Capítulo 5

Antes


—Bueno… ¿Qué te pasa? —Estaba mirando a mi marido en la cocina; los restos de la cena ocupaban todas las superficies.

Por lo general, me gusta ese momento después de recibir visitas, ese sentimiento de libertad y alivio cuando te has despedido del último invitado y vas a la cocina todavía un poco borracha pero satisfecha, orgullosa y feliz por el esfuerzo, sonriendo aún por las bromas.

—Oye… Lo siento mucho, Sophie. Es este maldito resfriado.

Lo miré de nuevo, empequeñeciendo los ojos.

—Les he pedido perdón a tus invitados. En serio, lo he hecho lo mejor que he podido.

—Bueno, si eso es lo mejor que has podido, Mark, que venga Dios y lo vea. Y perdona por pensar que eran nuestros invitados. Ya sabes… En nuestra casa…

El lavavajillas ya estaba lleno, por lo que comencé a echar agua caliente en el fregadero y a alinear los vasos de vino y de agua, dándole la espalda.

—¿Podemos dejarlo para mañana? —Estaba vaciando el contenido de un sobre de Fricold en una taza.

—¿La bronca o los platos? No puedes tomarte otro de esos todavía. Te has tomado uno en mitad de la cena.

—Eso fue hace horas.

—Mark… ¿Pasa algo en el trabajo, algo de lo que no me hayas hablado?

—¿Por qué iba a pasar algo en el trabajo? Estoy resfriado. Eso es todo.

Miré el reloj de cocina. Las once y media. Casi un logro.

Aquella noche, había invitado a dos parejas para que conocieran a Emma. Gente agradable. Gill Hartley, que trabajaba para el ayuntamiento, su marido, Antony, un escritor, y los profesores locales Brian y Louise Packham. Los Hartley solían quedarse hasta tarde (no era raro que aguantaran hasta las dos de la mañana), pero no me había sorprendido que incluso ellos se fueran pronto. En un momento dado, Mark había desaparecido durante tanto tiempo para tomarse un Fricold que temí que se hubiera ido a la cama.

—Ha sido una buena velada. Has hecho un trabajo increíble, como siempre, Sophie. La comida estaba deliciosa.

—Mientras que mi marido estaba a lo Houdini.

—Vamos, tampoco lo he hecho tan mal. Dame un respiro, he tenido una semana horrible. Tal como voy, seguramente acabe teniendo gripe. No quería que el salón oliera a limón caliente, por eso me lo he tomado en mi despacho. De todas maneras, ya sabes que me cuesta soportar a Antony Hartley y a su poesía incluso en mis mejores momentos.

—Creía que te gustaban los Hartley.

—Sí, pero preferiría pegarme un tiro antes de que él ganara un penique con esas tonterías. Me revienta.

Mark removió su Fricold y echó la cucharilla al fregadero. Sentí cómo se colocaba detrás de mí y me rodeaba la cadera con los brazos mientras yo me ponía rígida, enfadada y ridícula con los guantes de goma amarillo brillante puestos.

—Puedes irte olvidando de acercarte a mí. No quiero pillar tus gérmenes.

—Oye, lo siento de verdad, cariño. Tienes razón. No me he portado bien, ha sido un mal momento. Una cena después de una mala semana. Pero no quería pedirte que la cancelaras. Te lo compensaré la próxima vez.

—Si hay próxima vez. Me inclino a pensar que te van a evitar de ahora en adelante.

—Oh, vamos. Tampoco ha sido para tanto.

—Sí. Por Dios, Mark. La idea era ayudar a que Emma se sintiera como en casa, que conociera a gente nueva, no hacerle un interrogatorio sobre su currículo. ¿Qué importa lo que haya hecho o en qué haya trabajado antes de que mudarse aquí? ¿Por qué diablos tenías que seguir y seguir? —Mark no dijo nada—. No te ha caído bien, ¿no? —Me giré para observar su reacción. Se encogió de hombros, pero sus ojos me dijeron que estaba en lo cierto—. No, venga, Mark, suéltalo. ¿Qué le pasa?

—No lo sé, creía que era un poco…

—¿Un poco qué?

—Da igual. Ha sido solo un presentimiento.

—¿Un presentimiento? ¿Qué quieres decir con «un presentimiento»?

—Nada, da igual. Es solo este catarro.

—Es Tedbury, ¿verdad? Algo nuevo e interesante aparece en Tedbury y tienes un presentimiento, algo que criticar, que despreciar, que comparar negativamente con Londres, mientras que yo por lo menos intento que esto funcione.

—Estás diciendo tonterías.

—Entonces, ¿qué es, Mark? ¿Estabas enfadado porque no lo había aplazado para cuando Nathan, tu querido compañero de golf, pudiera? ¿Se trata de eso? No te importa que Nathan, con sus antecedentes, sea lo último que Emma necesita…

—Esa es tu misión, ¿no? Meterte en la vida de otras personas, elegir a mis amigos y decidir quién le puede gustar a Nathan. —Miré hacia el suelo—. Oye, lo siento si Nathan no te gusta, pero a mí no me gusta Antony Hartley. Para serte sincero, estoy un poco harto de toda esa publicidad que hacen sobre el campo, sobre cómo esperar a que les venga la inspiración para pintar macetas y mariposear con poesía mientras otros trabajamos duro para vivir. Ya sabes, por la maldita autopista de aquí para allá. —Me estremecí. Que solo estuviera en casa los fines de semana era una pesadilla, eso seguro, pero se suponía que iba a ser solo temporal. Hacía mucho, habíamos acordado resolver nuestros problemas geográficos después de que naciera el segundo niño. Además, Mark era el que había decidido no trasladar su compañía—. Lo siento, no debería haber dicho lo de conducir. Y no refería a que tú no trabajas, Sophie. Hablaba de Antony y de esta nueva Emma. Oye, mira, ¿podemos dejarlo pasar, por favor? Estoy fatal, eso es todo. Exhausto. Me disculparé ante tus amigos, lo prometo.

—No hablas como si tuvieras un resfriado. —«Tus amigos», de nuevo. Pensé en la casa rosa de dos pisos de Gill y Antony cerca de la iglesia. Siempre habían estado mal de dinero, pero nos habían acogido a menudo y con generosidad desde que nos habíamos mudado a Tedbury. Buen vino. Buena comida. Gente buena que hablaba de libros, de arte y de todas las cosas que me gustaban, que se había esforzado por Emma esa noche. Antony había tenido una conversación profunda con ella sobre Sartre y el existencialismo, sobre las reglas y los rebeldes.

Entonces, le di al «pausa» para estudiar la cara de mi marido que, para ser sincera, parecía estar demasiado caliente, con el sudor resplandeciendo en su frente y en su cuello.

Comencé a sentirme culpable al darme cuenta de que debería haberlo aplazado para cuando Nathan estuviera disponible. Pero ¿la verdad? No me apasionaba la idea de ofrecerle a Emma como un trofeo. Nathan era encantador, sí, pero no había madurado ni había aprendido a mantenerla guardada dentro de los pantalones. Había sido don Infidelidad durante sus dos matrimonios.

—Bueno, me gusta Emma. Es como un soplo de aire fresco. —Dejé escapar un suspiro.

—Lo que tú digas. —Parecía poco convencido.

—¿Por qué no te vas con tus gérmenes a la cama, Mark?

—¿A nuestra cama o a la de la habitación de invitados?

—Te dejo elegir.