Capítulo 4

Antes

LIBRA

Hoy tienes que dejarlo a solas, huir de él. Sé fuerte, prudente y, sobre todo, no te preocupes tanto. Practica el arte de «pasar de todo». Ahí está la solución.


—¿Estás segura de que no quieres que te acompañe? Puedo retrasar la reunión. —La voz de Mark me devolvió a la sala.

—¿Perdón?

—A la cita. ¿Quieres que vaya?

—No, no, Mark. No hace falta. Estoy bien. —Cerré el periódico de golpe y sentí que me sonrojaba de vergüenza. Nunca leía el horóscopo…

—¿No lo dices por decir?

—No, no lo digo por decir. En serio. —O no solía leerlo. Dejé a un lado el periódico y eché más café en nuestras tazas.

—¿Y Ben? ¿No será incómodo que lo escuche?

—No te preocupes. Emma se ha ofrecido a cuidarlo. —Sonreí internamente—. Theo y él se llevan muy bien. Es una pena que Theo sea un poco más pequeño, porque no van a poder ir juntos al colegio. Además, estaba pensando en invitar a Emma a cenar un día de estos. Te caerá bien. Y me gustaría presentarle a más gente, ayudarle a que se sienta a gusto. Ya sabes cómo puede ser la gente de este pueblo.

—Claro, como tú quieras. Quizás podamos invitar a Nathan, anda detrás de ella. ¿Me llamarás después de la cita? —Cerró el maletín mientras sorbía el café y trataba de ocultarme que estaba mirando la hora en el reloj de la pared de enfrente. Nuestra rutina de los lunes: él fingía que no tenía prisa y yo, que no me importaba.

—Estoy bien. Vete o vas a encontrar tráfico. Estoy bien, en serio. —No estaba para nada bien…

No te preocupes tanto.

Me encontré sonriendo cuando me besó en la cabeza y, después, me quedé sentada sin moverme mientras salía de la cocina, consciente de mis latidos en el cuello al escuchar la conocida secuencia de sonidos. El maletero cerrándose, el motor encendiéndose y las llantas moviéndose por la arena antes de que se produjera una pausa mientras miraba hacia la calle y se fuese. Después, el silencio.

A veces, tras su marcha, me sentaba durante un largo rato llena de paz. La casa y yo a solas, con Ben jugando en su habitación, en la planta de arriba. Recordé aquellos horribles días, hacía tiempo, cuando me sentaba no inmóvil, sino como anestesiada, a mirar a Ben, un bebé vestido con un bodi azul y amarillo, atado a la sillita en el suelo. Esperando. Había varias llaves de plástico sujetas con velero a la barra de la sillita, junto con una araña multicolor hecha de felpa, con cada par de patas de un color distinto. Azul. Rojo. Amarillo. Verde. Ben jugaba con esos juguetes mientras esperaba, con más paciencia de la que me merecía. «¿Esperando a qué?», pensaba, observándolo.

¿A qué estás esperando?

Ese día, junté las manos como si estuviera rezando y me di varios golpecitos en los labios.

—Vamos, Ben. Coge la mochila. Nos vamos a casa de Theo.


«Técnicamente, acudimos a los doctores equivocados», pensé sentada en la sala de espera, mientras miraba los cuadros en venta de pintores aficionados que colgaban de las paredes. Tedbury, en la carretera a medio camino entre Modbury y Aveton Gifford, caía bajo la jurisdicción de Modbury, pero no me había dado cuenta cuando nos mudamos, por lo que me había inscrito en una clínica diferente varios kilómetros más allá. Nadie se quejó y en ese momento daba las gracias por haber cometido ese error, ya que no me entusiasmaba la idea de que todo el pueblo se enterara de nuestros asuntos, de todas estas citas.

Había más o menos una docena de cuadros aquel día, algunos de ellos sorprendentemente buenos. Una acuarela de un barco, bastante llamativa. Sesenta libras, pero el marco era horrible. Me estaba preguntando si valdría la pena ponerle otro, mientras recorría mentalmente la casa para ver en qué pared quedaba mejor, cuando un pitido me avisó de que un nuevo mensaje había aparecido en el cartel de neón. Mi nombre en letras rojas. «Dra. Elder. Sala 4».

—Bueno…

Me senté y comencé a dibujar la línea de mis pantalones sobre la rodilla, en el lugar en el que la pana marrón estaba completamente aplastada. La imagen de Emma con su conjunto negro y gris me vino a la cabeza y miré hacia abajo, hacia mis desgastadas chanclas y hacia las uñas de los pies sin pintar.

La doctora Elder era muy agradable. Me gustaba. Era una de las dos mujeres que trabajaban en esa clínica. A veces tenía que esperar más de una semana para verla, pero no quería que me atendiera ningún hombre. Para esto, no. La doctora Elder tenía unos cuarenta años y cuatro hijos que sonreían desde un marco de cuero rojo bermellón que había sobre su mesa: dos chicas de pelo rubio rojizo y dos gemelos más pequeños, con pecas en la nariz y en los pómulos.

Me pregunté cómo narices le daba tiempo a trabajar. ¿Una niñera? ¿Un au pair? Quizás yo debería haber hecho lo mismo, volver al trabajo en lugar de esperar a que el segundo bebé apareciera.

La doctora Elder frunció el ceño mientras miraba un informe que tenía en el escritorio y en la pantalla. Podía oír mi pulso en los oídos. Por fin, dijo:

—A ver, la buena noticia es que todo está bien. —Me sonrió cuando se giró hacia mí—. Los análisis de sangre confirman que ovulas de manera totalmente normal. Y veo que hablamos la última vez sobre los resultados de tu marido. También buenos.

Moví los hombros y asentí. En realidad, me hubiera gustado mostrarle el alivio que la doctora Elder estaba esperando, pero no fui capaz. La cosa era que yo ya sabía que estaba ovulando «de manera normal», tras haberme gastado en pruebas de la farmacia el dinero equivalente a lo que costaría un coche pequeño.

—Entonces, ¿qué ocurre?

La doctora tensó los labios.

—Se debe a lo que hablamos la última vez. A veces no hay una explicación obvia. —Miró la fotografía que tenía encima de la mesa—. A veces solo hay que esperar. —Yo también miré la fotografía. Apenas se llevaban unos centímetros. No parecía que hubiera señales de espera en el mundo de la doctora Elder.

—Pero quedé embarazada de Ben muy pronto.

—¿Desde hace cuánto lo estáis intentando? —La doctora comprobó sus notas una vez más.

—Dos años y cuatro meses. —Me arrepentí al instante de haberlo dicho tan rápido en voz alta, lo que provocó que las lágrimas me inundaran los ojos.

—¿Has hablado con tu marido sobre las opciones que comentamos la última vez?

—Sí —mentí—. Cree que deberíamos seguir esperando. —No dije por qué.

—Bueno, veo que esta situación es muy complicada, Sophie. Pero en la gran mayoría de los casos, tu marido estaría en lo cierto. Sois todavía jóvenes. Y sé que para mí es fácil decirlo, pero lo que te recomendaría es que intentaras relajarte. Vete de vacaciones. Distráete. Intenta no centrarte demasiado en eso. —Volvió a mirar a la pantalla—. Dime, ¿estás trabajando?

—Por el momento, no. —Sentí escozor en la garganta y, de nuevo, picor en los ojos—. Quería volver después del segundo niño.

—Ya sabes que no hay nada que sugiera que la historia pueda volver a repetirse, Sophie. Estaremos vigilando…

—No tengo miedo.

Una nueva sonrisa amistosa.

—Mira, ¿por qué no lo intentáis un poco más? Digamos, un par de meses. Después, si sigue sin haber buenas noticias, me gustaría veros a ti y a tu marido. Podemos hablar sobre todas las opciones para que los dos entendáis en qué consiste exactamente cada tratamiento.

—Sí, suena bien.

—¿Hay algo más en lo que te pueda ayudar?

Después, con el piloto automático del coche activado, camino a casa y sin recordar cómo había sido la primera parte del trayecto, me di cuenta de que no me había despedido de la doctora Elder. Ni siquiera le había dado las gracias. Me recordó a mí de pequeña en la iglesia, cuando me descubría terminando una oración sin acordarme de si había dicho la primera parte. ¿La había dicho? ¿O estaba evocando del domingo pasado? ¿O el anterior?

En el umbral de la puerta de Priory House, el escozor de la garganta seguía ahí, por lo que no me sorprendió, aunque sí me avergonzó, la explosión ante la pregunta inocente de Emma:

—¿Te encuentras bien, Sophie?

No fue un sonido, solo un río de silencio salpicado por lágrimas furiosas que luché por detener mordiéndome con fuerza el interior del carrillo y girando el cuerpo hacia la ventana que daba al jardín. Estaba avergonzada.

Entonces, antes de que Emma pudiera responder, la humillación se intensificó al aparecer Ben en la puerta.

—Mamá, mamá, ¿qué pasa? ¿Qué ha ocurrido?

Me quedé de piedra ante los ojos abiertos de Ben hasta que Emma se lanzó sobre mí y me cogió la mano izquierda.

—A mamá se le ha clavado una astilla de la puerta de entrada. Voy a tener que sacársela. ¿Alguna vez te has clavado una astilla?

—Sí, del columpio del parque.

—Entonces sabes lo que duele. Y mamá va a tener que ser muy valiente.

—¿Vas a usar una aguja caliente?

—Me temo que sí.

Luego, tras poner cara de disgusto y los brazos rígidos con los puños blancos y tensos, desapareció.

Después de buscar a tientas, sin éxito, un pañuelo en mis bolsillos, acepté uno de la caja que me tendía Emma.

—Madre mía, lo siento mucho.

—No seas tonta. —Emma me guio hacia una silla de la mesa sujetándome por los hombros—. Bien, siéntate. Vamos a tomarnos un café cargado.

Me soné la nariz con fuerza.

—Gracias. Ha sido muy buena excusa. Lo de Ben, digo.

Mientras Emma estaba ocupada con las bebidas, comencé a inventarme una coartada. Sin embargo, en cuanto la primera idea cogió forma, Emma se sentó delante de mí con una expresión tan extraordinaria y expectante en los ojos, con sus rayas verdes y marrones brillando, que la verdad se escapó de mi boca como si mis labios se hubieran cansado de retenerla.

La espera. Los falsos comienzos. El día en que me había sentado con Caroline en esa misma cocina tras dos semanas de retraso, tan segura que incluso me había permitido entusiasmarme. Pero no, al final, la maldita prueba siempre decía que no. Y, luego, esa preocupación de que, de alguna manera, estaba atrapada en ese horrible período desde el nacimiento de Ben. La depresión. La… depresión… posparto. El período largo y oscuro hasta que me la diagnosticaron, cuando me arrastraba de un día al siguiente como un zombi. Sin vestirme. Sin ducharme. Con Mark sin tener ni idea de qué hacer. Con Ben sentado en la sillita, asombrado. Esperando…

—Lo siento mucho, Emma. No suelo ser así. Ha sido una explosión espontánea. Creo que… debería irme. —Me puse de pie.

—No vas a ir a ningún sitio. Siéntate y respira con suavidad. Lo digo en serio. Inspira y espira, con lentitud, hasta que te calmes.

Y sí. Inspiré. Espiré. Hice lo que me decía. Inspirar… Espirar… Y antes de darme cuenta, ya estaba soltando la historia completa. Cómo había mentido a la doctora. Mark negándose rotundamente a aceptar el tratamiento de fertilidad por miedo a que tuviéramos gemelos y a que, si la depresión posparto volvía, dos bebés fueran demasiado, para mí y para él, mientras que yo como hija única estaba desesperada por conseguirle un hermanito o una hermanita a Ben.

—Quiero decir, sé que con Ben debería ser suficiente. Fíjate en ti y en Theo. Estáis genial juntos. Y algunas personas ni siquiera tienen hijos. —Hablaba cada vez más y más rápido—. Una parte de mí se siente culpable por obsesionarme tanto con esto, pero ¿es tan malo que quiera tener otro bebé? ¿Es tan terrible? —Emma no dijo nada—. He leído incluso el maldito horóscopo esta mañana. ¿Te lo puedes creer? ¡Es muy triste!

—Mira, Sophie, sobre lo de leer las hojas de té y lo de los signos del zodiaco, no debería haber dicho nada. Me refiero a que lo hago por diversión, nunca lo haría en serio ni sobre algo importante…

—No, no, no me refería a eso. —Eché la cabeza hacia delante, meciéndola entre las manos—. Ay, madre mía, Emma, en realidad, sí…

Entonces, las dos nos echamos a reír y Emma me pasó, de nuevo, la caja de pañuelos.

—Te lo prometo, no suelo estar tan chiflada. —Me soné la nariz de nuevo—. Es la vida del pueblo, me está volviendo loca poco a poco.

—¿Así que no has trabajado desde que tuviste a Ben? ¿Nada?

Niego con la cabeza.

—Hago publicidad, no hay ninguna empresa que entienda lo de «trabajo a tiempo parcial». Había pensado en tener dos hijos rápido y, luego, volver a trabajar la jornada entera. El plan era reubicar la compañía de Mark una vez que la familia estuviera completa.

—¿Nunca has considerado contratar a una niñera?

Me encojo de nuevo al verme a mí misma con ocho años yendo de la mano del au pair mientras mi madre buscaba las llaves del coche. El montón de equipaje en el pasillo. El típico beso rápido de despedida, la esencia de su perfume en el salón junto con la promesa de que mandaría postales. Todas esas postales…

¿Por qué es tan complicado para las madres? ¿Trabajar? ¿No trabajar? Blanco. Negro.

—No, no me gustaba la idea de la niñera. De todas formas, fue mi decisión, es mi culpa. La mudanza. La pausa profesional. Todo. Y, en realidad, no me arrepiento… de Ben, quiero decir. Lo quiero con toda mi alma. Claro que sí. Solo que nunca pensé que iba a ser así de duro.

Escruté la cara de Emma en busca de una respuesta, pero no encontré nada.

—Lo siento. Nos he incomodado a las dos. —Me levanté de nuevo—. La doctora tenía razón. Me he obsesionado con quedar embarazada. Ella me ha recomendado «tomarme unas vacaciones». Supongo que necesito distraerme.

Entonces, la expresión de Emma comenzó a cambiar. Durante un momento, miró por la ventana y, después, esbozó una sonrisa, como si algo se le acabara de ocurrir. Luego, se abalanzó sobre un cajón de la cómoda en el que rebuscó con empeño.

—Mira, me lo puedes decir si piensas que es una idea terrible. —Lo intentó con un segundo cajón, removiendo los papeles hasta que, de pronto, dijo—: Ah, aquí están. —Volvió a la mesa con una serie de recortes que puso ante mí. Había varios artículos y noticias extraídas de periódicos y de suplementos dominicales—. Como te he dicho, no tienes que aceptar, sin presiones. Pero estaba pensando en aprovechar el verano antes de que Theo entrase en la guardería.

Hay un montón de lugares que quiero visitar con él. Mira. —Me enseñó un artículo que hablaba del Burgh Island Hotel—. Tengo que ir a este sitio. Art déco. Y Castle Drogo. Y la casa de Agatha Christie, que ahora es patrimonio nacional. Bueno… No sientas que tienes que decir que sí. —Era su turno de hablar cada vez más rápido—. No a todo el mundo le gustan los edificios. Theo y yo estamos acostumbrados a estar solos. Para serte sincera, estoy un poco preocupada por él también. No tiene muchos amigos. Como tú dices, es hijo único. Pero si te unieras a nosotros… con Ben… Quiero decir, si a ti te sirve de ayuda, como distracción, para no pensar en esas cosas y mantenerte ocupada durante el verano, a nosotros nos encantaría.

Miré hacia los recortes esparcidos por la mesa y después a Emma, que tenía los ojos enormes y llenos de esperanza. En ese momento Ben reapareció en la puerta, con sus pequeños puños todavía apretados a ambos lados del cuerpo.

—¿Estás bien, mamá? ¿Ya te ha quitado la astilla?

—Sí, cariño. Ven aquí. Ya estoy bien. Emma me ha salvado la vida. —Extendí la mano para coger la de Ben y apretarlo contra mí mientras articulaba un «gracias» silencioso a Emma, sorprendida al ver lo bien que me encontraba. Me sobrevino el alivio, junto con ese ligero entumecimiento que sigue a un episodio de llanto. Recordé justo a tiempo tensar la mano «herida» mientras los hombros de Ben se relajaban visiblemente. Igual que los míos.