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Barrio de Salamanca (Madrid)
28 de octubre de 2013
A pesar de su intento por que no se descubriera, el escándalo que unía a Álvaro Ruiz de Sopena y Verónica Sagasta, llenaba las portadas de los diarios de la mañana.
Tuvo que renunciar a los ejercicios, puesto que el corte no había cicatrizado del todo. Logró dormir algunas horas. La inflamación de la cabeza había bajado y la herida no era tan visible. Tomó una ducha bien fría para que la sangre circulara por todo el cuerpo. Se vistió con un traje limpio y dejó las prendas robadas en una bolsa de basura. Más tarde las quemaría.
Nada de souvenirs, pensó.
Recogió los restos del jarrón que había roto días antes y se prometió que controlaría esa clase de arrebatos. Tuvo la sensación de que había transcurrido una semana, mientras que solo habían pasado un par de días.
Se dirigió a la estantería donde guardaba su colección de discos y libros, y buscó un compacto de Chopin para empezar la mañana revitalizado. La música clásica le hacía sentir bien. Era una de las pocas cosas que relajaba su mente de verdad.
En su búsqueda, por accidente, uno de los libros cayó al suelo. Se agachó a recogerlo y lo cerró. Eran los diálogos de Séneca y eso le hizo reflexionar sobre Mariano y las gafas que guardaba todavía en su abrigo. Dejó el libro en su sitio, en la balda que había asignado a los libros de filosofía y religión, y lo colocó junto al Arte de la Guerra de Sun Tzu, la Biblia de Jerusalén, el Bushido de Nitobe, el Tao Te Ching de Lao-Tze y las meditaciones de Marco Aurelio.
Con los años, había perdido el fervor religioso que su madre intentó inculcar en él, quedándose con la parte que le interesaba.
En momentos de preguntas, aquellos libros, que habían perdurado en el tiempo, tenían siempre las respuestas.
Tras el café, comprobó el correo electrónico en su teléfono y se dio cuenta de que Silvia no había vuelto a acceder a sus mensajes. Terminó el expresso de un trago y se dirigió al salón para agarrar su maletín, pero algo le detuvo.
—Es hora de cambios —pensó y decidió no volver a utilizarlo.
Después abandonó el apartamento.
Frente al portal, limpio y brillante, esperaba su Audi A8.
Abrió la puerta y entró en el coche.
—Buenos días señor —dijo Mariano mirando por el espejo retrovisor—. ¿Qué le ha pasado?
Don se miró el brazo, que estaba cubierto por el traje y, a su vez, por el abrigo. Pero Mariano se refería a la cabeza.
—Ah, esto. Un estúpido golpe.
Mariano asintió guardándose los comentarios.
—Debería ir al médico.
—Estaré bien. ¿Qué hay de Silvia?
Mariano desvió la mirada.
—Hice lo que me ordenó, al igual que ella. El testimonio fue suficiente para aportar luz y aclarar lo sucedido. La Policía ha retirado todo lo que tenía contra usted y ese inspector no ha tenido más remedio que archivar la investigación —explicó—. Esa chica confiaba mucho en usted, ¿sabe? Es una desgracia que pasara por algo tan duro e innecesario.
—Nunca pensé que esto sucedería.
—¿Se ha enterado de la noticia? —preguntó el chófer, fingiendo sorpresa.
—No. He estado un poco desconectado.
Mariano encendió la radio y subió el volumen.
—Tal vez le interese escuchar lo que dicen.
El informativo de la mañana hablaba sobre la muerte y desaparición del matrimonio.
La Policía todavía investigaba el caso de la desaparición de Álvaro Ruiz de Sopena, que se unía a una denuncia por fraude que había filtrado los movimientos de cuentas de la pareja.
Tanto Verónica Sagasta como su marido llevaban a cuestas diversos fraudes y estafas a nivel internacional, no solo relacionados con la especulación de obras de arte falsas, sino también con la compra y venta de empresas y negocios que nunca llegaron a existir. Entre los estafados se encontraban deportistas de élite, importantes empresarios saudíes, políticos y conocidos nombres relacionados con los cárteles de la droga.
Tras la muerte de la esposa, las últimas investigaciones de la Policía llevaban a Malta, donde se había visto, con vida, al falso inversor por última vez, tras reunirse con un empresario irlandés con negocios en la isla. La Policía aseguraba que se debía a un ajuste de cuentas.
Cuando la noticia terminó, Mariano pulsó otro botón y cambió de emisora. De nuevo, en RNE Clásica programaban un especial de Mozart.
—Lex talionis.
—¿Cómo ha dicho? Disculpe, estaba distraído con el tráfico…
—Cuando intentas burlar las leyes de la naturaleza, estas te demuestran por qué perduran más que nosotros —contestó el arquitecto, metió la mano en el bolsillo interior y sacó las gafas aplastadas del conductor—. Esto es tuyo, si la memoria no me falla.
La mirada del chófer se encendió, como si hubiera encontrado un tesoro.
—A Dios gracias, las tenía usted. Qué cabeza la mía…
—Son antiguas, ¿verdad? —preguntó el arquitecto—. No recuerdo haber visto unos cristales ahumados desde hace muchos años…
—¿Eh? No, no. Se pueden conseguir en cualquier parte.
—Esa frase grabada, ¿significaba algo para ti, Mariano?
El hombre guardó las gafas y forzó un silencio incómodo.
—Señor, algún día le contaré la historia… Pero hoy le diré que hubo un tiempo, en el que lo significó todo.