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El lunes, a las siete y media de la mañana, Jan tomó posesión de su cargo en la unidad número nueve de la Clínica del Bosque.
Antes de aquello, Rudolf Marenburg le ofreció un opíparo desayuno, al que no le fue dado negarse, consistente en huevos revueltos, beicon frito, salchichas y un montón de tostadas. Jan agradeció de corazón el gesto de su amigo y comió de todo en su debido orden, aunque por lo general no solía tomar más que una taza de café. Por una parte no quería parecer desagradecido, pero, por otra, desde su separación no había vuelto a desayunar tanta cantidad y tan buena.
En realidad, si lo pensaba bien, en los últimos años de matrimonio Martina no le había preparado el desayuno ni una sola vez. La mayoría de los días se limitaba a sentarse a la mesa de la cocina con un gauloises en una mano y una taza de café en la otra y a mirarlo con expresión preocupada y al mismo tiempo desaprobadora, como diciéndole «Esta noche has vuelto a gritar», «¿Es que esto no va a acabar nunca?» y «No podré aguantar mucho más».
El desayuno de Marenburg le hizo recordar las mañanas felices al comienzo de su relación. Aquellas en las que Martina no llevaba más que unas braguitas y un albornoz y le sonreía con expresión dormida pero feliz.
Con aquel generoso gesto, además, Marenburg provocó en él una sensación que ya creía haber perdido: por primera vez en mucho tiempo volvía a sentirse como en casa..., aunque sólo fuera provisionalmente.
El caso es que Jan disfrutó de todas aquellas delicias y conversó animadamente con Marenburg sobre los titulares del Fahlenberger Boten de aquel día, pero poco después, mientras subía las escaleras que lo conducirían a su nuevo despacho, se sintió algo mareado y se propuso firmemente volver en lo sucesivo a la tradicional taza de café.
El edificio de la unidad número nueve era uno de los catorce que se habían construido en el interior del área ajardinada de la Clínica del Bosque. En la planta baja se encontraba la consulta externa de la doctora Andrea Kunert, que hacía muy poco se había instalado allí, y en el piso de encima el espacio que a partir de aquel momento sería responsabilidad de Jan: la unidad de cuidados intensivos.
Según le informaron, su predecesor, el doctor Mark Behrendt, pidió el traslado a una clínica de las cercanías de Hannover alegando motivos personales. Circulaba también una versión no oficial, en la que se mencionaba una relación tormentosa entre Behrendt y otra antigua colega de la clínica, pero como nunca había sido muy dado a prestar atención a los rumores, Jan no se interesó mucho por el tema.
El profesor Raimund Fleischer insistió en recibirlo personalmente el primer día de trabajo y acompañarlo en su visita a las instalaciones para empezar a familiarizarse con todo. Dieron una buena vuelta por el interior de la clínica y al final se lo presentó a los enfermeros de su unidad, que eran tres.
El primero se llamaba Konrad Fuhrmann, pero se presentó a sí mismo como «Konni».
-Todos me llaman así -dijo, encogiéndose de hombros-. Ah, y prefiero que me tutee. «Señor Fuhrmann» me suena raro. Espero que no le importe.
No, a Jan no le importaba, lo cual contribuyó a dibujar una gran sonrisa en la cara de Konni. La complexión del enfermero le hizo remontarse a la época que pasó en la unidad de custodia forense de un centro psiquiátrico, en el que todos y cada uno de los trabajadores podrían haberse ganado un sobresueldo haciendo de dobles de Schwarzenegger o como porteros de discoteca.
Por el contrario, Lutz Bissinger, el siguiente en serle presentado, podría haber hecho de modelo para un anuncio sobre la desnutrición mundial. Su principal fuente de alimentación parecía ser el chicle. Siempre llevaba uno en la boca, y las pocas palabras que alcanzaba a pronunciar se mecían acompasadas por el ritmo ininterrumpido de sus mandíbulas.
El tercer enfermero, algo más joven que los otros dos, se llamaba Ralf Steffens, y era un joven que parecía muy sensato. Tenía el pelo ondulado y rubio y una perilla con la que, supuso Jan, esperaba dar un toque más masculino a la suavidad de sus rasgos.
Ralf pareció darse cuenta de que Jan estaba nervioso en su primer día de trabajo, y lo ayudó cuanto pudo: le explicó con todo detalle cómo funcionaba la unidad, cuáles eran sus rutinas y qué trucos debía conocer. Conectaron enseguida, aunque, por algún extraño motivo, Jan no pudo evitar pensar que a Ralf le pasaba alguna cosa. Que algo en su vida no iba del todo bien.
Era como si se hubiese gastado en un billete de lotería el último euro que le quedaba, y ahora esperara angustiado el sorteo del sábado. Algo le afligía sobremanera, de eso no cabía la menor duda, y si se hubiesen conocido mejor Jan habría intentado ayudarlo a hablar de ello.
Sea como fuere, Ralf se explicaba con toda amabilidad y profesionalidad, y Jan se quedó impresionado por la sensibilidad que el chico desplegó en su trabajo a lo largo del día. Si era igual con los pacientes, no cabía duda de que estarían todos encantados con la atención recibida.
La manera de comportarse de Ralf y sus dos compañeros contrastaba radicalmente con el modo, rudo y distante, que estaba acostumbrado a ver en los enfermeros que trabajaban con delincuentes afectados de enfermedades mentales.
La Clínica del Bosque era otra cosa: allí, la mayoría de los pacientes pasaban las mañanas disfrutando de las instalaciones del recinto hospitalario: acudían a sesiones de ergoterapia, participaban en programas de psicomotricidad, música o pintura, o se inscribían en talleres para preparar su reinserción laboral.
Jan dedicó aquel paréntesis sin pacientes a familiarizarse con los formalismos y el sistema de documentación de la clínica. Después acudió a la sesión médica de todos los lunes, en la que Fleischer aprovechó para darle de nuevo la bienvenida esta vez ante el resto de sus colegas y con toda formalidad.
Después de comer comenzaban las visitas. Era el momento de hablar con los pacientes y atenderlos personalmente. Una vez más, no pudo evitar pensar en su antiguo puesto de trabajo y en lo distinto que era todo aquí: entre los pacientes de la Clínica del Bosque no había nadie del tipo «Yo pasaba casualmente junto al patio del colegio y aquel chico me obligó» ni tampoco aquellos «Créame, señor, a ella le encanta que la estrangule, aunque admito que esta vez quizá he apretado demasiado».
Aquí en Fahlenberg había otros problemas, mucho menos ásperos; problemas con los que Jan podía manejarse mucho mejor: el profesor de primaria que trabajaba en uno de los centros sociales más marginados de la ciudad y de pronto pierde los estribos en una clase de gimnasia y enloquece porque ya no es capaz de soportar los gritos y la rebeldía de sus alumnos; la madre soltera y depresiva que está convencida de que lleva una eternidad en el paro porque no sirve para nada y es un parásito de la sociedad...
El último paciente de aquella tarde fue un joven que proyectaba sus delirios psicóticos en su vecina de setenta y ocho años.
-Lo hace cada noche, créame -le dijo el hombre, revolviéndose nervioso en la silla donde se sentaban los pacientes de la pequeña consulta de Jan-. Todas las malditas noches, sin importarle que yo me haya echado en la cama, en el suelo o en el sofá. Siempre que estoy a punto de dormirme, acerca su horrible cabeza a la pared y me insulta. Luego, cuando me la encuentro por las escaleras, es jodidamente simpática, pero me apuesto lo que quiera a que de noche puede ver a través de las paredes. ¡Ja! ¡Esa maldita bruja asquerosa!
Por supuesto, el paciente no podía aceptar que lo de la anciana que traspasa paredes no era sino un impulso alterado de sus sinapsis. Jan decidió aumentar la dosis de la medicación. Lo más importante ahora era conseguir que remitieran las alucinaciones para poder mantener una conversación razonable con él. Si el paciente no era capaz de admitir su enfermedad, ya podía olvidarse de lograr algún avance en su terapia.
Cuando el joven se hubo marchado, Jan empezó a escribir su informe. Y cuando alzó la cabeza, al acabarlo, vio a un tipo muy alto apoyado en el marco de su puerta. Tenía las manos metidas en los bolsillos, en un gesto cómodo y relajado, y le sonreía amablemente.
-¿Haciendo horas extras el primer día? No te acostumbres. Al final no podrás separar el trabajo de lo que no lo es...
El hombre que tenía frente a sí parecía salido de una revista de moda para cincuentones elegantes y modernos, y la sonrisa pícara con la que lo observaba le hacía parecer varios años más joven de lo que era.
-Soy Norbert Rauh -se presentó-. Creo que Raimund ya te ha hablado de mí.
-Lo ha hecho, sí -respondió Jan.
De modo que aquélla era la «condición» de Fleischer: un tipo del que, a primera vista, no podía decir si le resultaba simpático o no.
Sin esperar a que lo invitara a pasar, Rauh entró en la pequeña consulta y se sentó en la silla dispuesta para los pacientes. Jan notó el discreto aroma de su loción para después del afeitado.
-Me alegro de volver a verte -le dijo Rauh-. La última vez que coincidimos debías de tener diez o doce años. Seguro que ni siquiera te acuerdas de mí.
-Pues no, la verdad es que no.
-Ha pasado mucho tiempo -dijo Rauh, lanzando un suspiro-. A veces me parece una eternidad. Yo conocía a tu padre, ¿sabes? Colaboramos juntos en un proyecto de investigación. Hipnoterapia. A Bernhard le fascinaba el tema. Su muerte fue una pérdida terrible. Inconcebible. Tu padre fue un hombre maravilloso.
-¿Trabajasteis mucho tiempo juntos?
-Algo más de dos años. Tras su muerte continué un tiempo solo con el proyecto, hasta que conseguí convencer a dos colegas más que hasta cierto punto me recordaban a tu padre y podían llegar a estar a su altura. Creo que él se habría sentido muy satisfecho con los resultados.
-No estaba al corriente de que en la Clínica del Bosque hubiese un departamento de investigación.
Rauh movió la cabeza en señal de negación.
-Es que no lo hay. Por aquel entonces cooperamos con la Universidad de Ulmer. Después trabajé en Cambridge y Oxford, y hace cuatro años, por fin, volví a mi vieja patria dando un pequeño rodeo por Hamburgo. -Rauh volvió a sonreír, aunque en esta ocasión no parecía tan seguro de sí mismo, sino más bien melancólico-. Creo que sabes perfectamente lo que significa volver a tus raíces en busca del calor y el amparo del primer hogar. Claro que nuestros motivos han sido diferentes: en mi caso, la edad comienza a pasarme factura y no puedo ignorarla... Pero no he venido a verte para hablarte de mí, como ya debes de haber imaginado.
Jan comprendió perfectamente a qué se refería y decidió abordar el tema sin más dilación.
-El doctor Fleischer me sugirió que fuera a tu consulta. Dijo que podrías ayudarme.
-Exacto. -Rauh asintió con la cabeza y miró a Jan de arriba abajo-. Pero ¿a ti qué te parece, Jan? ¿Crees que podré ayudarte?
Por un momento, Jan vio ante sí la imagen de su exmujer. Martina estaba en el dormitorio, metiendo sus últimas pertenencias en una maleta. En la calle, frente a la puerta, había aparcado un camión de mudanzas en el que el cuñado de Jan (ahora ya excuñado) iba colocando cajas y más cajas. Jan recordaba perfectamente la mirada de Martina y la determinación que escondían sus gestos. Cualquier intento de hacerla cambiar de opinión habría sido inútil..., aunque él hubiese querido. Pero en el fondo sabía que aquello era lo mejor.
Recordó las últimas palabras de Martina, justo antes de subirse al camión con su hermano y desaparecer para siempre de su vida: «Algún día comprenderás que no podrás superar tus traumas sin ayuda. Espero de todo corazón que encuentres a la persona que te ayude a ir en esa dirección. Está claro que esa persona no he sido yo».
-No pareces muy convencido -le dijo Rauh, sacándolo de su ensimismamiento.
Jan dudó antes de responderle; dejó que las palabras de Martina resonaran un poco más en su interior y por fin asintió.
-Bueno, al menos debemos intentarlo.
Con una sonrisa de satisfacción, Rauh se llevó las manos a los muslos y añadió:
-Bien, pues te tomo la palabra. Ven a verme mañana después del trabajo a la unidad número doce.
-De acuerdo -dijo Jan-, pero espero que trates el tema con discreción...
-La versión oficial será que vienes a mi consulta para debatir conmigo sobre asuntos de psiquiatría -le aseguró Rauh, y a continuación le guiñó un ojo y añadió-: Quién sabe, al final quizá también lo hagamos. Cuando comprendas lo efectivo que es mi método... Estaría encantado de volver a colaborar con un doctor Forstner.
Jan continuaba sintiendo cierto desasosiego ante la idea de someterse a la terapia de Rauh. Le daba miedo asomarse a los entresijos de su pasado y abrir la puerta a esos viejos fantasmas que tanto le había costado encerrar. Pero aquélla era la condición que le había puesto Fleischer, y también estaban las palabras de despedida de Martina, en las que se escondía mucha más verdad de la que había estado dispuesto a reconocer.
-Bueno, no quiero retrasar aún más tu hora de salida -indicó Rauh mientras se levantaba. Y ya estaba llegando a la puerta cuando se dio la vuelta y le preguntó-: Por cierto, ¿dónde te has instalado? Si no me han informado mal, la casa de tus padres aún está en alquiler, ¿no?
-Me quedaré unos días en casa de un amigo -dijo Jan. Y, siguiendo una corazonada, añadió-: Rudolf Marenburg. ¿Lo conoces?
-Marenburg... -dijo Rauh, pensativo-. Bueno, decir que lo conozco sería excesivo. Ha vivido en Fahlenberg toda su vida, como yo, y ésta es una ciudad pequeña. Todos nos cruzamos con todos en algún momento.
-Si trabajaste en la clínica con mi padre, debiste de conocer a su hija, Alexandra.
-Sé que murió mientras la estaban tratando -dijo Rauh, y movió un brazo en un gesto de tristeza-, pero no recuerdo nada más. Hace ya una eternidad de aquel suceso.
-La internaron por depresión en la unidad en la que trabajaba mi padre -dijo Jan, intentando salir al rescate de la memoria de Rauh-. Una noche de enero tuvo un ataque de locura, se escapó de la clínica y se ahogó medio desnuda en el lago helado del parque.
Rauh pareció recordarlo todo de pronto.
-¡Ah, sí, es cierto! Una chica muy guapa... Y qué muerte más trágica. Tú estabas en el parque cuando ella murió, ¿no?
A Jan no le gustó el modo en que Rauh se refirió a Alexandra. Por mucho que su ropa de marca le hiciera parecer el modelo de una revista de moda, como actor no valía un céntimo.
-No imagino qué pudo asustarla tanto -continuó Jan-. Parecía aterrorizada, como si la estuviese persiguiendo el mismísimo diablo.
Rauh levantó las manos en un gesto de aflicción y añadió:
-Como ya he dicho, todo esto pasó hace mucho tiempo. Creo recordar que sus depresiones la habían llevado a padecer fobias muy intensas. Pero, sea cual sea el motivo de su muerte, ya no podemos hacer nada. ¿Por qué te interesa tanto?
-Bueno, aún hoy me pregunto qué es lo que mueve a una joven a correr por el parque en invierno, vestida apenas con un par de prendas de ropa.
Rauh asintió muy serio.
-Sí, lo entiendo. Pero por otra parte debes aprender a librarte de ese tipo de preguntas, Jan. No siempre vas a poder encontrar las respuestas a lo que te plantees. En mi consulta podré ayudarte a vivir en el presente. Al fin y al cabo estamos aquí muy poco tiempo, y es mejor no pasarlo anclados en el pasado, ¿no te parece?
«Librarse del pasado -pensó Jan-. Es más fácil decirlo que hacerlo. Sobre todo cuando el pasado te lleva al futuro con tantas preguntas sin responder.»