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El viejo sol del mediodía se enfrentaba sin fuerzas a un ejército de nubes grises que habían decidido tomar el cielo de Fahlenberg, justo encima del cementerio. Aunque llevaba un jersey muy grueso bajo el abrigo negro, Jan estaba helado. En la iglesia se había sentido como si lo hubiesen metido en una nevera, y el sacerdote, un hombre canoso y de piel oscura que probablemente venía de la India y tenía un acento ininteligible, se tomó el sermón con toda la calma del mundo.
Y cuando, por fin, la pequeña comitiva se dirigió al cementerio para dar sepultura a Nathalie, todos iban con los brazos cruzados bien cerca del pecho para protegerse en la medida de lo posible de aquel frío glacial.
Rudolf Marenburg estaba a su lado. Tenía las mejillas enrojecidas por el frío y de la nariz le colgaba una gota de moquillo que no parecía molestarle lo más mínimo. Al principio Jan se sorprendió de que quisiera acompañarlo al entierro -al fin y al cabo no conocía a Nathalie de nada-, pero entonces recordó su reacción ante la esquela del periódico y pensó que quizá quisiera hacerlo en honor a Alexandra...
O quizá fuera sólo porque ambos trabajaron en el ayuntamiento de Fahlenberg.
Rudi no abrió la boca en todo el camino hasta el cementerio, y se limitó a mirar al féretro, que recorrió el pedregoso camino desde la iglesia sobre una especie de camilla de metal.
Jan, en cambio, no pudo evitar mirar al edificio que se elevaba justo detrás del cementerio. En sus exageradas luces de neón, ahora apagadas, ponía Love Palace. Que el mayor burdel de la ciudad estuviese precisamente al lado del cementerio le parecía un chiste macabro, la verdad, pero en aquel caso le fue de maravilla para no pensar en el entierro. Jan odiaba aquel ritual, tan terrenal y al mismo tiempo tan intangible...
La primera vez que reflexionó sobre la inmaterialidad de los entierros fue en la despedida de su padre. Luego vino la de su madre, y desde entonces, cada vez que asistía al cementerio la impresión era mayor. Y por supuesto ahora, de pie junto a Marenburg en un discreto segundo plano, sintió el mismo desasosiego de siempre al ver a Carla y a Ralf despedirse de Nathalie.
Lo que más le impresionaba siempre era el féretro. No importaba cuántos grabados, flores o coronas llevara: en el fondo, un féretro no era más que una primitiva caja de madera. Y daba igual lo intensa o vital que hubiese sido la persona que iba en su interior, porque su última imagen, la que quedaría inevitablemente marcada en la retina de sus seres queridos, sería la de esa caja primitiva. Y la verían sujeta con cuerdas y arrastrada hasta un agujero, e imaginarían el cuerpo de aquella persona moviéndose en su interior acolchado con seda, y la verían hundirse al fin, a trompicones, en el suelo. Y ése sería el verdadero fin.
Aunque en el caso de Nathalie Köppler, quizá, el féretro fuera menos desesperante: al fin y al cabo, la imagen de la caja inerte y primitiva le resultaba infinitamente más amable que la de la chica antes de fallecer.
Miró a su alrededor. No debía de haber más de veinticinco personas. Conocidos, vecinos, quizá algún compañero de trabajo. Nadie joven. Exceptuando a Carla y Ralf, Nathalie no parecía tener ningún amigo de su edad.
Mientras miraba a su alrededor, se descubrió a sí mismo preguntándose si alguno de aquellos hombres podría haber sido el padre del posible hijo de Nathalie. Pero en su opinión, ninguno de ellos encajaba en el perfil, a no ser que Nathalie sintiera debilidad por los calvos de barriga cervecera y avanzada edad.
Algo apartado del resto del grupo, Jan descubrió a la última persona que habría esperado encontrar en aquel lugar. De hecho, durante unos instantes creyó que se equivocaba, pero no: no había duda de que aquel era Hubert Amstner. A la turbia luz de aquel día de invierno parecía más bien un fantasma, vestido de gris, y con la cabeza, como siempre, cubierta con lo que más bien parecía una tela de araña.
Amstner lo saludó con una inclinación de la cabeza y él le correspondió.
A Carla sólo la veía de espaldas, pero le pareció que estaba muy entera. Es decir, por el temblor de sus hombros intuía que lloraba, pero se mantenía erguida y serena. A Ralf, en cambio, parecía que le habían desaparecido todos los músculos del cuerpo. El enfermero apenas podía sostenerse en pie y se habría caído varias veces por el camino de no ser porque Carla lo sostenía del brazo y él se apoyaba en su amiga, sollozando. Era la viva imagen del desconsuelo.
Cuando todos estuvieron en torno a la tumba abierta, el sacerdote indio inició el responso. Un rato después, Jan le oyó recitar un canto monótono en el que le pareció reconocer el padrenuestro, aunque no podía estar seguro porque, desde donde se encontraba, el ruido del tráfico de la autovía que colindaba con el cementerio le impedía oír nada. Ahí fuera la vida seguía su curso, como siempre, con o sin nosotros.
Acompañado por el sonido de las campanas, el féretro fue bajado a su fosa, el sacerdote dio la bendición y el monaguillo encendió un radiocasete portátil en el que estaba preparada la canción de Ozzy Osbourne «Dreamer».
«Seguro que era la canción preferida de Nathalie -pensó Jan-. Diría que ha sido idea de Ralf.»
El enfermero fue el primero en acercarse a la tumba para echar un puñado de tierra en su interior. Cuando se dio la vuelta se detuvo, como si acabara de darse cuenta de que no era el único que estaba allí. Nadie osaba acercarse a la tumba, y Ralf los miró a todos con expresión airada.
-¿Qué estáis mirando?
Carla hizo un esfuerzo por sobreponerse, y se acercó hasta él. Intentó tranquilizarlo y lo cogió del brazo, pero él se zafó de ella con brusquedad.
-¡Déjame! -gritó, sin poder controlar su tono de voz-. ¡No eres mejor que los demás! ¡Malditos hipócritas!
Justo en el momento en que Ozzy Osbourne empezó a decir que le daba igual si Dios o Jesucristo eran poderes superiores, el monaguillo apagó la música.
-Y tú... -Ralf dio un paso hacia Jan y le señaló con el dedo-. ¡Tú eres el más hipócrita de todos! Para ti Nathalie no era más que una puta que se dejaba preñar por el primero que pasara a su lado. ¡No la conocíais! ¡Os importaba un comino!
Marenburg miró a Jan, angustiado, pero éste no dijo nada. Ralf estaba desesperado, enloquecido por la pena, y no sabía lo que decía. De modo que, si volcar su impotencia y su ira sobre él le hacía sentirse mejor, a Jan le parecía bien.
-¡A todos os daba igual cómo se sentía! -siguió gritando, con los puños cerrados. Su cara estaba roja como un pimiento-. Ninguno estuvo a su lado. ¡Ninguno! Sólo yo. Y ahora... Ahora está muerta. Mi Nathalie. ¡Muerta! ¿Lo entendéis?
Carla intentó calmarlo de nuevo, pero la empujó a un lado, de tal modo que ella perdió el equilibrio y tropezó con un montón de tierra cubierto por césped artificial. El trozo de plástico verde se arrugó y resbaló hacia un lado y Carla habría caído en la tumba de no ser porque Jan y Marenburg reaccionaron a tiempo y la cogieron por el abrigo.
-Estoy bien, estoy bien, gracias -dijo la chica, limpiándose la suciedad y la nieve de la ropa-. Pero ya es hora de irnos, Ralf, tenemos... ¿Ralf?
Pero Ralf ya se había marchado. Debió de aprovechar el momento en el que todos estuvieron pendientes de Carla. Jan miró a su alrededor y se dio cuenta de que Hubert Amstner también se había evaporado.
En aquel momento se oyó el chirrido de unos frenos. Todos los allí presentes se dieron la vuelta para mirar hacia la autovía, al otro lado del muro del cementerio. La puerta de entrada al camposanto era muy ancha y por ella pudieron ver, como en una representación teatral, un camión de carga cuyo conductor había pisado el freno a fondo. La suspensión del vehículo sobre la cabina se notaba a simple vista, de modo que parecía un toro a punto de embestir a su presa. Durante unos breves segundos, los coches que venían en dirección opuesta, y por supuesto también los que le seguían, hicieron sonar sus bocinas, presa del espanto mientras que, en el interior del camión, la figurita de un perro sobre el salpicadero saludaba a unos y a otros moviendo alegremente la cola.
Ralf estaba en mitad de la autovía. Tenía los brazos abiertos como un Cristo crucificado y, pese a la distancia, Jan pudo ver que tenía los ojos cerrados. Sus labios se movían a toda velocidad y dejaban escapar nubes de vapor blanco frente a él.
Jan emitió un sonido ronco de impotencia e incredulidad. Una mujer gritó detrás de él, y justo en aquel momento tuvo lugar el choque, breve e intenso. Sonó como si alguien hubiese golpeado un tonel de metal con la palma de la mano. Y el cuerpo de Ralf, como el de un muñeco, salió disparado por los aires hacia su derecha, donde dos coches que venían en dirección contraria no tuvieron tiempo de reaccionar y lo atropellaron justo antes de chocar entre sí. Y un tercer automóvil pasó esquivándolo como pudo pero fue a empotrarse en la parte trasera del camión, que había quedado atravesado en la autovía. Y el conductor de un microbús tampoco fue capaz de frenar a tiempo y rompió la valla protectora y se detuvo en el margen de la calzada con el capó abollado y las ruedas humeantes. En cuestión de segundos reinó el caos más absoluto.
Carla salió corriendo del cementerio con los ojos abiertos como platos, y poco antes de llegar a la autovía se detuvo y miró el lugar en el que yacía el cuerpo de Ralf, destrozado bajo uno de los coches.
Gritó el nombre de su amigo. Un grito que pareció cortar el hielo de aquel día invernal.