Capítulo 3

Antes


Cuatro días después, Emma miraba hacia el pueblo de Tedbury, que se extendía bajo ella, y descubría algo.

El día anterior había comprado unas postales en la tienda local: una versión romántica y poco probable del pueblo, una imagen desenfocada con una neblina extraña. Photoshop, había supuesto.

Compró varias, diciéndole al cartero que las utilizaría como tarjetas para el cambio de domicilio. Cuando llegó a casa, las tiró a la basura, sin intención alguna de comunicarle a nadie dónde estaba.

¿Y ahora? Desde esa posición estratégica, Emma observó que la postal no era un truco fotográfico. Lejos de ella, la niebla matutina se posaba sobre el valle exactamente como aparecía en la imagen mientras que, en ese lugar elevado en el que ella se encontraba, las vacas pastaban su desayuno bañadas por la luz del sol.

Perfecto. Un truco no de la fotografía, sino de la topografía. Emma sonrió, consciente de que la niebla no duraría mucho y pensando en las gracias que debía darle a su abuela por habérsela dado a conocer; una mujer alta y delgada a quien había conocido como yaya Manzana y quien le había enseñado a levantarse pronto para recoger champiñones. «Es la maldición de las casas, Emma», le había explicado muchos años atrás mientras los recolectaban con los pies descalzos sobre el rocío. «Las casas crean la fantasía de que el interior es más cómodo que el exterior. Y, sin embargo, mira. Observa lo equivocados que están, cuánto se pierden».

—«Ay, sí», pensó Emma. «¡Cuánto nos perdemos!».

—¿Es humo, mamá?

En Francia, había paseado con Theo metido en una pequeña mochila sobre su espalda, pero ya había superado esa etapa. Ahora era una tímida y somnolienta voz a su lado, hablando, quejándose. Siempre hablando.

—No, Theo. Es niebla.

—¿Hace daño?

El niño se había quejado especialmente por tener que salir tan temprano, pero entonces recordó otro de los trucos de su abuela.

—Tomaremos tortitas cuando volvamos, como recompensa.

—¿Con sirope de arce, mamá?

Emma ignoró la pregunta, imaginándose por un momento no la sartén en el fuego, fuera de la caravana deteriorada de su abuela, sino las tortitas de Francia, la habilidad con la que las mujeres del mercado las hacían muy finas sobre las grandes sartenes calientes, y a Theo poniéndose de puntillas para mirar. El olor a azúcar caramelizado y a chocolate caliente flotaba en el aire, como la niebla. Luego, con el recuerdo de Francia, vino la tensión en su estómago que siempre acompañaba a los pensamientos sobre su madre y su abuela, mujeres que nunca se habían podido sentar juntas tranquilamente. Ni en la misma habitación. Ni en la misma frase. Ni en la misma fantasía.

—¿Puedo comer sirope de arce, mamá?

Emma fingió que no lo había escuchado. Se había dado cuenta de que al final se cansaría de hacer preguntas. En lugar de contestar, se imaginó vasos y platos rotos por todo el suelo de la cocina de su madre en Francia y, con ese recuerdo, vino el eco en su cabeza de su propia voz enfadada y descontrolada.

«¿Quién ha hecho esto, Theo? ¿Has sido tú otra vez? Si lo has hecho, tienes que confesárselo a mamá y a la abuela ahora mismo».

—Vamos, Theo. —Emma levantó la barbilla. Tendría que tener más cuidado con su hijo en Tedbury—. Tortitas con jarabe de arce.

Mucho más cuidado.

Consciente de que el camino probablemente se veía a kilómetros de distancia, levantó la mano para que le chocara los cinco, con la intención de ofrecerle la vuelta a casa a caballito. Sí. Ese sería el tipo de cosas que Sophie haría. Se sintió satisfecha consigo misma por pensar así, pero Theo no le respondió. En vez de eso, quitó la mano. Ella se dio cuenta de que algo entre los setos, a unos pocos metros, había captado su atención. El niño puso una rodilla en el suelo, separó con mucha delicadeza la larga hierba bajo el seto y, concentrado con los ojos muy abiertos, extendió la mano con un control y precaución poco comunes en él. Su cara se suavizó por la expectación, pero justo entonces se oyeron unos ladridos en la carretera y ambos se giraron a la vez mientras un perro enorme aparecía para unirse a ellos e introducir la cabeza en ese punto exacto del seto.

—¡Theo! —Emma se lanzó hacia delante. El perro era un golden retriever. A pesar de la buena reputación de esa raza, su excitación era alarmante. Mientras Theo lloraba de miedo, el animal retrocedió, quedándose a ras del suelo, contoneando su trasero con algo en la boca.

—Se lo ha comido. Ay, mamá, ¡se lo ha comido! —La angustia de Theo era incomprensible para Emma, ya que no tenía ni idea de qué había captado su atención. Mientras intentaba calmarlo lo suficiente para que se lo explicara a través de los sollozos, una voz fuerte y al principio incorpórea dijo desde la carretera:

—¡Bella! ¡Bella! Ven aquí, pequeña.

Emma se giró hasta ver, subiendo los peldaños con botas de agua, a Nathan, el chico que estaba en la plaza del pueblo el primer día. La perra respondió al instante. Primero, giró la cabeza y, luego, obedeció; se unió a su dueño a través del barro, moviendo el rabo, y dejó a Theo llorando.

Emma, agachándose para rodear a su hijo con los brazos, vio cómo la perra le daba a Nathan algo que este examinó con mucha atención, poniendo cara de concentración al principio y de sorpresa después, antes de hurgar en su bolsillo.

—No pasa nada. Quieta, Bella, ¡quieta! —Dejó a la perra cerca de los escalones antes de caminar hacia ellos, envolviendo el hallazgo en un pañuelo con mucho cuidado—. Lo siento. No hace nada, solo ladra. Mira, sigue vivo. —Entonces, Nathan se agachó a la altura de Theo, abrió un pañuelo blanco y le enseñó, para sorpresa de Emma, un pajarito tembloroso—. Me sorprende que no haya muerto del susto por tanto ladrido, la verdad. Pero lo he entrenado para que recoja las presas con cuidado. Mira, no le ha traspasado la piel.

Apartó hacia atrás el pañuelo un poco más para que el niño viera el pico del pájaro abriéndose y cerrándose en silencio, como si intentara chillar. Había sangre oscura en su ala izquierda que Nathan tapó cuando Theo compuso una mueca de dolor.

—Te prometo que eso no ha sido culpa de Bella. Es sangre seca, no fresca. El pájaro ha debido de meterse en una pelea. Perdona, no me acuerdo de tu nombre, pequeñajo.

—Theo. Mi nombre completo es Theodore.

—Ah, bien, yo soy Nathan. Mi nombre completo es Nathaniel.

No respondió, ni siquiera con una pequeña sonrisa, por lo que Emma, con las cejas enarcadas, articuló una explicación por encima de la cabeza de su hijo mientras trataba de limpiarle los restos del llanto con un pañuelo:

—Le encantan los pájaros.

—Perdón por el jaleo, pero estoy encantado de conocerte oficialmente, Emma. —Nathan extendió el brazo para estrecharle la mano con fuerza mientras hacían contacto visual—. Estaba en la plaza cuando llegaste.

—Sí, lo sé. Sophie me ha hablado de ti.

—¿En serio? —Hizo una pausa, sosteniéndole todavía la mirada sin pestañear, antes de sonreír y girarse hacia Theo—. Bueno, Theo, parece que has salvado a un petirrojo.

—¿Un petirrojo? Creía que solo salían en Navidad.

—No, no solo en Navidad. Salen durante todo el año. Y son muy territoriales. En realidad, las peleas entre ellos son bastante comunes.

Emma se puso de pie.

—¿Es que eres un observador de aves?

—Ah, no, no. —Nathan comenzó a limpiarse los vaqueros—. Yo no, un compañero de copas. Tom. Hay poco que no sepa sobre aves. —Y, animándose de repente, añadió—: Te propongo una cosa, hombrecito. ¿Por qué no llevamos el pájaro a mi casa y llamamos a Tom para ver qué piensa? Vivo al final de esta carretera.

Theo comprobó la reacción de su madre.

—Íbamos a ir a casa a comer tortitas.

—Pues resulta que cocino unas tortitas excelentes.

—¿En serio? —Emma le devolvió la mirada a Nathan y, luego, miró la hora—. Ah, bueno. ¿Por qué no?

El caserón, a poco más de medio kilómetro por la carretera, era un granero transformado en vivienda, una de esas raras construcciones que no estaban situadas frente a la casa de labranza. Se encontraba en una finca de casi una hectárea, lo que le aportaba un grado imprevisto de privacidad. La casa era extraña. Unas escaleras empinadas llevaban hacia una entrada con magníficas puertas de roble de doble ala que daban a un salón diáfano y a una cocina con comedor.

—¡Vaya! —Theo estaba mirando los largos y amplios tramos de suelo de madera pulida—. ¿Me puedo quitar los zapatos?

—No, Theo. —Emma pensó en las patadas que recibirían las costosas cerámicas colocadas en las mesas bajas tras un derrape en calcetines.

—Jo, por favor.

—He dicho que no —dijo con experta determinación. Madre e hijo estaban estudiando la habitación juntos mientras Nathan sujetaba al pájaro lo suficientemente alto como para impedir que Bella lo olfateara con entusiasmo. Al final, se lo pasó a Emma («¿Te importaría?») y llevó a la perra escaleras abajo, al parecer al jardín trasero.

Minutos después. Nathan reapareció con una caja de zapatos en la que le pidió a Emma que metiera al petirrojo.

—Vamos a llamar a Tom.

Nathan se lavó rápidamente las manos antes de coger el teléfono y caminar hacia la cocina para abrir las puertas de los armarios mientras marcaba el número.

—Mientras tanto, tortitas… Sentíos como en casa, por favor. Theo, si puedes perdonar a Bella, está en el jardín. Juega bien a atrapar la pelota, y hay varias en el césped. Está al bajar las escaleras, detrás de las puertas grandes. En serio, es muy juguetona. —Se giró hacia Emma, frunciendo el ceño de repente y ruborizándose después—. Aunque si a tu madre le pone nerviosa… Te prometo que la perra es totalmente segura. Pero sé que a algunos padres…

—Me parece bien, siempre y cuando lo vea desde la ventana.

Theo parecía estar analizando de cerca la cara de su madre y, cuando esta asintió, animándolo, él se encogió de hombros y se fue escaleras abajo. Nathan metió el móvil bajo su barbilla, hablando con Tom mientras, a la vez, reunía los ingredientes para hacer las tortitas. Para sorpresa de Emma, no necesitó mirar ninguna receta cuando comenzó a medir con confianza la harina y a romper los huevos al tiempo que le explicaba a Tom lo que habían encontrado.

—Sí. Bella le dio un buen susto al pobre. Sé que no es común que sobrevivan, pero un chavalín lo ha encontrado y está un poco preocupado… ¿Perdón…? Sí, en media hora está bien. —Echó un vistazo al enorme reloj de pared—. Lo he metido en una caja de zapatos. De acuerdo, hasta ahora. Estás invitado a comer. Adiós.

Cuando se dio la vuelta, Emma lo observó intensamente. Tanto la casa como el hombre le habían sorprendido. La habitación era sencilla. No tenía madera oscura ni cuero como se había imaginado, sino que era luminosa y espaciosa, con grandes sofás color crema y una serie de sencillos y peculiares cuadros colgados de las paredes de piedra blanca.

—Una casa preciosa.

—Gracias, aunque no volvería a decantarme por el diseño abierto. Al principio, parecía una buena idea, pero te acabas cansando de vivir con el olor de la última comida. —Sonrió mientras batía la mezcla con una mano y guardaba el móvil con la otra, mirando a Emma todo el rato, para nada cohibido.

—Entonces, ¿te gusta cocinar?

Nathan se miró la barriga, haciendo un gesto de falsa sorpresa, lo que hizo que Emma estallase en carcajadas.

—Me han dicho que tienes algo así como una bola de cristal. —Su tono era burlón. Se estiró para coger una pequeña sartén del estante de utensilios de cocina que colgaba sobre los fuegos.

—¿Cómo te has enterado?

—Es Tedbury, Emma. No puedes tirarte un pedo en Tedbury sin que se escriba un párrafo sobre eso en la revista parroquial.

Emma se acercó a la ventana para ver a Theo jugar con la perra en el césped.

—Como es obvio, cantar me tiene muy ocupada.

Touché, aunque tengo que decir que ese malentendido en concreto no fue culpa mía.

El error, le explicó, se debía a que, según Heather, un agente inmobiliario local pensaba que se podía incrementar el precio de una casa afectada por la «maldición» de los camiones si se difundían rumores de que algunas «estrellas» se estaban mudando al pueblo.

—El año pasado fue el vocalista de una banda. Este año, una cantante de jazz… que todo el mundo supuso que eras tú. —Nathan dejó de batir la mezcla para girarse y seguir la mirada de Emma hacia el jardín—. No te preocupes. No hay nada con lo que hacerse daño. Solo la motosierra —añadió con una sonrisa mientras ella estudiaba su expresión—. De modo que, si Sophie te ha hablado de mí, supongo que ya sabrás todo sobre mi oscuro pasado. En realidad, es buena chica. Estamos juntos en el equipo directivo de la feria. Me gusta, es una pena que yo a ella no. Su marido es muy buen golfista.

—Tengo que advertirte de que ha sido muy buena conmigo, muy cordial, así que no hables mal de ella.

Nathan comenzó a verter el primer cazo de la mezcla en la sartén, moviéndola para que se extendiera.

—Es gracioso que la primera tortita siempre salga mal. ¿Por qué será?

La masa chisporroteó cuando él la observó de cerca.

—Hemos vivido en Francia durante un tiempo, visitando a mi madre. Ahí es donde Theo le cogió el gusto a las tortitas.

Él no contestó, concentrado en su trabajo, mientras desechaba la primera en un bol. Emma observó con atención cómo cocinaba varias tortitas de un color perfecto con rapidez y de manera experta y, luego, las dejaba en una bandeja.

—Bien, ya estamos listos.

—Sophie sí que me avisó sobre ti. Dijo que habías pasado por dos matrimonios bastante desastrosos y que tenías una especie de «mala reputación».

—Ay, cariño. —Sonrió de nuevo—. Bueno, puede que nuestra querida Sophie tenga bastante razón. Si hubiera conocido a la Sophie de hace unos años, seguramente yo también habría pensado lo mismo, la verdad sea dicha. Pero, por otro lado, es el tipo de mujer que lo ve todo o blanco o negro, ¿no crees?

—Te he dicho que no hables mal de ella.

—Ah, no. A mí también me cae bien, en serio. Es muy inteligente y divertida. Se burla sin piedad del resto del equipo directivo de la feria, por lo que merece mi apoyo. Solo digo que no tiene casi experiencia en los tonos grises de la vida. —Su expresión se tornó seria—. Mientras que yo siempre… —Hizo una pausa, frunciendo el ceño—. Bueno, digamos que a mí siempre me han parecido muy interesantes las partes grises de la vida. —Parecía estar escrutando la cara de Emma en busca de una respuesta, pero esta vez ella se giró hacia la ventana y Nathan se dio la vuelta, dirigiendo su atención de nuevo a la sartén—. Por eso aprendí a cocinar, por ser un marido tan pésimo. Por favor, elige la música que te guste en el aparato que está sobre la chimenea. Y será mejor que llamemos al hombrecito para que se tome su desayuno.

Emma se había dirigido hacia la ventana para ver a Theo disfrutar del control que ejercía sobre la perra, haciendo que se sentase y girara, mientras la señalaba con el dedo en un gesto exagerado de castigo. Y allí, observándole repetir la secuencia, percibió en su interior la conocida sensación de impaciencia.

La veía en su propia cara, reflejada en el cristal, por lo que conscientemente suavizó los rasgos y relajó la boca. En realidad, esperaba proseguir con sus cosas en Tedbury, pero, después de todo lo ocurrido en Manchester y en Francia, sabía que necesitaba prestar más atención, frenar.

—Estoy muy contenta de haberme topado contigo esta mañana. —Emma se giró de golpe, abriendo los ojos—. Sí, muy contenta.