Capítulo 2

Anteriormente


¿Lo peor? Yo hice que nos mudáramos al campo porque pensé que sería más seguro.

Mi idea, no la de Mark. Mi insistencia.

Durante los primeros dos años de matrimonio, nos encantaba Londres. Los teatros. Los restaurantes. Los puentes. El alboroto.

Compartíamos el tópico de un piso en el norte de la ciudad con una ventana mirador, con escritorios de mármol negro, mullidos sofás blancos y constantes atracos en la puerta del kebab local.

El nuestro era el sueño metropolitano, deseado al principio y detestado después en igual medida por todo el grupo de amigos que, embarazo tras embarazo, pasamos del placer fácil de las estaciones de metro y la comida exótica a domicilio a las críticas inesperadas contra el alto número de delitos, la falta de existencias y el estado del colegio público local.

Según fueron expandiéndose las hormonas de embarazo por el grupo, todos nuestros amigos se sorprendieron y nos sorprendieron cambiando sus vidas por completo; Ryan y Elaine comenzaron a dirigir un complejo vacacional en Francia; Sally y Eden consiguieron nuevos puestos de enseñanza en Nueva Zelanda; Hermione e Ian se trasladaron a la temible periferia, y Simon y Stella pasaron por el tribunal de divorcios. Luego, llegó nuestro turno.

—Londres no es un buen lugar para formar una familia, Mark. Es demasiado peligroso.

—Tonterías, Sophie. Es un lugar genial para crear una familia. Piensa en los museos.

—Nunca vamos a museos. Lo digo en serio. ¿Has visto el colegio local? Las navajas están prácticamente a la orden del día.

—Iremos a uno privado.

—No creemos en lo privado.

—La hipocresía está permitida después del parto. —Me miró la barriga mientras yo estaba allí, de pie, embarazada de cinco meses, en la cocina en blanco y negro de nuestro, de pronto, inconveniente apartamento de una habitación.

El plan de Mark era muy simple. Nos mudaríamos a un piso más grande con jardín y un sistema de seguridad láser.

Me llevó tan solo unas semanas convencerle, gracias a una descarada campaña que incluía cantidades ingentes de solomillo poco hecho y gran abundancia de sexo oral.

—Me sentiré más segura en el campo, Mark. Una persona distinta. Cocinaré más, me estresaré menos. Es lo que necesita el bebé. Lo que todos necesitamos.

Así que, mientras Mark continuaba apostando por la periferia, yo me impliqué en nuestra completa reinvención. Si iba a tomarme la pausa profesional que habíamos acordado en favor de la vida familiar, lo haría con las pilas puestas. Me había enamorado de Devon cuando era una cría y me imaginaba con optimismo a Mark reubicando, con el tiempo, su negocio en Exeter. O, en el peor de los casos, en Bristol.

—Estás loca, Sophie. ¿Devon? ¿Tienes idea del tiempo que me llevará desplazarme desde Devon? Nos pasaremos la vida viéndonos solo los fines de semana.

Entonces, cayendo a través de la ranura de nuestro buzón en Londres, los folletos comenzaron a llegar, con tejas de paja, establos y campos de ensueño con hamacas y llamas. También con golf. De esa manera, según me crecía la barriga, la resistencia de Mark se iba reduciendo, hasta que Tedbury apareció de pronto ante nuestros ojos.

Era el «pueblo del año», con una iglesia del siglo XIII, un pub, una tienda y un colegio de primaria. Tedbury ofrecía, además, el extra poco común de una plaza tradicional con seis magnolios que todas las primaveras, durante un breve período de tiempo, hacían caer una lluvia de confeti rosa sobre los habitantes que paseaban a sus perros por la mañana temprano o aparcaban sus coches a altas horas de la noche.

«Seré feliz en el campo. Lo sé. Mark».


Esa frase me perseguía mientras daba vueltas y vueltas en la cama tras conocer a Emma.

¿Todo el aburrimiento y la frustración? Culpa mía al cien por cien.

Me fui de Londres soñando con esta vida, pero desde el momento en que dejé mi trabajo como redactora creativa con experiencia en una empresa de publicidad… Lo habéis adivinado, lo eché de menos. Y, justo cuando tuve a mi ansiado niño entre mis brazos berreando por los cólicos, fui yo la que pensó: «¿Qué he hecho?». Anhelaba el bullicio de la ciudad, el «cuidado con el espacio entre tren y andén». Todo eso hacía que me sintiera culpable de una forma terrible y devastadora, sobre todo cuando veía a Mark pasearse de arriba abajo por la autopista.

Él intentaba compartir la culpa. Mark planeaba de verdad reubicar el negocio; sin embargo, luego, se acobardó. Pero fui yo la que lo calculó todo mal. Fui yo la que no contó con que un zorro se comería mis gallinas ni con que la madera húmeda no ardía ni con las nubes de tormenta que parecían aferrarse al pantano como el algodón a un árbol de Navidad. Ni con el hecho de que el bebé número dos se negara rotundamente a aparecer, estirando mi pausa profesional hasta convertirla en un limbo solitario y sin fin.

Cada cierto tiempo, me venían los mismos pensamientos: «Vuelve al trabajo, Sophie… No va a haber un segundo bebé», justo antes de desechar la idea al retrasárseme la regla. Una semana prometedora. Dos. Sueños. Esperanzas. Y, luego, la decepción agobiante de siempre…

—Bueno, ¿cómo es?

Abrí un ojo y me encontré con Mark sentado en la cama.

—¿Quién? —Me sentí confusa momentáneamente; no había oído a mi marido entrar la noche anterior.

—Sophie, ¿me estás escuchando?

Entonces, sentí más culpabilidad aún al preguntarme qué le había ocurrido a la barbilla de Mark. Juraría que alguna vez había tenido una barbilla bonita. ¿Dónde estaba? ¿Le ocurría a todas las esposas? ¿Miraban a sus maridos después de pasar un tiempo separados y pensaban: «Madre mía, siempre has sido así»?

—Perdóname. Perdóname. No estaba lo bastante despierta. ¿A quién te refieres?

—A la misteriosa mujer de la que todo el mundo habla en el pub.

—¿Pub?

—Ya estabas dormida cuando he llegado.

—Así que te has tomado una copa rápida.

—Tres. —Me besó en la frente, expulsando su aliento de dragón con olor a cerveza rancia a modo de confirmación—. He conseguido un nuevo contrato esta semana para que puedas seguir con esta maravillosa vida. Así que ha sido mi celebración. De todas formas, Nathan estaba allí y solo hablaba de que ayer una furgoneta de mudanzas se chocó contra la casa de los Heather y de una mujer misteriosa por la que ahora bebe los vientos. Cree que es una cantante de jazz. Dice que la rescataste, por lo que tengo instrucciones estrictas de enterarme de todo antes de ir a jugar al golf.

—Ah, ¿vas a jugar al golf con Nathan otra vez?

—Bueno, ¿qué pasa? ¿Es famosa?

Fruncí el ceño mientras analizaba nuestra conversación. Había estado muy a gusto con Emma la hora que había pasado en casa, pero no había dicho ni una palabra sobre música. De hecho, no habíamos hablado de trabajo, lo que me había venido muy bien.

—Yo no la reconocí y ella no me comentó nada.

—Ay, eres imposible. Voy a preparar café.

—Es bastante especial, la verdad. Elegante pero con claros hábitos de Totnes. Quería leerme no sé qué, lo que fue extraño. Abuela gitana o algo así. Pero me gustó. Puede que sea lo que este lugar necesita. Aunque es demasiado agradable para Nathan. Tendré que avisarla.

Mark, al escuchar la referencia a Totnes, se puso a hacer gestos hippies de la paz a modo de burla. Ese pueblo cercano era un extraño portal de entrada a un pasado aún más extraño.

—¿Está seguro de que es cantante?

—Al parecer, es alguien importante en el mundo del jazz. Ha estado en Jools Holland. Pero bueno, a ti no te gusta la música.

—Sí me gusta.

—No, no te gusta. Y yo no me entrometería en lo de Nathan. —Levanté las cejas y Mark levantó las manos—. Bueno, a por el café.

Desapareció por el pasillo, atrancando la puerta mientras yo cerraba los ojos de nuevo y oía los pasos de Ben. Lo siguiente que oí fue a Mark levantando a nuestro hijo en el aire, seguido del sonido de un avión y risas. Oh, sí. Sonreí al recordar por qué me había casado con él. «Papá prepara el desayuno. Papá juega a los aviones. Papá…».

De pronto, Mark me despertó por segunda vez; no tengo la más remota idea de si fue diez minutos o una hora después, de pie frente a la cama con una bandeja en las manos y expresión de perplejidad. Junto a un café espumoso que confirmaba su guerra con la máquina de expreso, traía un periódico, un ramo de flores y un misterioso paquete de té Darjeeling. Una caja verde oscura en forma de Tardis con letras doradas. Buena calidad. Hojas de verdad.

—¿Flores?

—Antes de que digas: «No tenías por qué», te aviso de que no son mías. Estaban en la puerta junto al té. ¿De qué va todo esto?

—Nuestra nueva cantante.

—¿Té? —Hizo una mueca, mirando el regalo, pero decidí picarle encogiéndome de hombros con desconcierto y reajustando las almohadas.


Una hora después, duchada y vestida, bajé los escalones hacia el alboroto familiar que salía del armario de debajo de las escaleras. Al parecer, Mark estaba buscando su equipo de golf, algo tan sorprendente como totalmente ineficaz porque la bolsa estaba en el garaje. Le había visto cambiarla el fin de semana pasado con un comentario sobre lo conveniente que sería «meterla directamente en el maletero».

No dije nada cuando se oyeron una serie de golpes seguidos de palabrotas. Puse las flores en agua y le susurré despacio a Ben:

—Coge tus zapatos, pequeño.

—¿Perdona? ¿Qué has dicho? No encuentro el equipo de golf. —La voz de Mark surgió de las profundidades del armario, seguida de un golpe enorme, el sonido del cristal rompiéndose y un silencio inquietante.

Le puse a Ben el abrigo muy rápido y lo empujé hacia la puerta.

—Mira en el garaje, cariño. Nos vemos luego.


El paseo a Priory House fue exactamente como había temido: muy familiar y muy extraño a la vez. El crujido de la arena, el olor a plantas silvestres en flor a lo largo del camino, el mugido de una vaca cerca de la valla, enfadada por nuestra intromisión en su desayuno… Y, junto a todas esas imágenes y sonidos conocidos, la certeza en la boca del estómago de que no sería Caroline la que abriera la enorme puerta del establo ni nos íbamos a sentar en su mesa de cocina, con sus familiares manchas y salpicaduras. La mesa en la que, hacía solo unos meses, nos habíamos esperado una línea azul en la prueba de embarazo; una línea azul que nunca apareció…

La llegada de Emma significaba que iba a tener que enfrentarme al nuevo estilo de Priory House antes de lo esperado, así que intenté imaginarme cómo sería. El mismo lugar. Sofás distintos…

—¿Vamos a visitar a Caroline, mamá? ¿Ha vuelto?

—No, Caroline se ha mudado, ¿te acuerdas? Vamos a visitar a la mujer nueva y a su hijo Theo… Ya sabes, al que conociste ayer. Van a vivir en la casa de Caroline.

En la entrada, tuve que retener la mano de Ben para que no se colara en la casa. Caroline nunca cerraba la puerta.

—¿Por qué llamamos al timbre, mamá? ¿Dónde va a vivir Caroline cuando vuelva?

—No va a volver. ¿Recuerdas? Te lo conté.

—¿Porque la llamaste «cucaracha»?

—Ya basta. Ben.

Entonces, una sorpresa: Heather nos abrió la puerta.

—Ay, jo, Sophie. Es mejor que pases. Lo siento, Emma tiene las manos ocupadas. —Sonrió a Ben y nos dirigió hacia la cocina a través del comedor, en el que Emma estaba sacando porcelanas y boles de varias cajas enormes.

Dado el impacto en la pared de Heather, me sorprendió el compañerismo.

—¿Ningún duelo al amanecer? ¿Ninguna lucha en el barro? Creía que ibais a necesitar abogados para hablar.

—Madre mía, no. Emma se ha portado genial. Ya hemos terminado con todo el papeleo de la empresa de mudanzas. Lo paga todo el seguro, gracias a Dios. Por aquí de momento no hay nada destrozado y no parece que haya ningún daño estructural en mi casa. Solo algún enfoscado que arreglar… Además… —Entonces se giró hacia nuestra anfitriona con los ojos muy abiertos—. ¡Emma sabe leer el futuro!

—Eso me han dicho.

—Me ha leído las hojas de té y la palma de la mano. In-cre-í-ble. Mejor que el tío del Barbican. Vamos, Sophie. Tiene que leerte el tuyo inmediatamente.

Abrí los ojos a modo de aviso.

—Bueno, en realidad no nos quedamos. Solo he venido a darle las gracias a Emma por las flores y a hacerle una propuesta. Me preguntaba si a Theo le gustaría venir a jugar en algún momento. —Luego, bajando la voz, añadí—: Si no es demasiado tímido, es bienvenido ahora mismo. Así os deja un poco de espacio para adelantar con la mudanza. Pero, si es muy pronto, no te preocupes, es solo una idea.

—No soy tímido, pero no quiero jugar a los trenes otra vez.

—No, no. No pasa nada, Theo. —Le guiñé un ojo a Emma, recordando la discusión por el derrumbe del puente—. Bueno, tenemos muchos otros juguetes en casa. Pero como quieras. ¿Prefieres quedarte a ayudar a mamá?

Los dos chicos se miraron confabulando implícitamente.

—Tengo dinosaurios —le ofreció Ben, esperanzado.

—¿De los que se comen a los hombres?

Ben asintió.

—Genial. Si tienes T. Rex, iré.

—Perfecto. Podemos jugar a Parque jurásico.

—No has visto Parque jurásico, Ben.

—Sí.

—Ya lo hemos hablado muchas veces. No la ha visto —les aseguré a Emma y a Heather con otro guiño—. Un tema delicado.

Emma le removió el pelo a Theo, riéndose cuando este se apartó, antes de extender la mano y apretar el interruptor para encender la tetera, insistiendo en que nos quedáramos a tomar algo antes y guiando a los chicos hacia el jardín para que jugaran al fútbol.

—No te preocupes, no beberemos té. No te leeré el futuro. Haré café, Sophie. No quiero que te sientas el centro de atención. Los libra lo odian. —Emma se echó a reír cuando miré a Heather.

—No me mires así. Yo no he dicho nada. No sé cuándo es tu cumpleaños, no tengo Facebook. ¿Ves? Te he dicho que es buena.

Mientras, Emma se lavó las manos y se sentó a la mesa a esperar a que la tetera estuviera lista. También añadió, evidentemente por mi reacción:

—Lo siento, Sophie. No debería haberme burlado de ti, pero apostaría lo que fuera a que eres libra. ¿A que sí?

Era cierto. El 20 de octubre. Sin embargo, por alguna razón que no llegué a comprender, no lo confirmé.

—Tengo una pregunta para ti, Emma. Solo para asegurarme de que no me he perdido nada. ¿Cantas?

—¿Cantar?

—Sí, como profesión…