Capítulo 11

Antes


—¡Sal de ahí ahora mismo, Theo!

A Emma le dolieron las rodillas al agacharse para mirar debajo de la cama otra vez. Había sido un día largo y estaba cansada. No recibió ninguna respuesta. Theo, vestido con su espantoso disfraz, estaba en la esquina más alejada de la cama, envuelto en una manta y tapándose los oídos con las manos. El brazo que tenía fuera confirmaba que se había vuelto a pintar con un rotulador un pequeño pájaro rojo en la piel. Su nueva manía. ¡Maldita sea! Otra pelea a la hora del baño.

—Lo digo en serio, Theo. Baja a ver lo que has hecho. Además, tengo más preguntas sobre Ben y su mamá.

—No he hecho nada malo. Soy Superman y tengo poderes especiales. Puedo salir volando de la habitación ahora mismo si quiero. Puedo ir a buscar a mi petirrojo y volar hasta Cornualles para estar con Ben.

Emma se apoyó en los talones. Deseó que la yaya Manzana estuviera todavía viva. Sí, si viviera todavía, Emma llevaría a Theo inmediatamente a Kent y lo dejaría allí.

Ya lo había hecho más de una vez, incluso lo había dejado semanas cuando era pequeño y especialmente complicado. La yaya Manzana siempre se quejaba de que no era una buena idea, de que no era bueno para el niño, pero nunca se había negado, siempre acababa cediendo.

Durante esos días, Theo se estaba volviendo más y más insoportable. No contestaba a las preguntas sobre Sophie y Ben, solo ponía esa mueca ridícula y la retaba; «¿Por qué no paras de preguntar sobre Ben y su mamá?».

—¿Has oído un golpe esta tarde, Theo, después de que volviéramos de casa de Heather? —Emma cambió de postura de nuevo para estirar sus doloridas rodillas, aunque siguió inclinada para poder mirar a su hijo.

—¿Es como en Francia? Porque yo no he hecho nada. Yo no rompí los platos de la yaya en Francia. Y hoy no he hecho nada malo. Lo prometo. Me he portado bien en casa de Heather, pregúntaselo a ella. —Theo estaba encogido haciéndose un ovillo, con las rodillas pegadas al pecho.

—Bueno, ¿por qué no vienes a verlo? Porque yo no me lo estoy imaginando. Lo digo en serio. Baja en dos minutos o te arrepentirás.

El teléfono comenzó a sonar. Emma miró, a través de la puerta abierta del dormitorio, al pasillo que llevaba hacia su mesilla de noche, pero decidió ignorarlo. Un minuto después, el móvil sonó de nuevo. ¡Maldita sea! Suponía que era Nathan otra vez para preguntarle dónde había estado, por lo que se levantó y se fue a la planta baja, donde no se la oyera.

Al principio, el tono de Nathan era dubitativo y arrepentido; estaba aún algo desconcertado porque ella siguiera adelante con el tema de la charcutería. Durante el último par de días, había intentado convencerla para que redujera el ritmo. Creía que estaba molestando a la gente del pueblo por continuar hablando con los albañiles mientras Gill estaba en coma y Antony, casi caliente en el tanatorio.

—Mira, entiendo que la gente esté en shock y que la vida en el pueblo sea distinta, que están muy unidos y eso, pero yo no conocía tanto ni a Gill ni a Antony, por lo que no lo comprendo. No puedo detener mi vida y no veo por qué se tienen que meter en lo que haga o deje de hacer.

—De acuerdo, la verdad es que Tom la tomó un poco conmigo anoche en el pub. Al parecer, hay un rumor estúpido por el pueblo…

—¿Un rumor? ¿Qué rumor, Nathan?

Se produjo una larga pausa mientras Emma se dirigía al salón para calcular los daños. Escuchó cómo Nathan le explicaba que las arpías del pueblo hablaban mal de ella, que tenían una impresión equivocada.

—Bueno, normalmente no me importaría, pero eso quizás explique algunas cosas. —Emma miró el ladrillo que había en el suelo—. De hecho, ¿podrías venir rápido a ayudarme? Acabo de llegar y ha pasado algo horrible.

Después de que le diera todos los detalles. Nathan cambió el tono y aceptó pasarse al cabo de una media hora. Emma colgó y cogió el ladrillo mientras Theo aparecía en el umbral de la puerta.

—Por fin Superman ha hecho su aparición.

—He hecho la mochila. Me voy a Cornualles a ver a Ben.

—Bueno, que tengas suerte, chaval, porque va a ser un paseo bastante largo. ¿Ves esto, Theo? —Emma cogió el ladrillo embarrado e indicó con la cabeza la ventana rota, que daba al jardín—. Todo esto es culpa tuya.

—Yo no he hecho eso.

—No estoy de acuerdo. ¿Sabes qué ha pasado aquí?

Theo negó con la cabeza y Emma vio que se le llenaban los ojos de lágrimas mientras miraba los cristales esparcidos por el suelo.

—Eres un chico muy malo y volviste a morder a mamá anoche, cuando te estaba bañando. —Soltó un largo suspiro. Lo había hecho mientras le quitaba uno de esos estúpidos petirrojos pintados con rotulador. Theo había cogido la costumbre de garabatearse en secreto petirrojos en la parte superior del brazo y odiaba que se los borrara—. Porque es muy muy malo morder y la gente siempre se entera de estas cosas. Has hecho que todo el mundo en Tedbury nos odie.

Le dio la vuelta al ladrillo, manchándose las manos de barro húmedo.

—Haces que todos se enfaden, da igual dónde vayamos. Esa es la verdad. Hiciste que la abuelita Lucy se enfadara cuando vivíamos en Manchester. Hiciste que la yaya se enfadara cuando vivíamos en Francia. Y ahora has hecho que todos en Tedbury se enfaden. Bien hecho, Theo. Un trabajo excelente.

Theo estaba llorando y Emma cogió aire. Miró el reloj, tratando de decidir si tenía tiempo para darse una ducha antes de que Nathan llegara. No, seguramente no.

—Lo estropeas todo, Theo. Da igual dónde vayamos o cuánto lo intente, tú lo echas todo a perder.