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Cuatro Torres Business Area, Paseo de la Castellana (Madrid)
25 de octubre de 2013
Tan pronto como recuperó la consciencia, se dio cuenta de lo ocurrido. Otra vez, lo había vuelto a hacer, a pesar de los años de continencia y trabajo para no repetir el mismo error. Había vuelto a actuar y no se arrepintió de ello. Puede ser que estuviera en lo cierto y que luchar contra su naturaleza, no sirviera de nada.
Abandonó la habitación y se adentró en el pasillo, en busca de la salida de emergencia. Unos pasos se acercaron a él. Pensó que, probablemente, alguien hubiese avisado a la recepción.
Empujó la puerta de hierro y miró hacia abajo. Era una escalera rectangular que no llegaba a ser de caracol y que se perdía en el vacío. Veinticinco plantas eran todo un reto.
Tomó aire y se dispuso a bajar, piso a piso, con el maletín en la mano, hasta que saliera de allí. Hacerlo en ascensor, hubiese acortado el recorrido, pero no podía arriesgarse a ser detenido por el camino.
A partir del décimo piso, las piernas comenzaron a dolerle. La sensación de que los escalones no terminaban nunca, provocaba el desánimo.
A la altura de la planta número trece, escuchó los pasos acelerados de alguien que se dirigía hacia la salida de emergencia. Subió unos peldaños y esperó por encima de la puerta, para asegurarse de que no era una trampa. Avistó a una mujer morena y joven, de aspecto delgado y vestida como los guardias de seguridad del hotel. La mujer se asomó por la puerta, ocultándose de algo. El arquitecto pensó que habría aprovechado para fumar a escondidas y eso le tranquilizó, hasta que vio cómo sacaba una pistola del interior de su cintura.
Antes de que reaccionara, desde atrás, le golpeó la cabeza con el grueso del maletín. La mujer no tuvo tiempo para defenderse. El arma cayó al suelo y ella se protegió la nuca, donde había recibido el golpe.
Ricardo bajó los escalones, apresurándose para perderla de vista. Ella se tiró sobre sus piernas para que tropezara, pero el arquitecto logró apoyarse en el suelo y recuperar el equilibrio. Luego le agarró la cabeza con una mano y la golpeó contra la pared de cemento. El impacto sonó hueco y la chica quedó inconsciente.
Antes de marcharse, se aseguró de que seguía con vida. Esa pobre chica, se había equivocado de lugar. Agarró el maletín y continuó escaleras abajo.
Corriendo, llegó a la primera planta del hotel, echó los hombros hacia atrás y fingió una absoluta normalidad. Sin mirar a las recepcionistas, cruzó la puerta giratoria y se dirigió al paseo en busca de un taxi que lo llevara a su casa.
El morro del Škoda blanco se detuvo frente a él. Extrañado, lo miró y después entró en el vehículo.
—Le dije que se fuera.
—Y yo que eso era mucho dinero —contestó y se puso en marcha—. ¿A Juan Bravo?
—Así es —respondió. El conductor tomó el Paseo de la Castellana cuando se fijó que los faros de un vehículo oscuro se acercaban a toda velocidad por detrás—. ¿Ocurre algo? ¿Por qué me mira de esa forma?
—No le estoy mirando a usted —dijo con voz seria. Aceleró, puso la cuarta marcha y volvió a asegurarse de que se distanciaba. Después tomó un desvío sin utilizar la luz intermitente y el vehículo se quedó atascado en el tráfico que regresaba a la ciudad—. Un vehículo nos estaba siguiendo… ¿Qué diablos ha pasado en ese hotel?
El arquitecto comprobó la hora del teléfono, miró el maletín y se echó el cabello hacia atrás. El dinero no había llegado a su destino. Tampoco el mensajero.
Lo había arruinado todo. Necesitaba pensar. Se había metido en un buen lío.
—Algo terrible. Es mejor que no lo sepa.
Pasaron el resto del viaje en silencio. El maletín seguía con él y ninguno de los dos quiso volver a mencionar lo sucedido.
Las luces de la calle se reflejaban en el cristal del vehículo. Cuando llegaron a las proximidades de la vivienda, Mariano redujo la velocidad hasta detenerse en una zona de carga.
—Ya hemos llegado —dijo como si deseara que el día terminara de una vez, pero no era cierto. Tan solo esperaba que el hombre que había detrás, le hiciera una oferta mejor.
Donoso, que seguía abstraído en sus pensamientos, despertó y se dio cuenta de que el viaje había terminado. Después se acercó al espacio que quedaba entre los dos asientos delanteros.
—¿Puedo preguntarle algo?
—Por supuesto —dijo con una sonrisa.
—¿Dónde ha aprendido a conducir así? Me he fijado en cómo se deshacía de ese coche. Sus reflejos… No son habituales.
—Pensaba que estaba mirando el teléfono.
—Nunca dé nada por sentado.
—Hombre precavido, vale por dos, señor.
—¿Cuánto gana como taxista?
La pregunta ruborizó al conductor.
—Como usted entenderá, los caballeros no hablan de mujeres, ni de dinero…
—Dígame un número, una cifra.
—Menos del que usted me ha dado. ¿A dónde pretende llegar?
—Te pagaré el doble si trabajas para mí como chófer privado —sentenció rompiendo la formalidad existente hasta el momento. El arquitecto lo había visto claro. Necesitaba un hombre como aquel de su lado, mientras se ocupaba de sus asuntos. El coste no cambiaría demasiado su nivel de vida, puesto que se permitía caprichos innecesarios que valían mucho más—. Estarás a mi disposición cuando te llame y utilizarás mi coche para los viajes. No harás preguntas y firmaremos un contrato de confidencialidad en el que, todo lo que hablemos, escuches y suceda mientras estés conmigo, quedará entre nosotros.
—Entiendo.
—Empezarías mañana mismo, a las siete, aquí.
—¿Es necesario ese contrato?
—Créeme, no querrías conocer a mis abogados —dijo y se quedó esperando una respuesta—. ¿Entonces?
El hombre frunció el ceño.
—Tengo que pensarlo.
—Te pagaré el triple —insistió sin contemplaciones—. Es mi última oferta.
—Ahora que lo dice, tengo una pregunta… ¿Qué coche conduce?
Ricardo buscó en el bolsillo, sacó las llaves del Audi A8 y las dejó en los brazos del conductor.
—Compruébalo tú mismo, está al final de la calle —respondió y abrió la puerta del vehículo. El frío de la ciudad se coló en el interior—. Buenas noches y hasta mañana, Mariano.