar de un puente, así, sin más. Y esto de aquí también es muy extraño.
Empujó el papel hacia Jan. Era un mensaje de correo electrónico. Jan miró la fecha. Carla lo recibió poco antes de la muerte de Nathalie. Pocas horas antes de que él se inclinara sobre ella y le sostuviera la mano.
Jan se apoyó en el respaldo de su silla y leyó el contenido del mail. Era el mensaje de alguien completamente desequilibrado; de una persona que escribía presa de pánico, aterrorizada, incapaz de detenerse a reflexionar en el mejor modo de expresar sus pensamientos.
En aquel momento, Nathalie escribió ni más ni menos que lo que sentía, sin filtros de ninguna clase. De ahí que Jan leyera varias veces cada palabra: porque todas eran importantes.
Y entonces llegó a aquella en la que decía «¡El demonio de mi cabeza es real!», y no fue capaz de avanzar más.
Volvió a ver el rostro desfigurado de la joven ante sí. Los copos de nieve sobre su piel ensangrentada. Su único ojo, moviéndose de un lado a otro como si quisiera entender lo que pasaba. Su voz ronca; el estertor de la agonía.
«¡Doio!»
Jan sintió que se le removía el estómago.
«¡El demonio de mi cabeza es real!»
¿Cómo sonaría la palabra «demonio» si intentara pronunciarla alguien con la mandíbula destrozada?
Carla pareció notar su reacción.
-¿Qué sucede?
-Nada -mintió Jan, y levantó la vista hacia Ralf, que, aferrado a su vaso de agua, era la viva imagen del abatimiento-. Sólo pensaba que la persona que escribió este mail sufría una intensa paranoia. El demonio del que habla... Parece una alucinación.
-¡Nathalie no estaba loca! -exclamó Ralf, enfadado. Luego cerró los ojos-. Disculpe. Es sólo que... No logro entenderlo. Antes de ingresar en la clínica, Nathalie no estaba bien, eso es cierto. Tenía... Bueno, había ciertas cosas que le daban miedo. Pero no sufría alucinaciones. Y cuando volvió a casa estaba mucho mejor. Si la hubiese visto sabría a qué me refiero.
-Está bien -dijo Jan-. Te creo. Pero no acabo de entender qué esperáis que os diga.
-Tú eres psiquiatra, ¿no? -le dijo Carla-, y eres...
-Nos gustaría que nos diera su opinión -la interrumpió Ralf, lanzando una mirada rápida a la chica, y acto seguido tomó un trago de agua.
Jan los miró unos segundos. Estaba claro que había alguna cosa más. Quizá no quisieran decírselo hasta estar seguros de que podían confiar en él.
-¿Y por qué yo? ¿Por qué no habláis con el médico que la trató?
-Porque nos gustaría conocer primero tu opinión neutral -respondió Carla.
-Y porque creemos que no intentará librarse de nosotros con mera retórica y alguna que otra fórmula de cortesía -añadió Ralf-. Usted sabe lo que es perder a alguien y no saber por qué.
Jan lo miró sorprendido. Ralf era demasiado joven para haberse enterado de lo de Sven.
-¿Cómo sabes lo de mi hermano?
Ralf hizo un gesto avergonzado.
-Esto..., bueno, fue lo primero que me contaron de usted.
-¿Quién?
-¡Venga ya, Jan! -Carla lo miraba como si acabara de preguntar una tontería-. Las ciudades pequeñas como Fahlenberg tienen mucha memoria...
-Más de lo que a mí me gustaría, según veo -contestó Jan-. De acuerdo, pero entonces pongamos todas las cartas sobre la mesa. Vosotros habéis venido porque ya habéis buscado respuestas por vuestra cuenta pero ninguna os ha satisfecho lo suficiente. ¿Me equivoco?
-La policía dice que se suicidó -dijo Carla-. No se ha encontrado la prueba de ningún delito, de modo que el caso ha quedado cerrado.
-¿Y qué os ha dicho el médico que la trató?
-¿El doctor Rauh? -dijo Carla, haciendo una mueca de desprecio-. Nada.
-¿Nada?
-Se ha acogido al juramento hipocrático y me ha colgado el teléfono.
-Y yo no se lo he preguntado -añadió Ralf-. Nadie en la clínica sabe que estoy saliendo con Nathalie. Quiero decir, estaba. -Se tocó la perilla, nervioso-. Mierda, es que no puedo creerlo.
-¿Y por qué no se lo cuentas? -quiso saber Jan.
Ralf movió la cabeza hacia los lados.
-Si le hubiese dicho a Rauh, o a quien fuera, que Nathalie era mi novia, los chismorreos habrían sido insoportables. Y al final seguro que alguien habría soltado que me tiro a todas las pacientes o algo así. ¿Lo entiende?
Jan asintió con la cabeza.
-Perfectamente. Los cotilleos de hospital son los peores.
-Pero he estado informándome -continuó-. Según Rauh se trató de un «suicidio provocado por un ataque de pánico». Ni más ni menos. Y eso es todo.
-Pero ¿a vosotros no os convence?
-En cierto modo sí -dijo Ralf-, pero nos gustaría saber por qué tuvo el ataque. Qué fue lo que le provocó semejante reacción. Llevo ya unos cuantos años en psiquiatría y jamás he visto un paciente con una recaída semejante.
-Está bien -dijo Jan, frotándose las sienes-. De modo que queréis conocer mi opinión. Pues necesito que me habléis un poco más de Nathalie. ¿Qué tipo de miedos tenía? ¿Por qué ingresó en la clínica?
Una vez más, Ralf y Carla se miraron a los ojos. Ralf asintió y Carla pareció entender aquel gesto como una invitación a que hablara.
-Nathalie era una chica adorable, además de muy guapa -dijo al fin-. Cuando salíamos juntas siempre llamaba la atención, y raro era el día en que no se le acercaba algún chico para intentar ligar con ella. Tenía un imán que los atraía.
-¿Era buena flirteando?
-No, no, al contrario -dijo Carla-. No sé cómo explicártelo... Era como..., despertaba en los chicos una especie de instinto protector. Pero ella no quería salir con nadie. Los esquivaba a todos y evitaba cualquier tipo de relación con ellos. No tuvo ningún novio hasta que conoció a Ralf.
-¿Por qué?
Ralf carraspeó.
-Ella..., o sea..., tenía miedo del contacto físico. Temía el contacto con los hombres.
-¿Quieres decir que tenía miedo del sexo?
Ralf asintió con la cabeza.
-No sólo del sexo. Tardé mucho tiempo en poder cogerla del brazo sin que se pusiera tiesa como un palo.
-Pero eso no te impidió seguir saliendo con ella.
-¡Doctor Forstner, yo la amaba! -exclamó Ralf, dejando su vaso sobre la mesa con tal fuerza que vertió parte del agua-. Ya sé que puede parecer una cursilada, pero es lo que hay. Nathalie era muy especial y me enamoré locamente de ella. El sexo no era lo más importante. Y cuando ella me pidió tiempo le dije que se lo daría.
-Lo siento -dijo Jan-. No pretendía ofenderte. Sólo intento entender lo que pasó. Y respecto a lo de «doctor Forstner»... Creo que ya puedes tutearme. Aquí soy Jan, ¿de acuerdo?
Ralf asintió.
-De acuerdo, Jan.
-¿Habló con alguno de vosotros sobre el tema? Quiero decir, ¿os explicó por qué tenía tanto miedo al contacto físico?
-Sí, conmigo -dijo Carla-, y luego también con Ralf. Pero a mí me lo dijo primero. Fue por algo que le sucedió en la infancia.
-¿La violaron? ¿Abusaron de ella?
-No -dijo Carla, apartándose un mechón de pelo de la cara-. Pero fue igual de duro para ella.
Carla empezó a hablar de su amiga, y a Jan le pareció que la historia era lo suficientemente intensa para traumatizar realmente a una niña pequeña.
Nathalie no conoció a su padre. Su madre cambiaba de novio como quien cambia de ropa interior, o tenía varias aventuras a la vez, y ni haciendo un esfuerzo fue capaz de decidir cuál de sus muchos amantes podía ser el padre de su hija. Al menos eso fue lo que le contó a la niña, quien entendió que no tenía sentido preguntar más al respecto y, simplemente, creció sin una figura paterna. Aquello era lo que había, y punto.
Una vez, cuando Nathalie tenía ocho años, hubo una epidemia de gripe en su escuela. Ni los profesores pudieron escapar de ella, y llegó un día en que no pudieron impartir todas las clases y tuvieron que enviar a los niños de vuelta a sus casas antes de tiempo.
Al contrario que sus compañeros, Nathalie no se alegró demasiado con la noticia. Su madre estaba de muy mal humor últimamente, sobre todo cuando ella tenía vacaciones o era fin de semana, y lo más probable era que al llegar a casa la enviara al parque, o a donde fuera, para no tenerla demasiado cerca y poder descansar.
Ella sabía que su madre la quería. Cuando la abrazaba la llamaba «mi princesita» y Nathalie estaba segura de que lo habría dado todo por su hija, pero había días en los que la princesita se convertía en un simple estorbo y su madre no tenía ganas de estar con ella. Y últimamente esos días se habían vuelto más frecuentes.
Una vez le preguntó a su madre qué le pasaba y ella le contestó «no lo entenderías», de modo que decidió no insistir. Había cosas que los niños no debían saber, y Nathalie prefería no volver a la cama con la mejilla marcada.
El caso es que aquel día, cuando llegó a casa, abrió la puerta en silencio e intentó no hacer ruido al colgar la chaqueta y subir las escaleras, porque la mayoría de los días su madre se echaba a dormir la siesta, y más si la noche anterior había sido larga.
Justo en el momento en que iba a entrar en su habitación, Nathalie oyó un grito, y luego otro. ¡Venían del dormitorio de su madre! Asustada la pequeña corrió hasta allí y abrió la puerta.
Carla se pasó la mano por la frente y suspiró.
-Bueno, y lo que vio en aquella habitación fue excesivo para una niña de ocho años. Cuando me lo explicó, yo misma, a mi edad tardé en comprenderlo...
-¿Qué vio? -preguntó Jan.
Carla tomó un poco de agua y continuó con su relato.
Vio a su madre. Estaba arrodillada ante el radiador que quedaba debajo de la ventana y tenía las manos esposadas. No llevaba más que unas medias rotas. El resto de su cuerpo estaba desnudo, y Nathalie vio que estaba lleno de arañazos y moratones.
Aquella imagen ya fue lo suficientemente horrible, pero lo que más la asustó fue ver a los dos hombres que rodeaban a su madre. Sin contar con las máscaras de cuero que les cubrían los rostros, también ellos estaban desnudos.
Durante unos segundos, la niña se quedó petrificada. Vio a uno de los hombres golpeando a su madre en la cabeza y tirándole de un pecho mientras el otro, arrodillado detrás de ella, jadeaba. Entonces, el que estaba de pie la vio.
El silencio se adueñó de la casa durante un brevísimo instante, y por fin la niña susurró:
-¿Mamá?
El hombre que había pegado a su madre le gritó que saliera de la habitación, mientras que el otro se limitó a mirarla en silencio.
Paralizada aún por el miedo, Nathalie miró a su madre. Se había vuelto hacia ella y por la comisura de los labios le caía un hilillo de sangre.
Nathalie quiso hacer algo. Gritar. Correr hacia su madre. Protegerla de aquellos monstruos. Pero no pudo. No fue capaz de mover un solo músculo de su cuerpo y se quedó mirando lo incomprensible.
Y entonces su madre sonrió. Debía de dolerle todo el cuerpo, pero aun así le sonrió. Fue una sonrisa impropia, inconcebible. Una sonrisa que parecía salirle del alma y querer decirle «No pasa nada, todo está bien».
-No te asustes, princesa. Ve al parque a jugar un rato -le dijo.
Y su voz sonó más dulce y cariñosa que en los últimos años.
-Increíble.
Jan se echó hacia atrás y miró el techo de la cocina.
-Aquella noche su madre le habló del tema -dijo Carla-. Intentó explicarle que le gustaba que la pegaran y la violaran. Pero... ¿cómo va a entender eso una niña de ocho años?
-De ahí su miedo al contacto físico -dijo Jan-. Debió de pensar que aquello era el modo normal de tener relaciones sexuales y ya no logró sacárselo de la cabeza.
-Evidentemente, con el tiempo comprendió que hay muchos modos de relacionarse sexualmente, pero el recuerdo de aquella escena estaba siempre demasiado presente en su memoria y nunca se vio capaz de mantener una relación. Te juro que yo hice cuanto pude por ayudarla, Jan, pero en cuanto conocía a un chico, el miedo la atenazaba. Era incapaz de hablar de sexo. Ni siquiera soportaba los chistes sobre el tema.
-Y se refería a ese miedo como a su demonio -añadió Ralf. Tenía los ojos llorosos-. Llegó el día en que también me lo explicó a mí. Me dijo que no quería perderme, pero que no estaba preparada para mantener relaciones sexuales.
-¿Y cómo reaccionaste?
-Yo... le dije que no pensaba moverme de su lado y que esperaría cuanto hiciera falta. Habría esperado toda la vida si me lo hubiera pedido. La amaba con toda el alma -dijo, y rompió a llorar.
-¿Le recomendaste tú que fuera a la clínica?
Ralf sacó un arrugado pañuelo del bolsillo de su pantalón y se sonó escandalosamente.
-Sí, la convencí para que se dejara ayudar por un especialista -dijo, aún entre sollozos.
-¿Y mejoró algo?
Ralf se encogió de hombros mientras devolvía el pañuelo al bolsillo de su pantalón.
-No nos acostamos, si te refieres a esto. Pero llegué a abrazarla sin que se pusiera tensa. Y últimamente había empezado incluso a buscar mi compañía...
-Dile lo que pasó aquella tarde -le dijo Carla.
Jan la miró con curiosidad.
-¿Qué tarde?
-La tarde antes de que lo hiciera -dijo Ralf, que poco a poco empezaba a recomponerse- pasó algo extraño, pero fui tan idiota que no reaccioné.
-¿Qué fue lo que pasó?
-Había quedado con Nathalie para ir al cine. Pasé por su piso para recogerla, pero no me abrió, de modo que la llamé al móvil. Estaba en el rellano de la escalera y oí su teléfono sonando al otro lado de la puerta. Como no lo cogió supuse que habría salido a comprar algo y me quedé esperando un rato. -Ralf se quedó mirando el mantel, meditabundo, y sonrió al añadir-: A veces le entraban ganas de tomarse una de esas porciones de pizza para llevar que se venden en el restaurante italiano que queda justo debajo de su casa y salía disparada a comprársela.
-¿Y? ¿Había salido a por una pizza?
Su sonrisa desapareció tan rápido que Jan se preguntó si de verdad había existido.
-No. Marco, el dueño, dijo que llevaba días sin verla. Su polo estaba aparcado en la calle, de modo que debía de estar en casa, al fin y al cabo.
Ralf tocó con el dedo índice una gota del charquito de agua que se había formado sobre el mantel y luego se quedó mirando el dedo mojado como si nunca hubiese visto nada semejante.
-No me preocupé. No se me ocurrió que pudiera pasarle algo -dijo, en voz baja-. Sólo pensé que había tenido otro de sus ataques de sueño.
-¿Ataques de sueño?
-Sí. -Jan se secó el dedo con la palma de la otra mano-. Desde que salió de la clínica tenía ataques de sueño. Debía de ser por la medicación que tomaba.
-¿Qué le recetaron?
-Trimipramina.
-Sí, la trimipramina produce somnolencia -confirmó Jan-. ¿Qué hiciste entonces?
-Nada -dijo Ralf, alzando las manos desconcertado-. No hice nada. Volví a mi casa. Al cabo de un rato la llamé otra vez pero tampoco cogió el teléfono, y decidí dejarla tranquila porque pensé que dormía y no quería despertarla. No empecé a preocuparme hasta el día siguiente, cuando la llamé desde el trabajo y tampoco contestó. Estaba a punto de ir a su piso a buscarla cuando Carla me llamó y me contó lo que había pasado.
Jan comprendió entonces por qué el pobre le había parecido tan serio la primera vez que lo vio. Sintió una pena enorme por él.
-¡Joder! -Ralf dejó caer ambos puños sobre la mesa, y el charquito de agua se extendió en todas direcciones-. ¡Soy tan imbécil! ¡Tenía que haberme dado cuenta de que algo iba mal!
-Vamos, Ralf -le dijo Carla, poniendo su mano sobre la de él-, los reproches no sirven de nada...
-Es muy fácil decirlo. -La miró. Le temblaban los labios. Y volvió a llorar-. ¿Cómo pudo pensar que volvería a enviarla a la clínica, sin más? ¿Por qué no intentó al menos hablar conmigo? Yo siempre estuve a su lado. ¡Quizá aquella noche no se atrevió a abrirme la puerta porque tenía miedo de mí!
Antes de que Carla o Jan pudiesen decirle algo, Ralf se levantó y salió corriendo de la cocina. Lo oyeron sollozar en el pasillo.
-Dejémoslo solo un rato -dijo Jan, al ver que Carla quería ir tras él.
-Sí, quizá sea lo mejor.
Carla volvió a sentarse y empezó a juguetear con uno de sus rizos.
-¿Tú qué crees? ¿Por qué lo hizo?
-No puedo saberlo -dijo Jan, apenado-. Por lo que deduzco de este mail, debió de pasarle algo que avivó su trauma. Algo que no se esperaba y que la llevó a saltar del puente en un ataque de pánico. Pero esto no es más que una hipótesis, claro está. ¿A qué crees que se refería al decir que el demonio de su cabeza era real?
-No tengo ni la menor idea -suspiró Carla. Y luego, mirándolo fijamente a los ojos, añadió-: Cuando estuve en la comisaría me dijeron que tú fuiste el último en verla con vida.
-Así es.
-¿Dijo algo antes de morir?
-No, fue todo muy rápido.
Jan se vio incapaz de comentarle cómo fueron los últimos minutos de vida de su amiga. Y ya ni siquiera estaba seguro de que aquel sonido inarticulado que dejó escapar la moribunda tuviera algún significado.
-Lo siento, Carla, pero me temo que no os puedo ayudar.
-Está bien, no pasa nada. Pero me gustaría pedirte un último favor.
-Soy todo oídos.
-En el piso de Nathalie encontré el número de teléfono de un médico. Llamé, evidentemente, pero el doctor en cuestión no pudo decirme nada por lo del juramento hipocrático.
-Ya veo. Esperas que yo hable con él en mi calidad de médico, ¿no?
-Me debes una por lo de arandela, ¿no te parece?