25

Cuando tenía cinco años e iba a la guardería de Fahlenberg, había en su clase un niño al que todos llamaban «el Chiflado». Alfred Wagner, que así se llamaba, era un niño muy alto que sacaba un palmo al resto de sus compañeros. Tenía la piel muy blanca y la cara cubierta de unas pecas que parecían más bien una perniciosa erupción cutánea, y no parecía haber cepillo en el mundo capaz de dominar su denso pelo rojizo como el cobre.

Pero lo más sorprendente de Alfred eran sus ojos, de un azul tan pálido que parecían más bien dos gotas de agua caídas por error en unas cuencas oculares algo más juntas de lo normal. Aquellos ojos eran lúgubres e inquietantes, y a veces se endurecían de tal modo que Jan habría creído a quien le dijera que podían traspasar el papel como sendos rayos láser.

Cuando Alfred ponía aquella mirada, todo su rostro se transformaba y se convertía en alguien muy distinto: utilizaba palabrotas y decía cosas sin sentido; cosas que nadie entendía. De ahí el mote.

Otro motivo para llamarle «el Chiflado» era que su padre tampoco estaba demasiado cuerdo, o al menos eso era lo que decía la gente de Fahlenberg. Era un secreto a voces que Hartmut Wagner -quien, por edad, habría podido ser el abuelo de Alfred- había pasado largas temporadas en la Clínica del Bosque, y los niños se habían inventado unos versos para burlarse de su compañero:

La locura abre su puerta

y Hartmut la cruza a tientas.

Su hijo le sigue de cerca

tras él la puerta se cierra.

Jan también lo cantaba, claro. Todos lo hacían. Y eso que su padre le había explicado en varias ocasiones que los Wagner sufrían una enfermedad relativamente corriente que se llamaba esquizofrenia, y que no tenía por qué ser demasiado dura, siempre que los enfermos tomasen sus medicinas y acudiesen al psiquiatra con regularidad.

El problema era que Hartmut Wagner no parecía estar muy a favor de los psiquiatras y sus medicamentos, de modo que cada dos por tres tenían que ingresarlo unos días.

En una ocasión, incluso, la policía tuvo que arrestarlo porque sufrió un ataque de ira en pleno supermercado al oír que el jamón envasado al vacío se había acabado y tardarían tres días en reponerlo.

En otra ocasión se pasó un día entero sollozando mientras recorría la plaza del mercado de un lado a otro, recomendando a los transeúntes que se pusieran a cubierto porque los rusos estaban a punto de atacar la ciudad.

En algún momento de su infancia, Jan empezó a sentir pena por el pobre Alfred, aunque sus ojos seguían pareciéndole inquietantes y jamás se atrevió a admitirlo ante sus amigos, porque de ningún modo quería que le pusieran el mote de «el amigo del chiflado».

Alfred no tenía amigos. Su madre los abandonó a él y a su padre cuando sólo tenía tres años, y el enfermo se convirtió en su único referente y apoyo. Y aunque Jan sentía mucha pena por él, evitaba acercársele como el resto de los niños porque, como decían las maestras de la guardería, el pequeño acusaba un «indiscutible desequilibrio emocional que afectaba a su comportamiento».

En una ocasión en que su amigo Marko estaba jugando con los cochecitos de madera en el suelo, Alfred se le acercó por detrás, se bajó la cremallera y se meó sobre su cabeza. Marko se puso hecho una fiera, evidentemente, y la pelea fue de órdago. Antes de que las maestras lograran separarlo, Alfred le había roto la nariz a Marko y le había partido también dos dientes de leche.

Después de aquello, ningún niño quería sentarse al lado del Chiflado, y menos aún jugar con él.

Y poco después su padre alimentó un poco más las habladurías. Se dijo que Hartmut había tenido otro ataque de locura y había comprado una cantidad ingente de latas de conserva con las que se había endeudado hasta el cuello. De ahí que la policía tuviera que arrestarlo de nuevo y llevarlo a la Clínica del Bosque, donde tres días después puso fin a su vida con el cable de la luz del armario de su habitación. Entonces sacaron a Alfred de la guardería y lo llevaron a un hogar para niños huérfanos. Fue lo último que supo de él.

Hasta hoy.

Lo reconoció de inmediato. Aunque la última vez que lo vio no era más que un niño, la cara pecosa, el pelo rojizo y revuelto y sobre todo esos ojos juntos y azules como el cielo resultaban inconfundibles. Y esa mirada que parecía capaz de atravesar objetos.

Estaba en el vestíbulo de la entrada de la unidad número nueve, en la que se hallaba la consulta de la doctora Andrea Kunert, a quien en aquel momento sujetaba contra sí con el brazo izquierdo. En la otra mano tenía una jeringa y parecía dispuesto a clavársela en el cuello a la doctora en cualquier momento.

-Ha preguntado por usted -jadeó Konni, casi sin aliento, tras llegar hasta él a toda velocidad en compañía de los otros dos enfermeros de la unidad de cuidados intensivos.

Los pacientes se habían agolpado en los pasillos de la unidad, separados del vestíbulo por el voladizo de cristal que les permitía observarlo todo sin correr riesgos. Los enfermeros hacían lo posible por dispersarlos y devolverlos a sus habitaciones, pero la curiosidad era demasiado fuerte y en cuanto se despistaban volvían a asomar la nariz.

-Ayudad a los enfermeros. Que los pacientes se queden en sus habitaciones -pidió Jan a su equipo-. Y llamad a seguridad. Que esperen en la entrada por si los necesitamos. Que sólo entren si os digo que lo hagan, ¿de acuerdo?

Konni asintió y sacó su móvil del bolsillo de la bata. Jan fue hasta la puerta de cristal cerrada, cogió su llave, la levantó para que Alfred pudiera verla bien, y entró en el vestíbulo.

Jan y la doctora Kunert nunca habían intercambiado más que un par de frases hechas. Aunque solían verse por los pasillos varias veces al día, no se habían dedicado más que los típicos saludos y fórmulas de cortesía. Estaba claro que entre ellos no había «buenas vibraciones», como solía decir su madre. A Jan no le gustaba la mirada arrogante que, en su opinión, tenía la doctora, y fuera lo que fuera lo que a ella no le gustaba de él, llevaba el rechazo escrito en el rostro. Pero ahora su expresión sólo decía una cosa: que estaba muerta de miedo.

Lo miraba con los ojos como platos. Alfred se elevaba detrás de ella como un gigante. La punta de la jeringa ya había pinchado levemente la arteria carótida, y un finísimo reguero de sangre le recorría la piel hasta ser absorbido por el cuello de su bata.

La jeringa estaba llena de un líquido azul intenso. Jan no conocía ningún medicamento con aquel color, pero no tuvo que pensárselo demasiado para imaginar de qué se trataba, porque el olor a desinfectante se había adueñado de todo el vestíbulo. Si Alfred se decidía a inyectar el ácido hipocloroso de la jeringa en la carótida de su rehén, el anhídrido no tardaría ni un segundo en llegar al cerebro.

-Hola, Alfred.

Jan hizo un esfuerzo por hablar en un tono tranquilo y natural. Su experiencia con pacientes perturbados y mentalmente desequilibrados le decía que era básico no mostrar ningún tipo de emoción. No podía permitirse el lujo de que Alfred pensara que tenía controlada la situación.

-Me han dicho que querías verme -continuó.

-Cierto. -Alfred sudaba al menos tanto como su rehén y lo miraba desde sus ojos penetrantes-. Lo sé todo de ti, Jan. Lo sé todo de todos. Y ahora resulta que te has hecho loquero, como tu padre.

-Así es.

Jan señaló a su colega, que lo miraba con expresión suplicante y los labios temblorosos, pero que no se atrevía a decir nada porque sabía que en aquel momento Alfred Wagner no era más que una bomba de relojería.

-¿Qué pretendes con todo esto, Alfred? Si querías hablar conmigo sólo tenías que decirlo.

-¿Ah, sí? -dijo Alfred, sonriendo burlonamente-. Eso díselo a la zorra esta. A ver, doctora, repítele a tu colega lo que me has dicho a mí.

Andrea Kunert apretó los labios y los ojos. Las lágrimas le caían por el rostro enrojecido.

-¡Te he dicho que se lo repitas, joder! -le gritó Alfred al oído.

-Yo... dije que el doctor Forstner no era el responsable de esta unidad.

-Su voz no era más que un susurro.

Alfred hizo una mueca de desprecio y volvió a mirar a Jan.

-Ya lo has oído, amigo. «Sólo decirlo» no sirve de una mierda.

-Está bien, Alfred. El caso es que ahora estoy aquí. ¿Por qué no la sueltas y hablamos tú y yo?

-Porque si la suelto se me tirarán encima los enfermeros y los guardias de seguridad, y yo ya no confío en nadie aquí dentro. En nadie. Ni siquiera en ti. Así que todos nos quedaremos donde estamos, y tú me escucharás con mucha atención, ¿de acuerdo?

-De acuerdo. ¿Qué quieres?

Jan hizo un esfuerzo por fingir indiferencia y se encogió de hombros.

-Que qué quiero... -repitió Alfred, bajando la vista; y cuando la levantó, Jan se dio cuenta de que su expresión había cambiado. Fue como cuando estaban en la guardería, y el Chiflado se convertía de nuevo en Alfred-. Quiero salir de la clínica, Jan. Odio lo que hacen conmigo. Me obligan a tomarme esas jodidas pastillas que me convierten en un zombi, y si me niego me clavan una inyección y asunto arreglado. Y entonces no reconozco ni mi imagen en el espejo.

-No creo que nadie quiera convertirte en un zombi, Alfred -dijo Jan-. ¿Verdad que no, doctora Kunert?

Tenía que lograr que Andrea Kunert participara en la conversación. Mientras Alfred fuera consciente de que su rehén era un individuo racional y no sólo una presa asustada, la barrera psicológica sería lo suficientemente amplia para evitar que utilizara la jeringa.

-No -dijo ella, con la mirada perdida-. Claro que no.

-¿Ah, no? -Alfred entornó los ojos-. ¿Creéis que voy a caer en la trampa? ¿Acaso sabes cómo nos sentimos los pacientes al tomarnos esas pastillas, Jan?

Jan le sostuvo la mirada y le contestó:

-Sé que los efectos secundarios pueden ser desagradables, pero la medicación os ayuda a estabilizaros, Alfred. Todo lo que hacemos es por tu bien. Pero si los efectos secundarios te molestan, podríamos revisar las dosis.

Alfred pareció reflexionar unos segundos sobre la propuesta de Jan, pero enseguida movió la cabeza hacia los lados.

-¿Sabes qué es lo peor de todo, Jan?

-Dímelo tú.

-Que ya no se me levanta. -Bajó la cabeza, amargado-. Estoy seguro de que me han hecho algo ahí abajo, pero todos lo niegan.

Bajó su mano derecha hasta el pecho de la doctora y se lo tocó. Andrea Kunert dejó escapar un gemido.

-Tócame la polla -le susurró al oído.

-Vamos, Alfred, déjalo. ¿A qué viene esto?

Pero Alfred no le prestó atención. En lugar de eso gritó a la doctora:

-¡Te he dicho que me toques la polla!

Andrea Kunert tragó saliva. Con la cara desfigurada por el pánico, movió una mano hacia atrás y palpó la entrepierna de Alfred. Jan vio que estaba temblando.

-¿Y bien? -preguntó Alfred-. ¿Está dura?

Jan dio un paso hacia ellos.

-Está bien, Alfred, déjalo ya.

En aquel momento Alfred reaccionó, cogió a su rehén con más fuerza, dio un paso atrás y levantó el codo como si estuviera a punto de clavarle la aguja y vaciar en su cuello el contenido de la jeringa.

-¡Quédate donde estás! -jadeó-. No te muevas ni un milímetro, o la dejo frita.

Jan levantó las manos para calmarlo.

-¡Vale, vale!

-¡Y tú, cabrona, haz el favor de decirme si tengo la polla dura o no! -gritó.

Ella movió la cabeza hacia los lados.

-¡Dilo!

-No -dijo entre sollozos.

-¿No, qué?

-¡No la tienes dura!

-Pero a ti te gustan las pollas duras, ¿no?

Andrea Kunert se mordió el labio inferior. Tenía las mejillas empapadas por las lágrimas y el moquillo le caía por la nariz.

-¡Venga, dínoslo!

-Me gustan... las pollas duras -dijo, y rompió a llorar desconsoladamente.

-¡Por fin! -dijo Alfred, con un gesto de satisfacción. Seguía sobando el pecho de la enfermera cuando volvió a dirigirse a Jan-: ¡Es culpa vuestra! Antes se me habría puesto como un mástil con sólo ver unas tetazas así. Podría haberme corrido varias veces pensando en ellas, pero ahora ya ni siquiera se me levanta. ¡Y todo por culpa de vuestros jodidos medicamentos!

-Vale -dijo Jan, con las manos aún en alto-. Acabas de hacernos una magnífica demostración. Pero si quieres...

-¡Ni siquiera puedo pensar con claridad!

-¡Escúchame, Alfred! -gritó Jan-. ¡Préstame atención! ¿Puedes hacer el favor de escucharme?

Alfred asintió.

-Bien -dijo Jan, recuperando su tono normal-. Me has dicho que querías salir de la clínica, y lo entiendo. A nadie le gusta estar aquí. Pero sólo podremos darte el alta si nos demuestras que tu comportamiento es razonable, ¿lo entiendes?

-Claro -gimió Alfred, y por un momento Jan creyó reconocer la cara del niño en el rostro del adulto.

-Bien. Y respecto a tus pastillas -continuó-, me encargaré personalmente de que revisen las dosis, ¿de acuerdo? A veces basta un pequeño cambio para eliminar los efectos secundarios. Incluso la impotencia. Seguro que te lo explicaron cuando ingresaste por primera vez.

Alfred parecía estar reflexionando a toda velocidad. Había bajado la vista y movía los ojos de un lado a otro, como si estuviera leyendo sus pensamientos en los hombros de su rehén. Seguía con la mano puesta en su pecho, de igual modo que ella continuaba tocándole la entrepierna.

-Vamos, Alfred -dijo Jan en tono suave-. Deja que se vaya y tú y yo arreglaremos el tema de las dosis.

Dio otro paso adelante. Debían de estar a unos tres metros de él.

-Arreglar -murmuró Alfred.

Entonces alzó la cara y Jan reconoció de nuevo la mirada del loco en el fondo de sus ojos.

Antes de que nadie pudiera hacer nada, Alfred empujó a su rehén y se llevó la aguja a su propio cuello.

Sucedió todo tan rápido que Andrea Kunert no fue capaz de reaccionar. Tropezó, perdió el equilibrio y cayó a cuatro patas frente a Jan.

-¡Lárgate de una vez! -chilló Alfred-. ¡No has entendido nada! ¡Nadie entiende nada!

La doctora se levantó de un salto, pasó corriendo junto a Jan casi sin mirarlo, chocó contra la puerta de cristal como un pájaro atrapado tras una ventana, la abrió y salió del vestíbulo tropezando con sus propios pies.

-¡Coño de mierda! -chilló Alfred a sus espaldas-. ¡Nunca he hecho daño a nadie! ¡Sólo cogí las bragas para olerlas!

Jan comprendió entonces quién había sido el ladrón del que le habló la enfermera el otro día, en la unidad número doce.

-De modo que fuiste tú.

Alfred asintió, sujetando la aguja con fuerza junto a su cuello.

-No quería molestar a nadie, te lo juro. Sólo quería saber cómo serían las cosas con una mujer de verdad. Un loco como yo tampoco podría follarse a nadie. Seguro que tú sí te has follado a muchas, ¿verdad, Jan?

Él negó con la cabeza.

-Vamos, dímelo.

-Pues no. A muchas no.

-Pero a una al menos sí, ¿no?

-Sí.

Alfred volvió a bajar la cabeza.

-No me dejaréis salir de aquí, ¿verdad?

-Por ahora no, Alfred. Antes tendrás que calmarte. Pero haré cuanto esté en mis manos para ayudarte.

-¿Para ayudarme? ¿Quieres ayudarme? ¡Todos decís lo mismo, pero yo no necesito ayuda!

-Pues yo creo que sí.

-¡Chorradas! Pensáis que estoy loco, pero no lo estoy. Soy un elegido, y vosotros sois demasiado vulgares para entenderlo. No tienes ni idea de cuál es mi don.

-Pues dímelo tú.

En las mejillas de Alfred apareció una expresión casi reverente. La punta de la aguja temblaba a pocos milímetros de su cuello. Jan sabía que tenía que seguir hablándole hasta lograr que bajara el brazo.

-¿Sabes? -dijo el loco, mirando ensimismado al vacío-. Nadie me cree. Nadie me presta atención cuando les hablo de mi don. De ellos. Están en todas partes, hablan conmigo y me piden que os transmita sus mensajes.

-¿Y quiénes son?

-Los muertos, Jan. Los muertos. Viven entre nosotros. El cielo no existe, ¿sabes? Por eso hablan conmigo. Porque se sienten solos.

-Entiendo -dijo Jan, asintiendo con expresión seria-. ¿Y qué te cuentan?

Alfred sonrió.

-Ya sé, esperas que te diga que están en mi cabeza, y entonces aprovecharás para informarme de que efectivamente estoy loco y que los muertos no hablan con los vivos, como dijo esa puta. Pero no, Jan. Los muertos no están en mi cabeza.

-¿Dónde están entonces?

Alfred recorrió el vestíbulo con la mirada.

-Pues en todas partes. En el armario, la lavadora o el grifo. Están hasta en la radio. Sólo hay que prestar atención. Si supieras todos los muertos que me han hablado -dijo, dejando escapar una risita-. Hitler, por ejemplo. Ese viejo cabrón se esconde siempre en la cisterna del retrete. Y el padre Pío, el santo. ¿Lo conoces?

-No, creo que no.

-Es un buen hombre -dijo Alfred, asintiendo-. Me lo he encontrado alguna vez en el confesionario de la iglesia de San Cristóbal. Cuando él está allí, huele a rosas. ¿Y te acuerdas del viejo Hans? ¿El del colmado que quedaba junto a la guardería?

-Sí, lo recuerdo. ¿También lo oyes?

Alfred asintió con la cabeza y sonrió.

-Su alma se esconde en la máquina de tabaco que queda junto a la entrada.

-No me extraña -dijo Jan-. El tío fumaba como un carretero.

Jan notó un asomo de confianza entre ellos y vio que el rostro de Alfred se relajaba. Sólo un poco más e intentaría convencerlo de que soltara la jeringa.

-Ya ves, los oigo a todos. Hasta he oído a tu hermano.

-La frase le pilló tan desprevenido que no fue capaz de disimular su sorpresa. Sintió un escalofrío, como si Alfred acabara de cambiar de opinión y le hubiese puesto la aguja a él en el cuello.

-¿A mi hermano?

-Sí, a tu hermano pequeño. A Sven. Hace mucho tiempo. Se halla entre los que viven bajo tierra.

Jan volvió a tener la sensación de que la mirada de Alfred podía chamuscarle la piel.

«¡Olvídalo! -se dijo-. Alfred está en pleno delirio, y si no lo detienes ahora mismo, su locura irá aumentando exponencialmente.»

-Lástima que no me creas -dijo Alfred-. Lo veo en tu mirada.

-Sí -dijo Jan-, claro que te creo. ¿Qué sabes de Sven? ¿Por qué dices que vive bajo tierra?

Alfred le dedicó una mueca.

-¿Crees que no reconozco las mentiras? Hace un segundo eras amable, pero ahora me estás mintiendo. Vuelves a ser como todos los médicos.

-Que no, Alfred, que yo te creo. Dime, ¿qué te dijo mi hermano?

-Sólo quieres entretenerme hasta que lleguen los refuerzos, o quizá ya estén ahí fuera y esperen a tu señal para entrar y reducirme -dijo, y de pronto sonrió como si hubiera perdido hasta el último ápice de cordura-. Pero ¿sabes qué? ¡Voy a daros a todos por culo!

Y dicho aquello, se clavó la jeringa en el cuello. Y antes de que Jan tuviera tiempo de reaccionar, apretó con el pulgar la parte de atrás y vació el contenido en su interior.

Jan lanzó un gritó y corrió hacia él. Le apartó el brazo del cuello con tanta fuerza que los dos cayeron al suelo. La jeringa rodó a su izquierda. Estaba vacía.

Alfred empezó a convulsionar. Sus ojos giraron hacia arriba y se quedaron en blanco. Jan cogió la aguja y se la clavó entre los dientes. Alfred temblaba y se agitaba como si estuviera recibiendo una descarga eléctrica. Jan se quedó junto a él e intentó que su cabeza dejara de golpear el suelo, mientras el enorme cuerpo del loco lo levantaba y lo empujaba de un lado a otro como un toro en el rodeo.

No podía controlarlo. Empezó a salirle una espuma roja por la boca que empapó la jeringa y los dedos de Jan, y su garganta dejó escapar un grito gutural que recogía en su interior todo el dolor del mundo.

Los enfermeros entraron a toda velocidad y lo cogieron por los brazos y las piernas. Konni dijo que el servicio de urgencias estaba en camino. Jan siguió ahí al lado, intentando evitar que Alfred se abriera el cráneo a base de golpes. Una sombra blanca pasó por encima de él y alguien puso una almohada bajo la cabeza del enfermo. Jan vio que se trataba de Andrea Kunert.

Justo en aquel momento el cuerpo de Alfred volvió a arquearse, esta vez con más fuerza de lo normal, y se quedó unos segundos en esa posición. Jan supo lo que iba a pasar y se preparó. Alfred lanzó un grito gutural y cayó como un peso muerto junto a él.

-¡Parada cardíaca!

No sabría decir quién anunció la parada. Le parecía que había sido la doctora Kunert, pero no estaba seguro.

Recordaba el proceso de reanimación y sabía que ella le había ayudado. Recordaba el olor agrio de su aliento y recordaba haber pensado que, muy probablemente, la doctora había vomitado tras salir corriendo de allí.

Recordaba que dos eternos minutos después, cuando el médico de urgencias entró al fin en el vestíbulo, habían conseguido devolver a Alfred al mundo de los vivos. Cuando menos, a su cuerpo. El corazón le latía de nuevo y también volvía a respirar.

Cuando se lo llevaron a cuidados intensivos, Jan se dejó caer en una silla. El corazón estaba a punto de salírsele del pecho y el jersey se le pegaba al cuerpo, empapado como estaba en sudor. Konni y Ralf le preguntaron si podían hacer algo por él, y cuando él les respondió que no con un gesto de la mano, se alejaron de allí discretamente y lo dejaron a solas con la doctora Kunert.

Estaban sentados uno frente al otro, en silencio.

Entonces ella se levantó y se recompuso la bata con un gesto inseguro.

-Gracias -dijo-. Lo has hecho genial.

Jan asintió, agotado, y ella salió de la habitación sin decir una palabra más.