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RD Arquitectos, Barrio de Palomas (Madrid)
23 de octubre de 2013
Cuando llegó a su plaza de garaje, volvió a recibir otro mensaje en la bandeja de correo electrónico. Ese día, le tocaría trabajar toda la noche desde casa.
—Mierda… —dijo al descubrir que el maletero estaba vacío. También había olvidado el ordenador en la oficina—. ¿En qué estabas pensando, Ricardo?
Sopesó ir hasta el despacho a por el portátil o esperar a la siguiente jornada laboral, pero no tuvo opción. El trabajo era lo más importante para él y sabía lo que ocurriría cuando llegara a casa sin el aparato: no podría pensar en otra cosa.
La reunión con ese inversor, lo había despistado por completo, teniendo el desliz de olvidarse del ordenador portátil en la oficina. Lamentablemente, desde ese terminal solía revisar los correos importantes.
«Eres un desastre», se dijo, cerró el maletero de un golpe, después abrió la puerta del conductor.
Observó el atardecer hermoso, parecido a una muerte lenta e indolora, cediendo frente a la noche que se cerraba lentamente.
Aquel era el mensaje del otoño, la llegada del fin, de la ausencia de vida. El periodo donde la oscuridad reinaba sobre la luz.
Un momento poético. Para él, todo estaba escrito en la naturaleza.
Atravesó el Paseo del Prado, dejando atrás la fuente de Neptuno, hasta llegar a la calle de Alfonso XII. Bordeó el Parque del Retiro, que se secaba lentamente, y cruzó la calle de O’Donell hasta alcanzar el cinturón de la ciudad. Una vez fuera del centro, se incorporó a la M-30 y condujo a toda velocidad, esquivando los vehículos que regresaban a sus hogares después de la jornada laboral y disfrutando del mosaico de luceros rojos y amarillos que se formaban en el tráfico.
Quince minutos después, abandonó la carretera de varios carriles, para adentrarse en la calma del distrito donde se encontraba el estudio. Allí, otra vez, pensó, aunque algunas horas más tarde.
Dio un soplido y apagó el motor del vehículo. Odiaba perder el tiempo. Desde su asiento contempló las luces automáticas que iluminaban la entrada del edificio.
Las oficinas ya habían cerrado. No quedaba nadie por allí y tampoco existía una razón para ello. Normalmente, era el mismo Donoso quien solía echar el cierre de su propio despacho.
Sería rápido, le llevaría unos minutos. Estaba cansado, había sido un día agotador y necesitaba dormir en su cama, a solas y sin la presencia de una mujer. Haber alargado esa siesta improvisada, le había trastocado la jornada. Por suerte, solo había perdido la tarde, seguía siendo miércoles y aún quedaban un par de horas para la medianoche.
Abandonó el vehículo. Oyó el eco de sus pasos sobre la superficie. Abrió la puerta con la llave y no se preocupó de pasar el cerrojo de seguridad.
En la entrada, observó la papelera que había junto a la recepción. En ella había una bolsa de papel que parecía esconder una galleta en su interior.
Sonrió, pensando que, tal vez, esa chica le había hecho caso.
Subió al piso superior y encendió la luz de la antesala.
Todavía podía oler el perfume de la secretaria, que se pegaba a las paredes como una sustancia pegajosa. Había quien se molestaba, pero él prefería eso al hedor de algunas personas.
Caminó hacia la sala acristalada, no sin recordar las imágenes vividas durante la mañana. No sintió pena por haber contribuido a la infidelidad de esa mujer. Más bien, se alegró de haber colaborado con su felicidad. Ese Ruiz de Sopena se lo merecía, aunque dudó que le afectara.
Finalmente, vio el maletín de piel sobre el escritorio. En la pantalla del ordenador, la secretaria le había dejado una nota adhesiva para la jornada siguiente.
La intuición femenina no fallaba y, a pesar de llevar menos de un año con él, esa mujer parecía conocerlo bastante bien, hasta tal punto que intuía cuándo se marchaba de la oficina para no volver. Pero existían las excepciones, y aquella noche era una de ellas.
Retiró la nota, la arrugó en una bola y la tiró a la papelera.
Dispuesto a marcharse, una luz del exterior deslumbró parte de la oficina. Pensó que se debía al foco de un helicóptero. No dudó en girarse para saber de qué se trataba y descubrió que las luces no eran para él.
Un Mercedes de color negro se detuvo en medio de la explanada que había junto al aparcamiento. El Audi del arquitecto quedaba lejos, casi imperceptible. Se cuestionó qué haría aquel conductor a esas horas en un lugar tan remoto como ese. La escena no le auguró nada bueno. Rápido, abandonó la oficina y alcanzó el interruptor de la luz para quedarse completamente a oscuras. Luego regresó a su despacho.
Un segundo vehículo apareció al otro lado de la explanada. Era un BMW oscuro, un modelo nuevo y de los grandes. Los motores seguían encendidos y ambos vehículos parecían tener la confianza de que aquel encuentro era seguro.
Aún faltaban unos cuántos años para que la demanda urbanística de la ciudad ocupara los solares de tierra con bloques de viviendas, oficinas y supermercados.
A pesar de que la zona no era peligrosa, el parque que lindaba con la carretera principal hacía que, durante la noche, aquel desierto de grava, vallas publicitarias de apartamentos y asfalto recién puesto, fuera el lugar perfecto para una reunión clandestina.
El arquitecto observó expectante. Daba por hecho que, a esas horas, nadie se reunía allí para un encuentro casual. Del primer vehículo apareció un hombre con aspecto imponente. No podía verlo muy bien desde la distancia. Las sombras que lo rodeaban, impedía ver su rostro con claridad. Acicalado, salió vestido con un abrigo oscuro con las solapas levantadas. Los faros del vehículo seguían encendidos.
Tras una señal, la puerta del BMW se abrió. El pie del conductor tocó el pavimento y después dejó a la vista el resto del cuerpo.
—No puede ser —murmuró al reconocer la silueta del individuo. No dudó de lo que veía. Era Álvaro Ruiz de Sopena, el inversor que había estado horas antes en su oficina, allí, a escasos metros de su despacho. Ahora, en una distancia segura, Don vigilaba sus movimientos. Tuvo la certeza de que ese miserable intentaba llevar su plan de cualquier manera. La razón por la que se habían reunido allí, era desconocida, y un sinfín de hipótesis le recorrieron la cabeza, provocándole un furioso ardor de estómago. ¿Iba a pagar para que amedrentaran al arquitecto? ¿Era alguna clase de venganza por no colaborar con él?, se preguntó inquieto. Respiraba con dificultad, por culpa de los nervios y no podía salir de allí, así que optó por esperar.
Los dos hombres, plantados y separados por escasos metros, se dirigieron unas palabras que Donoso no pudo escuchar.
Le molestaba desconocer lo que sucedía. Le sacaba de quicio. Una descarga eléctrica recorrió su espina dorsal. Una rabia tremenda se apoderó de sus brazos. Debía controlarse antes de que fuera tarde. Había trabajado mucho tiempo en ello, como para arruinarlo todo.
Entre las sombras, el inversor dio varios pasos hasta la parte trasera de su vehículo. Abrió el maletero y sacó un maletín. Donoso no podía creerlo.
De la parte trasera del Mercedes, apareció un segundo hombre, más corpulento y con el pelo recogido en una cola. Ruiz de Sopena parecía asustado, aunque convencido de lo que hacía. Estaba pagándoles. El hombre del chaleco seguía plantado, sin apenas moverse, como si esperara que el inversor le entregara la mercancía.
Ruiz de Sopena apoyó el maletín en el suelo y levantó las manos. Ricardo observaba como un vigilante, atento a cada movimiento.
Cuando todo pareció haber terminado, el hombre de la coleta sacó una pistola de su abrigo, apuntó al inversor sin miramientos y le propinó dos balazos en el pecho.
El inversor retrocedió unos pasos y se desplomó como un saco de boxeo. Donoso se quedó sin respiración.
Corrió hacia las escaleras y bajó con rapidez hasta la planta baja. Una cosa era acostarse con su mujer y otra, verlo morir. El pulso se le aceleró. Su corazón bombeaba con fuerza. El olor a muerte, simplemente, activaba sus sentidos.
—¡Corre, corre! —gritó el hombre del chaleco. Tras unos segundos de confusión, optaron por recoger el cadáver y lo metieron en la parte trasera del Mercedes. Se oyeron unas sirenas de fondo—. ¡Arranca!
El vehículo aceleró quemando la goma de la rueda y se perdió en la oscuridad con las luces apagadas. Las sirenas de las patrullas aún estaban lejos de allí. Donoso corrió hasta la escena del crimen, sin acercarse demasiado. El BMW del inversor seguía allí, con el motor apagado y las llaves puestas en el contacto.
Si Ricardo se excedía, tarde o temprano, la Policía encontraría sus huellas. Los sentimientos eran contradictorios. Se cuestionó si la muerte de ese hombre había sido injusta, o merecida. En el segundo caso, no habría nada que hacer. Pero de lo contrario, no podía permitir que aquellos dos hombres se marcharan sin más, con el cuerpo sin vida de ese hombre.
«¿En qué carajo piensas?»
Estaba perdiendo la cabeza. Demasiadas cosas en un mismo día. Él ni siquiera debía estar allí. Entonces lo vio, a varios metros de él. El dichoso maletín seguía de una pieza, tal y como lo había visto por la mañana en su despacho. Dinero manchado de sangre que, al fin y al cabo, seguía siendo dinero.
Sin pensarlo de más, se puso los guantes de cuero, lo agarró del asa y caminó con paso ligero hasta su coche.
Después entró en él, arrancó y salió disparado hacia su apartamento.