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El cuerpo humano funciona como una pieza de relojería. Hieronymus Liebwerk había llegado a esa conclusión hacía unos cuantos años, y desde entonces no había cambiado de opinión. Cada mañana se levantaba a las cinco en punto sin necesidad de ponerse el despertador, justo a las doce del mediodía le entraban ganas de comer e inmediatamente después del telediario de la noche se iba a la cama y se quedaba dormido antes de contar hasta diez.
Y lo mismo sucedía con su vejiga, que reclamaba su atención tres veces al día exactamente: justo antes de entrar a trabajar, durante el descanso del mediodía y pocos minutos antes de cerrar el archivo para volver a casa. Por eso no tuvo que mirar el reloj para saber que faltaba poco para las cuatro y media cuando metió la última historia en su caja correspondiente.
Llevó la caja a la sala grande, aquella en la que los informes esperaban pacientemente a ser destruidos para siempre, y la colocó en el lugar que le correspondía. Después subió la escalera para ir al lavabo, que se encontraba en el pasillo del edificio de la administración.
Cuando regresó al archivo, apenas unos minutos después, se quedó estupefacto: la pesada puerta blindada de la sala exterior estaba abierta.
Liebwerk se rascó la cabeza, atónito. La vieja puerta pesaba una barbaridad y había que hacer mucha fuerza para cerrarla. Teniendo en cuenta su edad y su paupérrima corpulencia, llevaba años concentrándose mucho en aquel gesto, para no quedarse a medias.
Entró en la sala y miró en todas direcciones, pero no vio a nadie.
-¿Hola? ¿Hay alguien ahí?
No obtuvo respuesta.
Liebwerk sacudió la cabeza. Vaya, pues debió de cerrarla mal, al fin y al cabo. Qué desastre, envejecer...
De todos modos, aquello era muy extraño. Y después del asunto de la caja desaparecida y el informe mal archivado, ya no se sentía muy a gusto entre aquellas paredes. Además, de pronto tenía la sensación de que no estaba solo...
«Aquí hay alguien escondido -le dijo una voz interior-. Entre las estanterías, o quizá en la sala grande del archivo.
»O quizá empiezo a tener demencia senil -se dijo entonces, humedeciéndose los labios resecos-. Creo que he leído demasiadas historias de locos y empiezo a convertirme en uno de ellos.»
Necesitaba fumar. Inmediatamente. Cielos, si no daba una calada en ese mismo instante le daría un ataque.
Mirando a su alrededor con desconfianza, Liebwerk se acercó a su mesa, cogió su cajetilla y sacó un cigarro. Con un gesto automático bajó la mano para coger el mechero, pero no estaba en su sitio.
Desconcertado, se frotó la nuca. Habría jurado que dejó el mechero al lado de la cajetilla, como siempre. Pero por mucho que lo buscó, no estaba allí.
Una vez más, Liebwerk recorrió el archivo con la mirada.
-¿Hay alguien ahí? -preguntó de nuevo, haciendo un esfuerzo por parecer decidido.
Silencio.
«Igual te lo has dejado en el lavabo», le dijo su voz interior. Entonces se llevó las manos a los bolsillos de su pantalón y encontró un mechero, aunque no era el que había utilizado durante el día.
Encendió el cigarrillo. El sonido del mechero al prenderse sonó sorprendentemente alto. Liebwerk dio una calada muy larga, disfrutó del conocido picor en el cuello y se sintió mejor de inmediato. Soltó el humo por la nariz y escuchó en silencio.
Nada. Sólo se oía el murmullo del ordenador.
«Aquí no hay nadie.
»¿O sí?
»¿No has oído eso?
»Parece una respiración...
»Pero no.
»Debo de habérmelo imaginado.»
Con la esperanza de no convertirse en un anciano decrépito y chiflado destinado a pasar sus últimos días acompañado de un enfermero, Liebwerk dio otra calada a su cigarrillo, lo dejó en el cenicero y se dirigió hacia la puerta de la segunda sala. Iba a apagar la luz y cerrar la puerta cuando algo que había en el suelo le llamó la atención. Era un objeto rojo, a unos cinco metros de él, justo frente a las estanterías.
Liebwerk respiró. ¡No estaba senil! El mechero debió de caérsele cuando dejó la última caja en la estantería.
-Viejo estúpido -se dijo a sí mismo-. Maldito viejo estúpido.
Se dirigió hacia el mechero de plástico rojo, lo cogió del suelo y lo miró a contraluz. Aún estaba medio lleno. Fantástico.
Justo en aquel momento se apagaron las luces, y antes de que Liebwerk pudiera darse cuenta de lo que sucedía, la puerta se cerró de golpe.
¡Pam!
Oscuridad. La oscuridad más absoluta.
-¡Eh!
Liebwerk se dirigió a la puerta, asustado, y la palpó en busca del pomo. Aquella sala sólo tenía un interruptor para la luz y se encontraba junto a la puerta, pero por fuera (el que diseñó el archivo debió de tener un mal día o ser directamente un inútil), de modo que en ese sentido no pudo hacer nada.
Al fin dio con el pomo, pero cuando intentó girarlo se quedó con él en la mano. Durante una milésima de segundo se quedó perplejo, pero luego le entró un ataque de rabia.
-¡Maldito pomo! -maldijo en voz alta, mientras comenzaba a aporrear la puerta-. ¡Eh! ¡Socorro! ¡Estoy aquí!
En la sala de al lado pudo oír pasos que se alejaban y de repente se detuvieron.
-¡Hola! ¿Paul, eres tú?
Se quedó en silencio. Seguro que el bedel había pensado que se había olvidado de cerrar. Pero ¿por qué ahora no le contestaba? ¿Acaso quería gastarle una broma? No sería la primera vez, pensó Liebwerk, recordando aquel cigarrillo de chocolate que Paul le coló en una ocasión en una cajetilla de los suyos.
-Muy gracioso, de verdad que me parto de risa. Ja, ja.
Indignado, Liebwerk tanteó la puerta e intentó volver a colocar el pomo en su sitio, pero a oscuras todo era mucho más difícil, y enseguida oyó que el del otro lado de la puerta también caía al suelo.
-¡Paul, déjate de gilipolleces y ven a ayudarme, por el amor de Dios! ¡El maldito pomo se ha roto!
Volvió a oír los pasos. No, ése no era Paul Wisniewski. A esas alturas ya le habría contestado, aunque sólo fuera con una carcajada.
-¿Quién anda ahí?
Los pasos se alejaron un poco más antes de detenerse de nuevo para... ¿arrugar papeles?
-¡Abran la puerta!
Al otro lado reinaba el silencio.
-¡Déjenme salir! -suplicó-. ¡No soporto la oscuridad!
Justo entonces oyó abrirse la puerta blindada y sintió pavor. Empezó a aporrear la puerta con todas sus fuerzas, fuera de sí, mientras gritaba:
-¡Vamos! ¡Ya está bien! ¡Esto ya no tiene gracia!
La puerta se cerró de golpe y Liebwerk oyó la llave al girar. Quien quiera que fuera, no tenía la menor intención de volver.
Desesperado, el anciano continuó golpeando la puerta e intentó abrirla con el pomo, que por supuesto, roto como estaba, no servía para nada. Gritó hasta desgañitarse, pero nadie lo oyó. Agotado, tanteó el suelo en busca de una caja y se dejó caer sobre ella.
Aquí abajo no lo oiría nadie. Y menos aún a aquellas horas. El edificio de la administración cerraba a las cinco, y a partir de aquel momento no quedaba ni un alma. Estaba solo en la oscuridad, y ni siquiera podía fumar.