Capítulo 25
Antes
Emma estaba mirando una fotografía de Francia. Theo sonreía delante de los barcos del puerto deportivo, varados a quince minutos de la casa de su madre.
La fotografía se encontraba en un tablón de la cocina. Estaba pegada a él por una estrella magnética y Emma pasó del amarillo de la estrella al marrón del entablado. Nathan había conseguido una cita para que alguien viniera a arreglarla pronto. Algún manitas que conocía del bar.
Pensar en Nathan le provocó esa familiar contradicción. Se estaba haciendo muy dependiente. Era un círculo al que estaba demasiado acostumbrada. Le seguía diciendo lo poco normal que era, lo sano y novedoso que le parecía que se despreocupara tanto de Theo, sin protegerle en exceso y sin ser tiquismiquis «como las otras madres. Lo digo en serio, no eres como las otras mujeres, para nada, Emma…».
Se estaba empezando a aburrir, dentro y fuera de la cama, porque él se ilusionaba cada día más, todo el tiempo llamándola por teléfono…
Nathan le había contado los últimos rumores de las malas lenguas de Tedbury. Estaba furioso porque la policía indagara no solo en su economía, sino también en el tiempo que había pasado en Francia. Su tono estaba lleno de ira («¿Qué es esto, un maldito estado policial?») y Emma tuvo cuidado de no revelarle el pánico que eso le había provocado. En su lugar, había calmado la curiosidad de Nathan acerca de lo ocurrido en Francia, igual que con Sophie, hablándole solo de ciertos detalles. El cáncer de su madre y su tumultuosa relación.
Emma estiró el brazo y cogió la foto. Desde el desastre en la guardería y la discusión sobre la fotografía del teléfono, Theo no le había dirigido la palabra. De hecho, no le había dicho nada a nadie, excepto a Ben y alguna palabra ocasional. El castigo del silencio.
Emma estaba bastante feliz por no tener que soportarlo, pero otras personas estaban montando un escándalo terrible. Nathan creía que deberían llamar a un médico, lo que quedaba descartado.
Formularios. Preguntas.
No.
Emma examinó la foto que tenía en la mano con más atención. Recordó con total claridad el día en que se la había hecho. Theo había insistido mucho en que quería ver el barco con las velas amarillas y blancas que ocupaba el centro de la imagen. Al final, se había rendido, porque la gente los estaba mirando. Un pequeño grupo de turistas esperaban para sacar sus propias fotos. Ese barco era el preferido de Theo porque el dueño había atado al timón un osito de peluche como mascota de la suerte y se veía a través del cristal de la ventana central. A Theo le gustaba pensar que era el oso el que manejaba el barco.
Theo y ella caminaban hacia el puerto deportivo todos los días después de comer mientras la enfermera monitorizaba la siesta de su madre. Emma recordó el pánico que había sentido al llegar a Francia y tener que asumir ella sola el cuidado de Theo tras dieciocho meses con la abuelita Lucy.
Recordó también la enorme oleada de pánico cuando supo que su madre tenía cáncer. La había llamado una amiga de esta desde Manchester. Solo Dios sabe cómo había encontrado el número. ¿Quizás entre las cosas de su madre?
«Deja el pasado a un lado, Emma. Ven a Francia antes de que sea demasiado tarde. ¿Me oyes? No tiene a nadie y hay cosas entre vosotras dos que debéis resolver».
Emma no había visto a su madre desde el funeral de su abuela, cuando se habían colocado, de manera desafiante, lo más separadas posible en el patio de la diminuta iglesia de Kent. Un pequeño grupo de agricultores locales y más o menos una docena de gitanos fumaban y hablaban mientras esperaban la llegada del coche fúnebre.
Emma lo había organizado todo para fastidiar a su madre, incluyendo la enorme cantidad de manzanas en un cesto de mimbre dentro del ataúd, gesto que había provocado sonrisas y lágrimas a aquellos que conocían el amor de su abuela por las huertas de Kent, pero también un movimiento de negación de la cabeza de su madre, como si le exasperara esa última burla a lo convencional.
La historia que había forjado el conflicto entre ellas estaba tan bien documentada como controvertida era. Emma prefería la versión de su abuela, entre otras cosas porque se sentía más en sintonía con su actitud anárquica ante la vida.
Al crecer, Emma solo contaba un resumen de la fractura que se había producido en su inusual historia familiar. La versión de su madre, Claire, hablaba de una infancia dura y difícil como parte de un grupo tradicional de nómadas rumanos. Presentaba a la abuela de Emma, Dotia, como la mala, una gitana cabezota e ignorante, demasiado angustiada por las influencias externas como para dejar que su hija fuera al colegio.
La madre de Emma contaba que le había suplicado ir a la escuela, cansada de las burlas de los gorgios, los niños no gitanos, por su analfabetismo. Relataba la historia de un día en el que, mientras esperaba a que abrieran la puerta de la tienda local de caramelos, una panda de niños se había reído de ella. Luego, se enteró de que había un enorme cartel delante de ella que rezaba: «Cerrado todo el día».
Claire decía que la relación con su madre se había derrumbado cuando su padre había muerto en un accidente de coche. Junto con otras familias gitanas, seguían recorriendo las granjas de Kent en busca de trabajos temporales, pero, a pesar de las repetidas visitas de los representantes de las autoridades locales, no la dejaban ir al colegio.
A Dotia, que tenía una afinidad particular por las huertas y que podía nombrar cada variedad de manzana, le gustaba el trabajo pese al dolor de espalda. Sin embargo, la madre de Emma lo odiaba.
La versión de Claire de la historia era: durante una temporada en Mid Kent, entabló una gran amistad con la hija única de un granjero, llamada Lily, que le ayudó a aprender a leer en secreto. Cuando los adultos centraron su atención en los lúpulos, Claire les rogó que la dejaran ir al colegio con Lily. Tras una serie de horribles discusiones, Dotia aceptó de mala gana, esperando que la novedad no durara mucho. Pero no fue así. Cuando los viajeros empaquetaron sus cosas para irse a Essex durante el invierno, Claire se negó a ir. Tras ser arrastrada literalmente por dos de sus tíos, se rebeló y, en menos de veinticuatro horas, había huido de vuelta a la granja. La historia se repitió dos veces hasta que la familia del granjero intervino, ofreciéndose a quedarse con Claire durante el invierno para que pudiera seguir escolarizada con Lily.
Tras ese acuerdo, la historia se dividía en dos. Claire afirmaba que su madre nunca volvió a buscarla, que la familia Ashford le dejó vivir en la granja, que nunca la adoptaron formalmente, pero que eso permitió que los servicios públicos siguieran sin estar al tanto de la situación. Estudió duro, se ganó un puesto en la universidad y un trabajo en la ciudad, donde conoció a su futuro marido, Alan, el padre de Emma.
Al principio, Alan tenía éxito y el matrimonio era feliz. Pero cuando las apuestas se convirtieron en su debilidad, Claire, al recordar la pobreza de su infancia, contrató a unos abogados para que congelaran las cuentas y pidió el divorcio. Tras el acuerdo, Emma y ella habían vivido entre peleas en Surrey. Emma le echaba la culpa a su madre por su mermada situación económica.
Al mudarse después a Francia, Claire eligió un elegante complejo en el sur, sorprendentemente cerca de Cannes. Emma se fue de casa tan pronto como entró en la universidad y rara vez visitaba a su madre. Cuando esta se trasladó al norte al pensar que el sur era demasiado caluroso y caro, convenció a Emma para que le ayudara con la mudanza. Mientras organizaban las cosas, se topó con una caja de cartas.
La caja de zapatos era rosa y, dentro, había más de dos docenas de sobres, algunos sin abrir. Unos cuantos estaban dirigidos a «Sabina», a una granja en Kent; otros, a Claire, a su primer piso en Londres. A Emma le llevó un tiempo darse cuenta de que Sabina debió de ser el nombre original de su madre en rumano.
Las cartas eran todas de la madre de Claire, Dotia, quien, triste y con ruegos insistentes, se las dictaba a un amigo cuya caligrafía era infantil y difícil de leer.
«Te escribo de nuevo de parte de tu madre, cuyo corazón está roto. Por favor, Sabina, ¿podrías aceptar verla?».
Emma escondió la caja en su habitación, encantada con la nueva munición contra su madre. Las cartas, incluyendo algunas redirigidas por la pareja de la granja que había acogido a Claire, dejaban claro que Dotia había vuelto muchas veces para rogarle a su hija que respetara su ascendencia y la acompañara en la carretera. Claire, como prefería que la llamaran por aquel entonces, no solo se negaba a pasar las vacaciones con su madre como se había acordado al principio, sino que había terminado por rechazar cualquier contacto. La familia de la granja había intentado mediar, pero Claire no quería ni pensarlo, le encantaba su nueva y más que cómoda vida y no deseaba saber nada de la antigua.
Las cartas de Dotia hablaban de que el trabajo en las granjas estaba disminuyendo, eran tiempos duros. Emma no tenía forma de saber si su abuela seguía viva, pero las cartas eran algo que claramente podía usar. Durante el desayuno, se había enfrentado a su madre, dejando la caja en la mesa.
—Creía que habías dicho que tu madre te había dado la espalda.
Se produjo una pausa en la que Claire se echó a temblar. Se levantó como si fuera a salir de la habitación, pero Emma la cogió del brazo, agarrándole la carne con tanta fuerza que la punta de cada una de las uñas de Emma se volvió blanca.
—Has mentido. Mi querida mamá, la que siempre me ha acusado de ser la mentirosa de la familia. ¡Menuda broma! Todos estos años diciéndome que soy la oveja negra, una pesadilla de hija, y mírate.
—Suéltame. Me estás haciendo daño.
—Oh, por favor. Ahórrate el drama. —Los ojos de Emma estaban fijos en el blanco de sus uñas mientras apretaba más y más fuerte. Más y más fuerte.
—Lo digo en serio. Por favor. Me estás haciendo mucho daño, Emma…
Emma tardó dos semanas en encontrar a Dotia. Una rápida búsqueda en Google la llevó hasta una pequeña parcela en el norte de Kent, donde dos caravanas estaban aparcadas en un campo al lado de un cobertizo convertido en casa. Se dirigió hacia allí en busca de aventuras y con la determinación de seguir fastidiando a su madre. Pero Dotia la intrigaba y a Emma le había impresionado la falta tanto de sentimiento como de sorpresa por parte de su abuela cuando la había encontrado. Durante largo rato establecieron contacto visual y, luego, ella asintió como si fuera algo que había previsto.
La yaya Manzana, como pronto pasaría a conocerla Emma, estaba enferma, pero, a pesar de eso, rebosaba historias y una cautivadora pasión por su cultura. Emma la visitó con frecuencia, quedándose en una pensión a unos pocos kilómetros del lugar. Durante largos paseos a primera hora de la mañana, aprendió su historia y sus costumbres rumanas.
La rebelde, artística y bohemia Emma se enamoró de todo eso. Del folklore. Del tarot, de las hojas de té y sí, del que le den a lo convencional. Por eso, dos años después, cuando descubrió no solo que estaba embarazada, sino que era demasiado tarde para abortar, supo perfectamente dónde acudir.
Desde el principio, la yaya Manzana no solo adoró a Theo, sino que tenía una relación especial con él. Emma le dejaba el bebé a su abuela con regularidad, a veces hasta dos semanas. Dotia la regañaba, pero ella siempre encontraba el modo de hacer que la yaya Manzana la perdonara.
«Mira, siento no haberte podido mandar un mensaje, pero me ha surgido una cosa. Además, eres tan buena con él. Te adora…».
Emma había esperado que ese sistema continuara, pero la salud de su abuela se había resentido gravemente por su estilo de vida. Se volvió cabezota y se negó a mudarse con las otras familias de su comunidad. Le habían diagnosticado diabetes, pero no se la trató durante mucho tiempo porque no confiaba en los médicos locales. Emma, preocupada ante la perspectiva de perder a su niñera, hizo lo que pudo para intervenir, pero a su abuela siempre se le «olvidaban» las citas, por lo que cuando le llegó la noticia de que Dotia había sufrido un coma diabético mortal y que habían encontrado su cuerpo en la caravana, frío tras cuarenta y ocho horas, Emma quedó devastada.
¿Qué se suponía que iba a hacer con Theo?
Parecía que entraba una corriente de aire por la ventana tapada con las tablas de madera. Emma dobló la fotografía y la guardó en el bolsillo, miró el reloj y, luego, su reflejo en el espejo de la pared contraria.
No era culpa suya lo que estaba pasando. Todo eso era cosa de su madre. Emma se miró a los ojos y sintió una presión conocida en el pecho mientras recordaba la última llamada telefónica del abogado.
¿Y si las cosas no avanzaban en Tedbury como había esperado? Bueno, a ella no la culparían.