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La mayoría de las casas unifamiliares de la calle Schlesisch se construyeron inmediatamente después de la guerra, cuando los desterrados de la región de los Sudetes tuvieron que volver a Alemania y llegaron a Fahlenberg, como a tantas otras ciudades. Pese a las prisas con las que fueron construidas, «las colonias de refugiados», como se las conoció durante muchos años, estaban hechas de materiales de primera calidad.

La hilera de casas por la que Marenburg avanzaba tenía un aspecto muy coqueto y ordenado. En función de las capacidades económicas de sus dueños, las ventanas de madera estaban más o menos aisladas, las puertas más o menos blindadas y las paredes mejor o peor pintadas.

Una de aquellas casitas seguía manteniendo el color rojizo original, y llamaba mucho la atención entre las otras, casi todas blancas o de colores claros.

La casa de Hieronymus Liebwerk quedaba justo al lado de la casa roja, separada apenas por el correspondiente pasillito de jardín, en el que vio dos cubos de basura. «Muy práctico, pero sólo en invierno», pensó Marenburg, mientras se dirigía a la puerta.

La casa de Liebwerk no parecía tan cuidada como la de sus vecinos. La madera de la puerta del jardín estaba visiblemente envejecida, la fachada pedía a gritos una mano de pintura, y en los escalones que conducían a la entrada se veían algunas grietas que alguien había intentado reparar con pegotes de hormigón.

Marenburg vio una pala apoyada junto a la entrada, sonrió y fue entonces a casa de los vecinos.

Tras el segundo timbrazo le abrió una mujer con la cabeza llena de rulos.

-¿Sí? ¿Qué desea? -dijo, mirándolo con recelo. Estaba claro que no tenía el menor interés en abonarse a un periódico, comprar una aspiradora ni hablar del día del Juicio Final.

-Buenos días -dijo Marenburg-. Vengo a por el gato. Mi mujer les ha llamado hace un rato.

-¿El gato?

-Sí, el gato del señor Liebwerk, su vecino.

-Oh -dijo la mujer-. No tenía ni idea. Mi marido se habrá olvidado de decírmelo, como siempre. Pero no sabe cómo me alegro de que venga alguien. Yo misma me habría ocupado de Luzi, si no fuera porque me da alergia, ¿sabe? ¿Es usted familiar del señor Liebwerk?

-Éramos primos -mintió Marenburg, pasando el peso de su cuerpo de una pierna a la otra-. Oiga, ¿podría prestarme la llave de Hieronymus? Hoy hace un frío de mil diablos.

-Es que... no sé qué decirle -dijo la anciana, desconcertada-. No le conozco de nada... ¿Cómo ha dicho que se llamaba?

-Oh, disculpe mi impertinencia. Me llamo Marenburg. Rudolf Marenburg.

Ella inclinó un poco la cabeza y lo miró de arriba abajo.

-El señor Liebwerk nunca me habló de usted.

-Bueno, no teníamos una relación muy estrecha, que digamos -dijo Marenburg-, pero creo que le alegraría saber que su Luzi está conmigo, ahora que él nos ha dejado.

-Qué historia más trágica -dijo la vecina-. Aún me cuesta creerlo.

-Sí, sí, todos estamos igual -dijo Marenburg, fingiendo el mismo desespero-. En fin, ¿me permite que vaya a buscar al gato?

La mujer se lo pensó unos segundos más, y por fin desapareció en la casa y volvió con la copia de la llave.

-Si por lo que fuera no lo encontrara...

-... volveré dentro de un rato -le interrumpió Marenburg, impaciente, cogiéndole la llave y dándose la vuelta.

-¡A veces se esconde! -le gritó la mujer a sus espaldas.

Marenburg le prometió buscar en todos los rincones, y enseguida entró en casa de Hieronymus Liebwerk.

Sólo abrir la puerta le asaltó el olor a tabaco. Tendrían que airear la casa a conciencia antes de poder ponerla a la venta.

Si por fuera parecía pequeña, por dentro daba la sensación de que era minúscula. En el piso de abajo había un comedor y la cocina, y en el de arriba, una habitación y el baño.

La casa estaba minuciosamente ordenada, aunque si se miraba con atención podía verse una pequeña capa de polvo que lo cubría todo. Parecía que a Liebwerk no le gustaba demasiado limpiar.

La cestita para el gato, colocada junto a la minúscula mesa del comedor, estaba vacía, y Marenburg dio gracias a Dios: qué más le daba dónde estuviera el minino; el caso era tener un motivo para buscar por toda la casa.

La noche que fue al Spinnrad bebió bastante más de lo que habría sido de esperar y sólo recordaba parte de lo que Liebwerk le había dicho sobre el informe. En realidad, de lo único de lo que estaba seguro era de haberle oído decir que se había llevado los papeles a casa. Pero ¿dónde los habría guardado?

Marenburg miró a su alrededor y fue hasta el escritorio. Lo más probable era que el archivador lo hubiese comprado en un mercadillo. O que lo hubiese heredado. Se dispuso a abrirlo. Aunque estaba cerrado con llave, no le costó forzar la tapa apretándola por los lados. En el interior, como no podía ser de otro modo, reinaba también un orden impecable. No tardó demasiado tiempo en encontrar lo que andaba buscando.

«Su amigo tenía la sensación de que el informe escondía algún error, algo que no estuviera bien -le pareció oír decir a Liebwerk-, pero yo me lo he mirado infinidad de veces, incluso me he hecho una copia y me la he llevado a casa para poder estudiarlo con calma, y no he descubierto nada insólito. ¡Nada! De modo que olvídenlo todo de una vez.»

Marenburg se metió el informe en la chaqueta, se subió la cremallera y se dio la vuelta para irse. Entonces se llevó un susto de muerte al ver a la vecina en el marco de la puerta, observándolo.

-¿Se puede saber qué está haciendo?

-Oh, estaba mirando si estaba aquí la información sobre las vacunas para el gatito.

-¿La información sobre las vacunas?

-Sí, pero no la he encontrado.

-Pues seguro que está -aseguró la mujer, entrando en la casa-. Incluso puso un chip a Luzi en la oreja por si se perdía.

Marenburg fingió echar un vistazo despreocupado a su reloj y dijo:

-Vaya, ahora debo irme. Mi mujer me espera para comer. No he encontrado al gato, pero luego volveré a intentarlo, a ver si tengo más suerte, ¿de acuerdo?

-¿Sabe usted? Esto es muy extraño -dijo entonces la vecina.

-¿El qué?

-Pues que acaba de llamarme otro hombre preguntando por Luzi.

Marenburg la miró sin dar crédito.

-¿Por el gato?

La mujer se encogió de hombros.

-Bueno, en realidad ha preguntado por el señor Liebwerk, pero yo le he dicho que si llamaba por el gato ya no hacía falta que se preocupara, porque ya habían venido a buscarlo. Y entonces me ha dicho que sí, que efectivamente llamaba por el gato.

-¿Le ha dicho su nombre?

-No. -La mujer movió la cabeza hacia los lados-. Sólo hemos hablado dos segundos. Pero me ha dicho que venía inmediatamente a hablar con usted.

-¿Conmigo? ¿Le ha dicho cómo me llamo?

-Sí -dijo la vecina-, y él me ha dicho que ya se conocen.

Marenburg empezó a sentir un cosquilleo en el estómago.

-Mmm... Debe de ser mi cuñado -dijo al fin-. Mi sobrina lleva meses pidiendo un gatito.

La vecina empezó entonces un discurso sobre la importancia de los animales en la educación de los niños, pero Marenburg pasó a su lado y salió de la casa.

-Pero ¿qué pasa con su cuñado? -le preguntó la mujer, a sus espaldas-. ¿No va a esperarlo?

Marenburg le respondió que se le había hecho muy tarde y, sin añadir una palabra, desapareció. Había encontrado lo que buscaba y algo en su interior le decía que lo mejor que podía hacer era evitar al desconocido del teléfono. Al menos, hasta que supiese lo que ponía en el informe. Pero mientras volvía a la parada del autobús no pudo librarse de la desagradable sensación de que lo estaban siguiendo.