Hoy

18.15


Ya hemos pasado Dawlish. No ha habido ni olas ni derrumbe. Todo va bien, pero nos quedan muchos kilómetros y aún no nos han llegado noticias de Nathan.

He cogido el móvil de Mark, porque el mío no sirve para nada, con la intención de mandarle un mensaje a Helen, pero no hay señal, por lo que tampoco hemos recibido respuesta de ella. Dijo algo sobre ir a visitar la ciudad de Truro, por lo que le había preguntado si podría ir al hospital, por si llegaba antes que Nathan… y que nosotros. A Ben le gustaría.

Ben.

Sigo imaginando que se despierta solo y asustado, llamándome, confundido por la morfina o lo que sea que les den a los niños tras una operación.

Le he preguntado a la enfermera si podría llamarme cuando uno de los chicos se despertara, pero me ha dicho que desorientaría al niño. Y yo he leído entre líneas que no quieren que Theo hable conmigo accidentalmente hasta que no sepan lo que ha sucedido en la operación de su madre.

¡Qué desastre más horrible!

Sigo pensando en el artículo que leí una vez en el suplemento dominical; estaba escrito por una madre que había tenido que sentarse al lado de su hijo durante tres noches en la unidad de alta dependencia del hospital. No sabía si iba a vivir o a morir y tuvo que estar ahí sentada, oyendo las máquinas pitar y viendo los números que registraban sus niveles de oxígeno y el ritmo de su corazón. Decía que tenía miedo de dormirse e incluso de ir al baño por si ocurría lo peor mientras estaba fuera. Lo escribió porque, aunque el hijo se había recuperado, ella nunca lo había hecho.

Recuerdo que, cuando leí el artículo, pensé que debía de ser lo peor del mundo estar sentada al lado de tu hijo, viéndole pasar por todo eso. Sin esperanzas. Ahora, claro, me doy cuenta de que hay algo mucho peor: no poder sentarte al lado de tu hijo mientras pasa por todo eso.

Quizá sea la venganza por todo el sexo desperdiciado y por no valorar a Ben, por no haber estado satisfecha con un solo hijo y por haber anhelado con tantas ganas y de manera tan egoísta al otro.

Pienso en todo el tiempo que podía haber pasado feliz y satisfecha, en lugar de obsesionada con las tablas de ovulación. Pienso en todo el buen sexo que tuvimos Mark y yo hace mucho mucho tiempo. Y sí, en todo el mal sexo y en las discusiones mientras intentábamos concebir un bebé según el calendario y mi temperatura corporal.

Mark ha abandonado su asiento hace una eternidad, pero, de repente, aparece en el pasillo con otro paquete de bebidas. Café para él y para mí y té para el doctor y su mujer como agradecimiento.

Cojo el café a pesar de saber que no me lo voy a beber. Solo puedo pensar en Ben.

Cierro los ojos mientras me caliento las manos con la taza y escucho el traqueteo del tren. Chucu, chucu. Ahora lo entiendo…

Es el karma por haber hecho que nos mudáramos a Devon, por insistir de manera tan egoísta, pero, sobre todo, por no valorar la maternidad.