60
Jan y Rauh siguieron a pie las indicaciones del mapa, adentrándose cada vez más en el bosque. El coche tuvieron que dejarlo en el aparcamiento, porque ya no podía avanzar más.
Ambos se mantuvieron en la parte central del camino, donde era más transitable. A su alrededor sólo se oían los típicos ruidos de un bosque invernal. A lo lejos graznó un cuervo, montoncitos de nieve iban cayendo de las ramas aquí y allá y de vez en cuando se oía un crujido entre los arbustos.
-No será en absoluto fácil encontrarlo -dijo Rauh al tiempo que se detenía.
Metió las manos en los bolsillos y miró hacia los lados.
Jan no perdía las manos de Rauh de vista, y ahora que las tenía ocultas todas sus alertas se dispararon. El hombre debió de notarlo porque lanzó un suspiro con el que formó una nube de vapor que parecía el humo de un cigarrillo.
-¿Aún dudas de mí?
-¿Qué harías tú en mi lugar?
-Está bien, regístrame, a ver si así te quedas más tranquilo. -Rauh sacó las manos de los bolsillos y las levantó-. Aparte del mapa, la linterna, un paquetito de caramelos de menta y las llaves del coche no llevo absolutamente nada.
Jan hizo un gesto de rechazo.
-Mejor dime cuánto hemos avanzado.
Rauh sonrió y sacó el mapa doblado de su bolsillo. Al hacerlo se le cayó un objeto plateado al suelo. Era un mechero, que se quedó clavado en la nieve a sus pies.
-Vaya, pues sí que llevaba algo más.
Rauh se inclinó a toda prisa y cogió el mechero.
-Lo había olvidado -dijo, y lo limpió con los dedos.
-Es muy bonito -dijo Jan.
-Sí. -Rauh volvió a metérselo en el bolsillo-. Me lo regaló mi exmujer. Carmen. Anteayer habríamos celebrado nuestro décimo aniversario.
-Lo siento.
-Ya hace tiempo de eso. -Sin mirar a Jan a los ojos, Rauh desdobló el mapa y señaló uno de los puntos que estaban marcados-. Debemos de estar por aquí.
-Pues vayamos hacia allá -dijo Jan-. Según esto, a unos cien metros hay una pequeña colina. Quizá desde ahí arriba podamos ver todo mejor.
-Me parece bien -dijo Rauh, volviendo a doblar el mapa-. En marcha. Movámonos o moriremos congelados.
Poco después llegaron a una bifurcación. El camino de la izquierda conducía a la parte del bosque que Alfred había vendido, y el de la derecha estaba bloqueado por un armario de metal viejo y oxidado. En su día debió de estar pintado de rojo y blanco, pero ahora apenas podía distinguirse su color. Sólo al cartel de plástico amarillo que colgaba de él parecía de un tiempo algo posterior:
TERRENO PRIVADO
PROHIBIDA LA ENTRADA
-Debió de escribirlo Alfred -dijo Rauh.
-Seguro -asintió Jan-. Bueno, pues hasta aquí hemos llegado.
-¡Mira, ahí!
Rauh señaló entonces una serie de colinas sobre las que crecían gruesos abetos.
Jan las miró atentamente. Eran tan regulares, estaban tan perfectamente alineadas... que parecían artificiales. Entonces se acordó de uno de sus profesores del instituto, el señor Hass, que le enseñó geografía e historia, y le vinieron a la mente las anécdotas que les contaba sobre el pasado de Fahlenberg.
-Son tumbas celtas.
-Me has leído el pensamiento -dijo Rauh-. Una más o menos no llamaría la atención.
-Vamos.
Durante más de media hora estuvieron mirando en todas las colinas para ver si encontraban una entrada secreta, pero fue en vano. Por lo visto, todas aquellas elevaciones eran en realidad tumbas de hacía más de tres mil años.
-Qué rabia -dijo Rauh-. Estaba seguro de que encontraríamos el búnker.
Se frotó las manos. Su cara, por lo general tan perfectamente bronceada, estaba pálida por el frío, mientras que sus mejillas y la punta de su nariz, rojas como las de un payaso.
Jan también estaba entumecido y apenas se sentía las manos y los pies.
-Pues no nos quedan muchas opciones, ¿no? Si no me equivoco, el mapa indica que unos doscientos metros más allá vamos a parar a una urbanización.
-Quizá no exista el búnker, Jan -dijo Rauh, en voz baja.
-Quizá -repitió Jan, tan decepcionado como Norbert-. Aunque... ¡espera! ¡Creo que sí!
Anduvo hasta un haya que quedaba a unos cincuenta metros de las colinas. Tenía que ser un árbol muy viejo. Parecía un gigante entre los abetos. A ambos lados del tronco se habían formado unas protuberancias gruesas y nudosas, cubiertas por años y años de moho y musgo. Dos de esas protuberancias resultaban especialmente llamativas: parecían sendas manos. Unas manos de dedos tullidos y amenazadores. Como garras.
-Manos como garras.
-¿Cómo dices? -Rauh lo miró, sorprendido.
Jan se acercó al árbol, lo miró de cerca y asintió.
-Un amigo mío, Hubert Amstner, me habló hace poco de las alucinaciones de Alfred -dijo, dirigiéndose a Rauh que en aquel momento ponía cara de dolor porque al acercarse al haya se había pinchado las piernas con un arbusto-. Me dijo que Alfred le había hablado de los que vivían bajo tierra, y de la Virgen con manos como garras. Pues bien, aquí está.
Jan señaló una imagen de la Virgen colgada de la corteza del árbol. Tras décadas y décadas de exposición a los elementos, la ilustración estaba descolorida y amarillenta, pero aún podía reconocerse la imagen de la Madre de Dios.
-De modo que ahora estamos en el sitio correcto -dijo Rauh, librándose del ataque de una rama-. Sin duda esto parece obra de Wagner.
Jan palpó el tronco del árbol.
-Sí, y hay que estar en este lado del haya para ver la imagen.
-Supongo que nadie subirá hasta aquí voluntariamente -dijo Rauh, estirando de una rama llena de pinchos que se había enganchado en sus pantalones.
-Seguramente está hecho a propósito: deben de haber dejado crecer tanta maleza para asegurarse de que a nadie se le ocurra subir hasta aquí.
-Diría que no llevo la ropa adecuada para la ocasión -suspiró Rauh.
-La verdad tiene su precio -dijo Jan, abriéndose camino por los arbustos.
En el suelo apenas se veía nieve. La mayor parte había sido absorbida por los arbustos, y lo que aún quedaba parecía más bien una fina capa de azúcar. Jan cogió una rama que había en el suelo y la utilizó para apartar raíces, ramas, hojas y pinchos. A cada paso que daban se le enganchaba algo en la ropa. Él miraba hacia la izquierda mientras Rauh controlaba la derecha. Al cabo de unos pasos, Rauh se detuvo de golpe.
-¡Aquí!
Jan se abrió camino hasta él. La oxidada tapa del suelo apenas podía verse entre la maleza.
-Me apuesto lo que quieras a que no es un sumidero -dijo Rauh, triunfal.
-Seguro -dijo Jan.
Sintió que se le revolvía el estómago, pero hizo un esfuerzo por sobreponerse y se arrodilló junto a Rauh, que había empezado a apartar la maleza para abrir la compuerta, cosa, sorprendentemente, pudieron hacer sin dificultad.
-¡Está engrasada! -dijo Jan, pasando un dedo por las bisagras-. Alguien tiene que haber estado aquí hace poco.
-Lo cual significa que el búnker aún se usa -añadió Rauh-, aunque no sabría decirte para qué.
Jan miró hacia el agujero, por el que descendía una escalera de metal.
-Amstner me dijo que Alfred solía desaparecer días enteros, e incluso semanas, en el bosque. Igual venía a esconderse aquí.
Rauh frunció el ceño y miró a Jan.
-¿Estás pensando lo mismo que yo?
Jan le devolvió la mirada y sintió que el estómago se le revolvía de nuevo. Tenía ganas de vomitar.
-Si mi padre vino hasta el aparcamiento del bosque y el secuestrador de Sven lo escondió aquí dentro y Alfred Wagner era el único que sabía de la existencia de este búnker...
-Entonces Alfred tuvo que ser el secuestrador -concluyó Rauh, al ver que Jan no lograba acabar la frase.
-Pero ¿por qué iba él, a sus doce años, a raptar a un niño de seis? -Jan se pasó la mano por el pelo, molesto-. ¿Qué sentido tendría?
-Por desgracia ya no podrá respondernos -dijo Rauh, mirando a su vez hacia el agujero-. Pero, en cualquier caso, no olvides que esto no es más que una hipótesis, ¿eh? Puede ser que tu hermano nunca estuviera aquí dentro, por mucho que Alfred dijera que sí. Ya sabemos cómo es esto de las alucinaciones... Aunque, en justicia, debemos admitir que el pobre chico dijo más verdades de las que estuvimos dispuestos a creerle.
Seguían mirando hacia el agujero. Jan pensó que iba a vomitar de verdad. Siempre había creído que lo que más temía era la incertidumbre, lo desconocido, pero... Ahora que quizá se encontraba ante las respuestas, ahora que quizá podía dar fin a las preguntas que lo habían atormentado durante más de veinte años... Su miedo era mayor que nunca.
Porque la respuesta sería definitiva.
En cuanto la conociera, no habría espacio para la esperanza.
Si hallaba ahí abajo los restos mortales de Sven ya nunca podría repetirse que su hermano seguía vivo en algún lugar.
«Pero al menos estarás seguro -le dijo su yo más racional-, y podrás mirar hacia delante. Vivir tu vida. Volver a empezar. Sin pesadillas.»
-¿Qué te parece? -le preguntó Rauh-. ¿Bajamos?
Jan volvió a la realidad y le dijo:
-Detrás de ti.
Rauh se encogió de hombros y sacó la linterna de su bolsillo.
-Como quieras.
Vacilante, el hombre iluminó el agujero. La escalera de metal bajaba unos tres metros y daba a un suelo de hormigón.
-El mundo es de los audaces -dijo Rauh, pasándose la mano por el pelo, y bajando los peldaños con cuidado. Una vez abajo, gritó-: ¡Está bien, puedes bajar!
Jan respiró hondo y empezó a bajar él también. Con cada peldaño que pisaba, el olor a hormigón frío y a metal oxidado aumentaba un poco más.
Una vez abajo, de pie junto a Rauh en aquel pasillo estrecho y oscuro, alzó la vista al cielo y tuvo la sensación de que el mundo se había vuelto inalcanzable. Los árboles y las nubes parecían haber pasado a formar parte de un mundo que ya no existía. Era como si se hallara en su tumba, mirando hacia arriba, justo antes de que el sepulturero echara mano a la pala y le llenara la tumba de tierra.
-Caray, qué estrecho es esto -dijo Rauh, que parecía sentir la misma zozobra que él-. ¿Te imaginas cómo debían de sentirse los soldados? Es decir, nosotros podemos dar la vuelta en cualquier momento y salir cuando queramos, pero ellos... Ahí fuera había disparos y bombas...
Se detuvo un segundo y carraspeó, nervioso.
-¿Tienes claustrofobia?
-Que yo sepa, no -dijo Rauh, haciendo un gesto de disculpa con la mano-. Pero ya ves, uno nunca deja de sorprenderse a sí mismo.
-¿Quieres que volvamos?
-No, no, ya se me pasará. Además, siento demasiada curiosidad.
Se puso en marcha de nuevo y fue iluminando las paredes de hormigón con su linterna. En el pasillo cabían justo los dos hombres de lado. Jan no pudo evitar pensar en la época que pasó en el servicio militar. Aquel pasillo era lo que se conocía como un «protector de metralla», y su función era proteger la entrada del búnker. Aunque se hiciera explotar la escotilla, la verdadera puerta del búnker se hallaba unos seis metros más allá, justo detrás de una curva, y la honda expansiva de la explosión no podría llegar hasta ella.
-Bienvenidos al pasado -murmuró Rauh, iluminando la gruesa puerta blindada.
En la pared de al lado, con grandes letras góticas, podía leerse la leyenda:
¡CUIDADO!
¡PROHIBIDO FUMAR O ENCENDER FUEGO!
Y justo debajo podía verse el águila del imperio y la cruz gamada.
La puerta no tenía pomo ni mecanismo alguno de abertura. No era más que una plancha lisa de metal sobre la que el paso del tiempo había dejado caer una pátina de óxido regular. Abajo, a la derecha, Jan descubrió el nudo deshilachado de una soga que impedía que la puerta se cerrara del todo.
-Así era como Alfred cerraba desde fuera -dijo, empujando la puerta.
Ésta se abrió con un crujido. Dentro reinaba la oscuridad.
-Aquí se le acabó el lubricante -dijo Rauh, acercándose a Jan.
A la luz de la linterna, llegaron a otro pasillo algo más ancho. Justo a la derecha de la puerta quedaba un corto pasillo que iba a parar a una sala pequeña en la que apenas cabía un generador de electricidad. El suelo estaba lleno de excrementos de rata, hojas secas y trozos de papeles viejos y arrugados. En una esquina, dos latas de cerveza con el cierre oxidado.
-Cerveza de Fahlenberg -leyó Rauh-. Son antiquísimas. Podríamos vendérselas a algún coleccionista.
Jan miró las latas. Volvió a sentirse mal. Cerró los ojos y tuvo que recostarse en la pared.
Rauh lo miró, preocupado.
-¿Todo en orden?
-Acabo de acordarme de Rudi Marenburg. Espero que esté bien.
Rauh movió la linterna de las cervezas a Jan, y de nuevo a las cervezas. Entonces carraspeó y dijo:
-Escucha, Jan, tengo que decirte algo.
-Adelante.
-Es cierto que ayer fui a ver a Marenburg, poco antes de que lo atacaran.
Jan entornó los ojos.
-¿Cómo dices? ¿Por qué?
-Marenburg llevaba años intentando poner a la gente en contra de la Clínica del Bosque, porque estaba convencido de que los médicos teníamos la culpa de la muerte de su hija. Decía que se suicidó por nuestra culpa -dijo Rauh, con aparente tristeza-. Sé que vosotros erais amigos, pero igual no llegó a comentarte que abrió dos procesos jurídicos contra la clínica, los dos sin éxito para él. Pero eso era lo de menos. Se había propuesto arruinar nuestra reputación, y tarde o temprano lo habría conseguido, sin duda.
-¿Y por eso fuiste a verlo?
-Bueno. Básicamente lo hice por tu amiga, la señorita Weller -le contestó Rauh-. El dolor de Carla por la muerte de su amiga es muy intenso y me temo que Marenburg quiso aprovecharse de ella para intentar demostrar su teoría de la conspiración. Yo estaba muy enfadado y quise hablar con él. Quería hacerle entender lo que había logrado. ¡La pobre chica se cortó las venas para ser atendida en la clínica! Eso es una barbaridad, Jan, y estoy seguro de que piensas como yo. De todos modos, Marenburg no tenía ningunas ganas de hablar conmigo y enseguida me invitó a irme de su casa. -Rauh se pasó la mano por la cara-. Quería que lo supieras.
Durante unos segundos reinó el más absoluto silencio. Sólo se oía el silbido del viento entre las rendijas de las piedras.
-Está bien -dijo Jan-. No estaría aquí si no te creyera. Sigamos adelante.
Rauh sonrió débilmente y volvió a iluminar la salita. Frente al generador había tres bidones, y olía a gasolina.
-¿Crees que aún funciona?
Jan inclinó la cabeza.
-Ni idea. Es posible. Por su aspecto parece que vaya a explotarnos en las narices en cualquier momento, pero no se me ocurre otra explicación que justifique los bidones... Además, éstos son mucho más modernos que el generador.
Rauh miró el aparato atentamente y se puso manos a la obra. A Jan le sorprendió su habilidad. Jamás habría pensado que un dandy como Rauh pudiera ser tan manitas.
Al poco tiempo la máquina se puso en funcionamiento entre traqueteos, y las bombillas, cuyo cableado pendía del techo, se encendieron obedientemente.
-Mira, quién lo iba a decir -dijo Rauh, encantado, mientras se limpiaba las manos en los pantalones-. De algo tuvieron que servirme los años de estudiante sin blanca, ¿no? Pero no sé cuánto tiempo durará la luz, así que démonos prisa. Echemos un vistazo y salgamos de nuevo.
Salieron de aquella sala y Rauh cerró la puerta para amortiguar el ruido y el olor del generador.
Era agradable tener luz. Jan sintió que la claustrofobia desaparecía levemente. Ya no sentía la angustia de estar enterrado en vida, o al menos no de un modo tan intenso como antes.
El búnker era bastante más grande de lo que habían creído. En torno al ancho pasillo central había cinco salas: dos a cada lado y una enfrente. Las dos primeras puertas, a derecha e izquierda, daban a sendas habitaciones cuadradas, y en cada una de ellas había dos literas oxidadas. Los colchones estaban raídos y rotos. Los ratones y las ratas debían de haber instalado sus madrigueras en su interior.
Sobre uno de los colchones había una caja vieja y sucia de Bob Esponja y una manta con indios dibujados. El techo estaba cubierto con recortes de periódicos y revistas porno en los que aparecían mujeres desnudas. Bajo el somier de la cama de arriba podía verse el enorme póster de un reclamo publicitario: una compañía de seguros mostraba una casa preciosa frente a la que una pareja joven y enamorada con dos niños encantadores sonreía a la cámara, como dando a entender que, gracias a su magnífico paquete de seguros, su vida era pura felicidad.
En aquel búnker, el anuncio le parecía la peor y más hiriente de las ironías. ¿Cuántas noches habría pasado Alfred Wagner en aquella habitación, mirando la imagen de la familia ideal e imaginando cómo sería la vida con mujer, hijos y un hogar propios, en lugar de la soledad en un viejo búnker nazi abandonado?
-Muy triste, ¿no?
Jan dio un respingo. No se había dado cuenta de que Rauh estaba a su lado.
-Perdona, no pretendía asustarte. He mirado en la sala de al lado y no hay nada especial: algo así como una sala de reuniones, además de un lavabo. La puerta del fondo está cerrada.
Jan miró al pasillo, sorprendido.
-¿Cerrada?
-Sí, a mí también me ha sorprendido. Tiene un candado enorme, muy pesado y desde luego mucho más moderno que el resto del búnker.
-¿Y qué sentido tiene cerrar con candado una habitación aquí abajo?
-Ni idea -dijo Rauh, encogiéndose de hombros-. En una de las salas hay algunas herramientas, pero me temo que nada con lo que podamos abrir el candado.
Rauh se había convertido en MacGyver. Estaba distinto. Ni siquiera parecía importarle que su carísima ropa de marca estuviera destinada al cubo de la basura después de aquella excursión, ni que sus manos, siempre tan cuidadas, pudieran confundirse con las del mecánico de un taller de coches. Si hubiese querido engañarlo, seguro que habría hecho todo lo posible por mantener su imagen de dandi con la máxima meticulosidad. Y, sin embargo... La idea de que Rauh estuviese diciéndole la verdad no lo tranquilizaba como habría sido de esperar.
-¿Te encuentras bien? -le preguntó entonces-. Estás muy pálido...
-Voy tirando -dijo Jan-. Debe de ser el aire de aquí abajo.
Rauh asintió.
-Muy seco, sí. Habría jurado que tenía que ser húmedo, pero no. Hasta el lavabo está seco. Por cierto, ya sé por qué Alfred creía que Hitler le hablaba desde el lavabo.
-¿Ah, sí?
-Algún gracioso debió de colgar la foto del Führer de la cadena del inodoro.
Jan devolvió la sonrisa a Rauh.
-Un buen sitio, sin duda.
-Pero ese candado ahí... sigue siendo muy raro. Mira, parece que antes había otro, ¿lo ves? Por algún motivo decidieron cambiarlo...
Oyeron un golpe muy fuerte que les puso la piel de gallina.
-¿Qué ha sido eso? -preguntó Rauh, en voz baja.
-¿Un disparo?
-A mí también me lo ha parecido, sí.
Rauh sacó su linterna del bolsillo, la movió en la mano como si sopesara cuán fuerte podía golpear con ella, se acercó a la puerta y miró por la rendija.
-¿Y bien? -susurró Jan, sintiéndose ridículo porque no había motivo alguno para bajar la voz: si había alguien ahí abajo, ya los habría oído.
-Nada -dijo Rauh, sin apartar la vista del pasillo.
Y dicho aquello empezó a caminar hacia el lugar del que había venido el ruido.
Jan lo siguió. La puerta de la habitación de al lado estaba ligeramente abierta. Jan y Rauh se colocaron a ambos lados e intercambiaron una mirada de preocupación. Si lo que habían oído era en verdad un disparo, lo único con lo que podían protegerse era una linterna.
-¡Salga de ahí! -gritó Jan.
Rauh levantó la linterna y la sostuvo aún con más fuerza.
Silencio.
-Vamos, salga, sabemos que está ahí.
Nada.
Volvieron a mirarse. Rauh señaló el pomo de la puerta, y Jan asintió.
En aquel preciso momento, la luz empezó a parpadear. Jan rezó para que el generador aguantara un poco más. Al menos hasta descubrir quién había ahí abajo.
Por lo visto, sus oraciones fueron escuchadas. La luz dejó de parpadear, y en ese momento Jan cogió el pomo de la puerta y la abrió de par en par.
Ahí no había nada.
La sala estaba vacía.
Rauh encendió la linterna y miró en su interior. Entonces empezó a reír. Jan se le acercó para ver qué era lo que le hacía tanta gracia, y tuvo que admitir que no estaba mal.
Rauh movió la cabeza hacia los lados.
-¡Vaya par de miedicas! ¡Explota una vieja bombilla y casi nos lo hacemos encima!
-Bueno, ¿quién dijo que los psiquiatras tenían que ser valientes?
-Cierto, cierto -dijo Rauh, cambiando la bombilla para iluminar la sala.
-Es increíble, ¿no? -dijo Jan, mirando la cantidad de latas de conserva que llenaban tres de las paredes de la sala-. De modo que aquí guardaba Wagner su arsenal.
-Hay miles de latas -dijo Rauh.
Cogió una e iluminó la tapa, para ver la fecha de caducidad.
-Marzo de 1989. Madre mía, está todo caducado.
Jan volvió al pasillo y observó desde allí a Rauh, que se hallaba en medio de la sala y parecía el encargado del inventario de un supermercado.
-Todo está perfectamente ordenado -estaba diciendo el hombre en ese momento-. Todas las etiquetas miran hacia delante.
Allí había una cantidad ingente de carne enlatada, guisantes, zanahorias, embutidos, raviolis, judías, sopas de todos los tipos y las más diversas frutas en almíbar.
-No me extraña que Alfred pudiera pasar semanas enteras en el bosque. Aunque las fechas de caducidad ya han expirado, las conservas pueden aguantar mucho más.
-Pues ahora que lo dices, tienes razón -le dijo Rauh-. Recuerdo que durante la guerra mi madre...
Rauh se detuvo a media frase. Abrió los ojos como platos y miró a Jan como si acabara de ver a un fantasma. Éste estaba a punto de preguntarle qué le pasaba cuando oyó un ruido a su espalda. Pero antes de poder darse la vuelta, le propinaron un golpe fortísimo en la cabeza.
Vio estrellas explotando ante sus ojos. Se tambaleó e intentó evitar la caída, pero no podía controlar su cuerpo. Justo antes de desmoronarse en el suelo, vio la figura alargada de un hombre a sus espaldas. Después, todo desapareció a su alrededor.
Lo último que vio fueron latas de conservas.